Valores y sentimientos: Un enfoque freudoemotivista

AutorCarlos Alarcón Cabrera
CargoUniversidad de Huelva
Páginas149-180

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El presente artículo aborda la cuestión del emotivismo ético y axiológico. En primer lugar haré referencia a las tesis del filósofo pragmatista americano John Dewey y a las del positivismo lógico del Círculo de Viena, que, aunque sin desarrollarlas, anticiparon algunas de las ideas emotivistas posteriores, y que han sido frecuentemente infravaloradas en los estudios sobre el tema; en segundo lugar aludiré a la posición de Charles Stevenson, el autor que con más frecuencia se identifica con el emotivismo, procurando destacar lo inexacto e incluso inadecuado de tal identificación; en tercer lugar analizaré la perspectiva de Alfred Ayer en Lenguaje, verdad y lógica (1936), obra en la que en mi opinión se explican y defienden con mayor solidez las tesis emotivistas, y a su influencia en Alf Ross; y en cuarto lugar trataré de esbozar una reformulación de las tesis emotivistas a través de la noción freudiana de «superego», útil en mi opinión para complementar la perspectiva metapsicológica que es presupuesta -aunque en escasas ocasiones explicitada y desarrollada- por las teorías emotivistas.

  1. El emotivismo puede definirse como la interpretación de las expresiones éticas y valorativas en términos de emociones, de sentimientos, y por consiguiente como ajenas a procesos racionales. No cabe duda de que, así entendido, son numerosas las doctrinas que a lo largo de la historia de la filosofa se han acercado a él, pero en la presente nota me centraré en la corriente teórica que surge en los años treinta en el entorno filosófico anglosajón en momentos en los que ejercían un relativo dominio la teoría referencial del significado y el realismo intuicionista axiológico.

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    En efecto, en los años siguientes al final de la primera guerra mundial la mayoría de las discusiones filosóficas giran alrededor del Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein, el cual se dirige a desarrollar una filosofía del lenguaje basada en la proposición como figura o modelo representativo de la realidad, la cual es conocida en tanto que se comprendan los signos proposicionales. Exceptuando la última parte del Tractatus, en la que se afirmará que la ética trasciende al lenguaje y es por consiguiente inexpresable1, todo el resto del libro asume la perspectiva semántica de que el análisis língüístico debe centrarse en las relaciones entre las expresiones de un lenguaje y sus referencias o estados de hecho a los que se refieren. Esas relaciones referenciales se reflejan en la representabilidad (le los hechos mediante el lenguaje y en la atribución de sentido al propio lenguaje, lo que le asegura su correspondencia con el mundo externo2. En este contexto la teoría referencial del significado es aceptada generalizadamente. Los signos lingüísticos significan aquello a lo que se refieren, y del mismo modo que objetos como las casas, los coches o las mesas son el significado de los términos «casa», «coche» o «mesa», también propiedades naturales como la blancura o la agudeza musical son el significado de los términos «blanco» o «agudo».

    El lenguaje cumple así una función cognoscitiva consistente en la simbolización de la referencia del signo al objeto o estado de cosas correspondiente. Oponiéndose al idealismo, Moore destacó que esta relación cognoscitiva no se debe entender como relación interna de pertenencia del objeto a la conciencia, sino como relación externa que no modifica la naturaleza de las entidades significadas ni afecta a las propiedades o cualidades de los signos, y así hay que entender su afirmación de que somos intuitivamente conscientes de la noción de lo bueno como atribución a la ética de la misión de analizar las proposiciones lingüísticas que se pueden hacer sobre las cualidades de las cosas denotadas por el término bueno. De forma análoga a como el término «blanco» significa la propiedad natural de la blancura, que percibimos con nuestro sentido visual, y a como el término «agudo» significa la propiedad natural de la «agudeza», que percibimos con nuestro sentido auditivo, también el término «bueno» significa la propiedad de la bondad, pero esta propiedad noPage 151 es natural, no se percibe sensorialmente sino extrasensorialmente, intuitivamente3.

    Frente al semanticismo de la teoría referencial del significado y frente al realismo intuitivista, el emotivismo surge destacando una segunda función del lenguaje, más importante aún que la función cognoscitiva, consistente en la expresión de los sentimientos e intenciones conscientes e inconscientes de quienes formulan enunciados lingüísticos. Esta fuerza o valencia pragmática del lenguaje domina sobre su dimensión semántica, que incluso queda dirigida por ella.

    1.1 Usualmente, las tesis del emotivismo axiológico se personalizan en Alfred Ayer y en Charles Stevenson, en particular en sus respectivos libros Lenguaje, verdad y lógica (1936) y Ética y lenguaje (1944), aunque a mi juicio las tesis que mantiene Stevenson no son emotivistas, ni siquiera eclécticas, tal como él parece pretender, sino que oscilan ambivalentemente e incluso anárquicamente entre el conductismo y el intelectualismo, entre el irracionalísmo y el racionalismo.

