La responsabilidad del fabricante
Autor | Jesús Quijano González |
Cargo | Catedrático de Derecho Mercantil Universidad de Valladolid |
Páginas | 40-57 |
La regulación diferenciada de la responsabilidad de los fabricantes por los daños que puedan causar los productos defectuosos que colocan en el mercado es relativamente reciente. Aunque en el Derecho español de protección de consumidores había alguna aproximación al asunto (concretamente en la Ley General de Defensa de los Consumidores y Usuarios, de 1984, como tendremos ocasión de analizar a continuación), el verdadero impulso del régimen vigente procede de la Directiva europea de 25 de julio de 1985, directamente referida al tema.
Hasta entonces, los caracteres y la naturaleza de la responsabilidad de los empresarios fabricantes de productos obedecían a la tipología general de la responsabilidad civil de cualquier deudor que lo fuera por haber causado un daño a terceras personas, los consumidores o usuarios de sus productos defectuosos. De acuerdo con ese principio tradicional, un empresario debería asumir la misma responsabilidad que cualquier otro deudor: contractual o extracontractual, según derivara del incumplimiento de una obligación contractual o preestablecida, o de una infracción del deber general de no dañar a otro; por hechos propios o de otros, en función de que en la organización de su empresa dispusiera de auxiliares de cuyos actos ilícitos frente a terceros debiera responder cuando actuaran en el ejercicio de sus funciones; personal e ilimitadamente, con todos sus bienes presentes y futuros, conforme a la regla del artículo 1911 del Código Civil.
Sin embargo, ese principio tradicional fue experimentando a lo largo del tiempo el impacto combinado de varias tendencias que se nutrían de la idea del riesgo empresarial, bien para limitarlo, bien para atribuir las consecuencias perjudiciales de tal riesgo a quien también se aprovechaba de los beneficios que la actividad empresarial generara. Y así fueron tomando cuerpo y sentido históricamente la limitación de responsabilidad de los socios, que no la de la propia sociedad que responde con su todo patrimonio frente a los acreedores sociales; o el recurso a la extensión de la responsabilidad, no sólo de los auxiliares al empresario, sino también la de éste a otros, sea al empresario oculto, al administrador de hecho, a la sociedad dominante del grupo, al socio único, al mayoritario o al de control, de forma directa o a través del levantamiento del velo; o la forma de responsabilidad solidaria, expresa o presunta, cuando varios deudores concurrieran en la misma obligación mercantil y frente al mismo acreedor, sistemáticamente aplicada en casos de pluralidad de deudores, aun a falta de una regla que lo estableciera de manera directa; o, en fin, la delimitación de supuestos de responsabilidad objetiva, o cuasi objetiva, en el que el empresario debiera asumir el riesgo de empresa en forma de reparación de los daños derivados, como consecuencia negativa, ya que también se apropia de los resultados positivos de la actividad que organiza.
Esta última tendencia de socialización de daños y objetivación de responsabilidad es la que inspira la evolución normativa hacia un tratamiento diferenciado de la responsabilidad de los fabricantes por los daños que causen los productos defectuosos que ponen en el mercado, muy relacionada también con los fenómenos de la producción y el consumo en masa, y, por tanto, con la posibilidad de que el daño alcance en esos casos a un número potencialmente elevado, o indefinido, de eventuales perjudicados. Lo que, en definitiva, ha sucedido es que el régimen común aplicable (el de la responsabilidad contractual del Código Civil por incumplimiento de las obligaciones derivadas del contrato, incluido el saneamiento por vicios ocultos, o el de la responsabilidad extracontractual por daño a otro, con base en el 1902 del Código Civil) se mostró insuficiente e inadecuado en ese contexto de relaciones contractuales en masa y de riesgos crecientes para consumidores y usuarios; y esto es lo que motivó una reacción jurídica, en el ámbito de la protección de los consumidores, pero de fuerte impacto sobre la configuración de la responsabilidad de los empresarios, que producen, importan o distribuyen en el mercado.
