La soberanía en

AutorLuis Carlos Amezúa Amezúa
CargoUniversidad de Valladolid
Páginas75-106

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Juan Márquez (1565-1621) fue un fraile agustino, catedrático de teología en Salamanca y afamado predicador de Felipe III. Han permanecido inéditas sus lecciones universitarias sobre materias estrictamente teológicas 1, pero también escribió obras de carácter hagiográfico Page 76 y religioso 2. Sin embargo, su obra más reputada es de materia política y fue motivada por el requerimiento del Duque de Feria, embajador en Francia cuando España financiaba a los liguistas, para ayudar a los hombres de acción a conciliar lo útil con lo honesto y aquietar sus problemas de conciencia. Márquez cumplió el encargo con El gobernador Cristiano, que vio la luz en 1612 y tuvo notable repercusión entre las élites políticas e intelectuales, si nos guiamos por sus numerosas reimpresiones 3, su traducción al francés y al italiano Page 77 4 y las referencias posteriores a esta obra, también utilizada como hontanar de argumentos o para saquear los abundantes textos de Bodino que contiene, tal como hace claramente Solórzano Pereira 5.

Mantiene en ella un eticismo novedoso por cuanto dialoga críticamente con Bodino y entre los autores modernos prefiere los jesuitas, particularmente Gabriel Vázquez. Sin embargo no es sistemático en el tratamiento de los problemas, excesivamente enconsertado por la estructura interna de la obra en torno a las vidas de Moisés (libro I) y Josué (libro 11), lo cual le fuerza a utilizar argumentos exegéticos al mismo nivel que los argumentos de razón. Se nutre de más de cuatro mil citas de trescientos autores antiguos y modernos, paganos y cristianos, que en muchas ocasiones sólo están para lucir su estilo, parecen de aluvión, sin beneficiar la sustancia de lo tratado. La finalidad es persuasiva y propedéutica, sin la aridez lógica-demostrativa de los escolásticos. El recurso constante a la amplificación retórica, el centón de autoridades, dificultan el acceso al contenido sustantivo de una obra, a nuestro juicio, meritoria. Nos ilustra sobre las preocupaciones de las élites modernas, compendia las opiniones dispares sobre guerra, mentira y disimulación, promesas, censura, tiranicidio o la sucesión de las mujeres, proporcionando al lector actual un firme apoyo para imbuirse del aroma de época y conocer las representaciones ideológicas que soportaban la vida cotidiana de los servidores públicos.

Aquí nos limitamos a exponer su doctrina sobre la soberanía, utilizando con propiedad esta palabra, como hace pertinentemente el autor, aunque prefiera normalmente hablar de potestad suprema. Habrá que precisar en qué consiste la sujeción del príncipe a la ley e indagar hasta qué punto las tradicionales regalías pueden ser ejercidas con exclusividad sin ataduras 6.

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1. Vinculación del soberano a la ley

Para Márquez, el derecho humano son las leyes de los reinos más el titulo de adquisición del poder. Solamente el soberano legisla, pero encarece que sean leyes escritas, pocas y claras (GC I, 17, 2: 91-92), repitiendo un tópico extendido 7; aún así prefiere la costumbre por su arraigo en la conciencia popular y presentarse con apariencia menos coactiva, lo cual es también un eco del lamento por la perdida edad de inocencia. Lo ideal sería carecer de leyes, pero la naturaleza humana hace inevitable la coerción. Este discurso insinúa, por un lado, la función de prevención general pues las sanciones atemorizan a los malos y así reprimen su deseos de pecar o delinquir; por otro lado, tiene un profundo alcance político, pues pretende unificar en el vértice que ocupa el soberano la dispersión y multiplicidad de jurisdicciones que actúan con extraordinaria autonomía. No sólo es que cuestione el albedrío judicial o que defienda que los rescriptos del príncipe puedan tener alcance general y validez de ley, imponiéndose a los jueces (GC, I, 31, 1), sino que afirma -en contra de Bodino (République IV 6)- que la función primordial del soberano es dar justicia (GC I, 19, 2: 100-106).

