La segunda oportunidad económica para las personas físicas: una aproximación crítica a sus aspectos más controvertidos
Autor | Roberto Niño Estébanez |
Cargo | Magistrado especialista en Derecho mercantil. Audiencia Provincial de Tarragona (Sección 1ª). |
Páginas | 20-34 |
A pesar de que el artículo 1 de la Ley 22/2.003, de 22 de julio, Concursal, establece que la declaración de concurso procede respecto de cualquier deudor, sea persona natural o jurídica1, lo cierto es que la Ley Concursal no trata a ambas por igual. La Ley Concursal creó un procedimiento para enjuiciar de modo unificado las diferentes situaciones de insolvencia, poniendo así fin a la variedad de procesos que estuvieron en vigor hasta el día 1 de septiembre de 2.0042, cuáles fueron los de suspensión de pagos, quiebra, quita y espera y el antiguo concurso de acreedores. Y junto con este principio de unidad de procedimiento, la Ley Concursal, asimismo, se asentó en el principio de unidad de disciplina legal, por el que se llevó a efecto la derogación de la regulación dispersa que en esta materia se hallaba contenida en el Código Civil, en la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1.881, en la Ley de suspensión de pagos de 1.922 y en los Códigos de Comercio de 1.885 y de 1.9293. La Ley Concursal, en definitiva, se asentó sobre los principios de unidad legal, de disciplina y de sistema4.
La unidad procedimental con la que fue diseñada la Ley Concursal estaba especialmente pensada para las personas jurídicas, en buena medida porque éstas eran las que mayoritariamente se veían inmersas en situaciones de insolvencia. Por este motivo la Ley Concursal previó reglas e instituciones concebidas para dar respuestas a los problemas en que podían incurrir las personas jurídicas insolventes; reglas e instituciones que se orientaban principalmente al pago de los acreedores y a favorecer la continuidad de la actividad profesional o productiva del deudor. Y así, desde un primer momento, pudo apreciarse que la Ley Concursal no resultaba útil para las personas físicas.
El procedimiento concursal resultaba poco atractivo, y por qué no decirlo, inútil, para el deudor persona física, fuera o no empresario, por muchos y diferentes motivos, entre otros: porque era muy difícil conseguir la aprobación de un convenio; los créditos con garantía hipotecaria y los créditos públicos quedaban al margen del concurso, cuando estas son las deudas más importantes de los consumidores y de los empresarios individuales; el concurso es en sí mismo un procedimiento judicial complejo, que de ordinario se prolonga en el tiempo, a lo cual ha contribuido la política legislativa de no crear más Juzgados de lo Mercantil, al menos uno exclusivo por provincia5; e igualmente, el concurso no era un proceso judicial barato, por lo que apenas podía ser asumido por un particular que atravesaba dificultades económicas; y además, no se contemplaba ninguna atenuación del rígido principio de responsabilidad patrimonial universal que proclama el artículo 1.911 Código Civil, a tenor del cual "(d)el cumplimiento de las obligaciones responde el deudor con todos sus bienes, presentes y futuros"6.
Hasta el año 2.013 la Ley Concursal no contempló ninguna excepción a la regla general conforme a la cual, una vez concluido el concurso por liquidación o insuficiencia de masa activa, el deudor persona natural quedaba responsable del pago de los créditos restantes y los acreedores podían iniciar procesos individuales de ejecución, en los que la inclusión de un crédito en la lista definitiva de acreedores se equiparaba a una sentencia de condena firme. Por el contrario, la declaración de concurso sí se presentaba como un proceso judicial práctico o útil para las personas jurídicas, pues una vez concluido el concurso por liquidación o insuficiencia de masa activa el juez acordaba la extinción de la persona jurídica -que no la extinción de la personalidad jurídica ni de las obligaciones pendientes de cumplimiento-7, pero las personas físicas no pueden ser disueltas ni liquidadas por mor del concurso.
Por tanto, la persona física que acudía al concurso y no lograba un convenio con sus acreedores, veía empeorar su situación económica al tener que afrontar los costes del concurso (entre otros: incremento de acreedores, pago de los créditos contra la masa, honorarios de la administración concursal, postulación procesal, etc.) y además los acreedores concursales pasaban a disponer de un título ejecutivo sin necesidad de tener que acudir al correspondiente procedimiento judicial. A todo ello había que anudar los efectos derivados de la hipoteca que en su caso hubiese constituido el deudor, al establecer, aún hoy, el artículo 105 de la Ley Hipotecaria que la hipoteca podrá constituirse en garantía de toda clase de obligaciones y no alterará la responsabilidad personal ilimitada del deudor que establece el artículo 1.911 del Código Civil.