    Sin embargo, en los cincuenta años anteriores a los libros de Ayer y Stevenson varios filósofos esbozaron algunas de las ideas emotivistas. En concreto, me referiré en este primer epígrafe al pragmatista John Dewey y a los positivistas lógicos del Círculo de Viena Moritz Schlick y Rudolf Carnap.

    Antes de que acabara el siglo XIX, el filósofo americano John Dewey mantuvo, en su ensayo The Study of Ethics. A Syllabus (1894), que los juicios de valor tienen un origen impulsivo, proceden de impulsos («impulses»). Los valores morales consisten en la expresión o materialización de impulsos, cuyos contenidos se plasman en ideales, objetivando así a posteriori lo que a priori es subjetivo. Dewey consideraba su teoría como un «idealismo pragmático», opuesto al idealismo abstracto según el cual los impulsos, y la acción en general, se dirigen hacia los ideales, pero se agotan con la presencia de éstos4 .

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    La ética pragmatista de Dewey partía de la idea de que todo juicio moral es en sí mismo un acto moral, un acto moral lingüístico que representa una actitud no sólo teórica, sino también práctica. No se sitúa fuera de aquello a lo que se refiere, sino que constituye una parte de su desarrollo, hasta el punto de que la conducta moral es diferente después de la enunciación del juicio moral, y precisamente a causa de tal enunciación5.

    Cuando se enjuicia una conducta en relación con las condiciones objetivas de la acción, se hace ética social, afirma Dewey, pero lo más relevante desde el punto de vista de la teoría ética no es el análisis de la conducta en relación con las condiciones de la acción, sino en relación con el agente, razón por la cual Dewey tratará de construir una ética no social, sino psicológica. Esta ética psicológica gira alrededor del concepto de impulso, porque Dewey sostiene que toda conducta es en un primer momento impulsiva en el sentido de que no tiende conscientemente a un fin. Cada impulso estimula la aparición de nuevos impulsos externos y de nuevas experiencias que representan reacciones ante el impulso primario, que queda así modificado. Este tipo de reacción, a la que Dewey denomina «mediación del impulso», es para él la base psicológica de la conducta moral6.

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    La reacción ante el impulso provoca que el impulso pase a tener un significado y quede idealizado, pero ello no debe, a juicio de Dewey, empujarnos a caer en la falacia ética consistente en separar el impulso de las experiencias inducidas, como si éstas fueran simples consecuencias externas que se siguen de un acto, porque para Dewey las consecuencias de un acto moral son también en sí mismas actos morales y nunca meros actos físicos, y la conciencia moral coincide con la conciencia de cada acto: «es el acto materializado en su pleno significado»7. Igualmente, los conflictos entre valores morales dependen de las mediaciones de los impulsos, ya que éstas cumplen dos funciones psicológicas contradictorias: idealizan los impulsos dándole valores y significados, y a la vez los controlan y dirigen. A partir de esta oposición Dewey define conceptos éticos como el de la bondad, la rectitud, la satisfacción, la normatividad o la obligación, esta última resultante de la modificación de impulsos primarios ante experiencias de respuesta8.

    1.2 A principios de los años treinta algunos filósofos del Círculo de Viena se interesaron también, a pesar de su óptica lógico-positivista, por los problemas éticos, sugiriendo claras perspectivas emotivistas. Es sobre todo el caso de Moritz Schlick y Rudolf Carnap9.

    En su libro de 1930 Fragen der Ethik (publicado como Problems of Ethics en la edición inglesa de 1939), Schlick partía de que la ética tenía como objeto de estudio la moralidad, lo moralmente valioso, lo que sirve de norma de la conducta humana; en una palabra, el bien. Y respecto a este objeto la ética sólo podía conocerlo, no podía producirlo ni tampoco decidir las entidades que caían bajo su concepto:

    ¿A qué objeto, a qué campo de estudio se refieren los problemas de la ética? Dicho objeto tiene muchos nombres, y los usamos en la vida diaria con tanta frecuencia que podría pensarse que sabemos exactamente lo que queremos designar con ellos: los problemas éticos conciernen a la "moralidad", o lo que es moralmente "valioso", a lo que sirve de guía de conducta o "norma" de la conducta humana, a lo que "es exigido" de nosotros o, finalmente y para decirlo con la palabra más antigua y sencilla, al "bien". ¿Qué hace la ética con ese objeto? Conocerlo. (...) Puesto que la ética es teoría y conocimiento, no tiene la tarea de producir el bien, ni en el sentido de darle realidad en el actuar humano, ni en el sentido de que tenga que estipular o decretar lo que esté "bien"

    10.

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    En tanto que establecen las condiciones que deben cumplir las...

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