Concibe la interpretación como desvelación de la intención del legislador y desconfía del criterio de los jueces y oficiales 8. Presumiendo que el autor de la ley descubrirá su razón auténtica mejor que cualquier otro y que los inferiores tendrán en ocasiones que requerir del soberano aclaraciones del sentido de la ley, que a ellos se les escapa. Es más, añade que al juzgar el Príncipe habrá una buena y rápida justicia, fijando la mirada en la verdad de las cosas y no en las formas o solemnidades del proceder. En cualquier caso, la verdad que pretende Márquez transparenta la realización de la equidad y podría a veces confundirse con una especie de justicia del cadí, sin reglas y arbitraria. Quizás sea en Márquez una loa política o instrumento retórico para ensalzar al monarca, sin tener que reconocer la imposibilidad fáctica de tal intervención directa del legislador porque la monarquía es amplísima y los pleitos abundantes, pero apelando a un complejo de representaciones compartidas que no necesitaba explicitar, enraizando con el mito áureo: Page 79 ojalá viviésemos en la edad dorada, sin leyes ni jueces, donde reina la paz y el amor entre los seres creados, cuya guía de rectitud es la ley natural anidada en sus corazones; pero ahora habría un sucedáneo porque la justicia la dice Dios o su vicario, el sabio rey que todos reconocen. Así pues, este argumento vincula explícitamente la justicia al rey, que es la "viva ley" y "sobre todas las leyes civiles", haciendo una conciliación de esta afirmación simbólica de la racionalidad del poder con otros requerimientos técnicos procesales, la inmediatez y celeridad de la decisión, paradójicamente obtenibles prescindiendo del mismo proceso (sin procedimientos, formas ni solemnidades) 9.

Francamente, la función justiciera del monarca proyecta la imagen del gobernante divinizado en el ejercicio del castigo y la misericordia, permite presentar al rey como juez y legislador, representando su supremacía simbólica como vicario de Dios y ley animada, titular del supremo poder de castigar y, correlativamente, del poder de agraciar 10.

Hay paz en la república cuando el rey es obediente a la ley de Dios, los magistrados a su rey, los particulares a entrambos, los hijos a los padres, los esclavos a los señores (GCI1, 31, l: 329). Así resume el libro I de la Utopía de Moro, sin compartir, en cambio, su antimilitarismo, pues Márquez reconoce la necesidad y utilidades de las guerras. Con todo, bien podemos decir que el orden político es reflejo del orden universal y del respeto de las jerarquías.

Toda la argumentación sobre la vinculación del soberano a las leyes positivas estriba en la conexión entre éstas y la ley divina. El postulado básico es que los reyes están sujetos a la ley divina. Precisamente para manifestar claramente esta obligación promulgó Dios las Tablas con publicidad bastante y escribió la ley moral del decálogo, más los preceptos ceremoniales y judiciales del Levítico (GC I, 17, 2: 91.).

En aparente contradicción con lo antes afirmado, también nos dice que están sujetos a las leyes civiles, pero entendamos bien qué significa. Las leyes que promulgan los reyes son copia de la ley divina y en ello radica el fundamento de la obligación del soberano de someterse a sus propias leyes. Rotundamente excluye que el contrato entre rey y pueblo, celebrado el día de su elección o designación, genere una obligación que limite al soberano (GC II, 2, 1: 209-210). Su fuente primordial es Gabriel Vázquez, quien sí se extiende en descalificar el fundamento de la obligación ex conventione antiqua principum facta cum regno, sin mentar sus partidarios 11. Márquez es menos sutil, Page 80 constreñido como está por su armazón escriturario: no puede derivarse la obligación del pactum subiectionis, porque si así fuera no habría alcanzado a los gobernantes designados directamente por Dios, como lo fueron Moisés, Josué, Saúl y David. Estos que recibieron directamente de Dios la potestad no hubieran tenido obligación de conformarse con el pueblo en el cumplimiento de las leyes positivas, contra lo que generalmente enseñan los doctores 12. Y concluye: la raíz de la obligación que tienen los reyes de someterse a las leyes civiles procede de que éstas son conformes con las divinas.

Los reyes y, por extensión, cualquier autoridad suprema, deben cumplir sus leyes, no obstante que ellos mismos las hayan puesto y nadie tenga autoridad de mandarles, "porque no decimos que están obligados a cumplirlas porque se deban obediencia a sí mismos, sino porque la deben a Dios y a la ley natural, que quiere que la cabeza concuerde con los demás miembros y tenga por justo para sí lo que quiere que lo sea para otros" (GCII, 2, 1: 210). Hace el mismo planteamiento que Vitoria y Soto 13. De otra manera, sería grave desigualdad que fuese inmune, o aunque aparentase la igualdad sería hipocresía y simulación. Si las autoridades no cumplen con las leyes será menos probable que los ciudadanos las acaten (GCI, 3, 13: 63), pero con ello está advirtiendo a los gobernantes que guarden las leyes divinas y se comporten con piedad y religiosidad también en su casa, dirigiendo la plática tanto a los magistrados "que no son exentos de las leyes civiles", como al soberano (que sí lo está).

Es razón tan poderosa la que impone la ley divina y natural que algunos opinaron incluso que el príncipe no está sólo obligado en conciencia sino que incurriría en pena que podría ejecutar la república. Pretenderían cancelar la célebre distinción escolástica de la eficacia de la ley en coactiva y directiva, que hunde raíces en la digna vox justinianea, curiosamente aquí no citada pero que todos los sumistas exponen en sus comentarios a la Prima secundae (q. 96, a. 5). Sin...

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