Es un hecho notorio, por consiguiente, que el procedimiento concursal no ha sido útil para aquellos consumidores y empresarios individuales que han tenido que afrontar una situación de sobreendeudamiento. Los números hablan por sí solos. Si tomamos como referencia el año 2.014, como año inmediatamente anterior a la entrada en vigor del actual procedimiento de exoneración de deudas, en España sólo se tramitaron 646 concursos a instancia de personas físicas. En el extremo opuesto podemos encontrar a los Estados Unidos de Norteamérica, en donde existe legislación específica sobre segunda oportunidad desde la "Bankruptcy Act" de 1.898, con mecanismos de discharge o fresh start, en el que durante el mismo año 2014 se tramitaron 884.956 procedimientos de insolvencia referidos a personas físicas y a empresarios individuales.
El fracaso de la Ley Concursal para afrontar las situaciones de insolvencia de los consumidores era además poco compatible con uno de los principios rectores de la política social y económica de nuestra Constitución8, cuyo artículo 51.1 exige a los poderes públicos que establezcan procedimientos eficaces para proteger los legítimos intereses económicos de los consumidores. El estallido de la burbuja inmobiliaria en la primavera de 2.007 y los perniciosos efectos de la crisis económica que aún perduran, dejaron prácticamente desamparados a los consumidores insolventes, y en especial a aquéllos que además eran deudores hipotecarios, por lo que los poderes públicos españoles ya no podían obviar aquel principio constitucional. La inutilidad de la Ley Concursal para reorganizar de forma racional y razonable la insolvencia de los deudores de buena fe, en un contexto de profunda crisis económica, no hacía sino potenciar la economía sumergida (o economía informal) que durante las últimas décadas ha venido representado entre el 15 y el 25% del Producto Interior Bruto del Estado español9.
Esta situación fue puesta de manifiesto, entre otras instituciones, a nivel doméstico por el Banco de España, en su informe anual de 2.012 así como por el Defensor del Pueblo, en su informe titulado "Crisis económica e insolvencia personal", publicado en 2.013; y a nivel internacional las sugerencias, cuando no advertencias, procedieron de instituciones tales como el Fondo Monetario Internacional, en sus informes de 7 de julio de 2.014 y 8 de junio de 2.015; y de la Comisión Europea, con la Recomendación de 12 de marzo de 2.014, sobre un nuevo enfoque frente a la insolvencia y el fracaso empresarial.
Es también un hecho notorio que la crisis económica que aún padecemos ha perjudicado principalmente a la clase media, posición de la que muchas familias "salieron" debido a la crisis. Circunstancias no imputables a muchas familias como la pérdida del empleo, la reducción del salario o de otros ingresos, la pérdida de clientela, el fallecimiento de familiares, enfermedades y situaciones de dependencia, entre otras, hicieron que muchos particulares y empresarios individuales se vieran inmersos en situaciones de insolvencia que en no pocas ocasiones acabaron traduciéndose en escenarios de exclusión social, en los que muchas personas no sólo perdían su vivienda y su patrimonio sino que también debían luchar contra la lápida que les imponía el artículo 1.911 del Código Civil.
De esta forma, los potenciales emprendedores que de buena fe se vieron inmersos en una situación de insolvencia, no sólo perdían cualquier estímulo para volver a emprender, sino que se veían aislados socialmente. En este estado de cosas, el legislador estatal reaccionó tímidamente con la aprobación de la Ley 14/2.013, de 27 de septiembre, de apoyo a los emprendedores y su internacionalización (Ley de Emprendedores, en lo sucesivo), que introdujo en la Ley Concursal su Título X con la rúbrica "El acuerdo extrajudicial de pagos" (arts. 231 a 242, ambos inclusive) y creó la figura del "mediador concursal" (que ni es mediador ni es concursal); con esta reforma, por primera vez, se permitió excepcionar el principio de responsabilidad patrimonial universal. El acuerdo extrajudicial de pagos, cuya redacción original no llegó a estar en vigor ni dos años, fue un completo fracaso: sólo resultaba aplicable al empresario persona natural y dejaba al margen a las personas naturales no empresarias; su éxito dependía del cumplimiento de demasiados requisitos y eran pocos los alicientes que ofrecía. Y aunque esta primera vía de exoneración de deudas se introdujo en una norma destinada a los emprendedores, en rigor no resultaba aplicable a éstos sino a deudores no emprendedores.
Incluso desde una perspectiva exclusivamente referida a la generación de ingresos públicos, la resistencia del legislador estatal a introducir procedimientos para que los deudores de buena fe tuvieran una segunda oportunidad (bajo ciertas condiciones y previa...
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