La expresión más relevante de la citada tendencia fue, sin duda, la Directiva 85/374 CEE, del Consejo, de 25 de julio de 1985, sobre responsabilidad por daños causados por productos defectuosos, tanto por su novedoso y avanzado contenido, como por lo que significaba en cuanto a objetivo armonizador del derecho de los Estados miembros en un tema tan sensible. Pero no hay que olvidar que, poco antes, se había aprobado en España la Ley General para la Defensa de Consumidores y Usuarios (LGDCU), de 19 de julio de 1984, con un Capítulo VIII (“Garantías y responsabilidades”) en el que se contenían algunas reglas interesantes en la materia, a lo que vino a añadirse la ratificación por parte de España en 1987 del Convenio de La Haya sobre ley aplicable a la responsabilidad por productos, de 2 de octubre de 1973.
En efecto, la LGDCU, en buena parte concebida como reacción normativa a aquel desdichado asunto del envenenamiento múltiple por consumo de aceite de colza, desviado al consumo y vendido a granel, incluyó en los artículos 25 a 31 un conjunto de criterios que permitían apreciar que era conocida la Propuesta de Directiva que vería la luz poco después, ya que se acogían algunos de sus principios, aunque de forma un tanto imprecisa. Así, los artículos 25 y 26 imponían responsabilidad por daños y perjuicios, tanto desde la perspectiva del derecho de los consumidores y usuarios a ser indemnizados, como estableciendo la obligación de responder de los daños por parte de quienes producen importan, suministran y facilitan productos o servicios, pues el incipiente régimen resultaba de aplicación común al consumo de bienes y a la utilización de productos o servicios. Asimismo, el artículo 27 de la LGDCU enumeraba los eventuales legitimados pasivos que debían responder y en qué concepto (fabricante, importador, vendedor y suministrador, con especificación para productos a granel y productos envasados y etiquetados), atribuyéndoles responsabilidad solidaria frente al perjudicado, con derecho de repetición interno. Incluso el derecho a ser indemnizado se reforzaba con otros mecanismos añadidos, tanto materiales como procesales: así, la compensación por retraso en el pago de la indemnización, la posibilidad de establecer un seguro obligatorio de responsabilidad, o la previsión de un sistema arbitral para daños materiales y no personales, todo ello contemplado en los artículos 29, 30 y 31.
Más particular resultaba aún el especialísimo régimen de responsabilidad que contemplaba el artículo 28 de la LGDCU: una auténtica responsabilidad objetiva por “los daños originados en el correcto uso y consumo de bienes y servicios, cuando por su propia naturaleza o por estar así reglamentariamente establecido, incluyan necesariamente la garantía de niveles determinados de pureza, eficacia o seguridad, en condiciones objetivas de determinación y supongan controles técnicos, profesionales o sistemáticos de calidad, hasta llegar en debidas condiciones al consumidor o usuario”. El alcance de tan intrincada fórmula debió sugerirle al legislador la conveniencia de ejemplificar, y así lo hizo, pues el apartado dos del precepto enumeró un listado de supuestos que, en todo caso, quedarían incluidos en ese modelo de responsabilidad objetiva, a saber: productos alimenticios, los de higiene y limpieza, cosméticos, especialidades y productos farmacéuticos, servicios sanitarios, de gas y electricidad, electrodomésticos y ascensores, medios de transporte, vehículos a motor, juguetes y productos dedicados a los niños. Consciente del rigor establecido, el propio precepto limitó a continuación la cuantía indemnizatoria en 500 millones de pesetas, de entonces, cantidad revisable conforme al IPC. Quedó así configurado un sistema verdaderamente peculiar de responsabilidad, riguroso y cerrado, sin otra causa de exoneración, cuando se dieran los requisitos establecidos de garantía de seguridad, que el correcto uso o consumo, y teniendo en cuenta además el efecto limitativo del listado expresamente citado, al que habría que atribuir carácter exhaustivo en su momento, tal como estaba formulado, pues de haberse actualizado es muy probable que hubiera incluido la telefonía móvil, la informática, u otros aparatos de uso tan común como los que entonces se citaban. Y lo interesante del asunto es que el sistema, aunque con algunas modificaciones que en su momento se examinarán, permanece incorporado al vigente Texto Refundido de la LGDCU, pues su artículo 148 lo mantiene como régimen especial de responsabilidad, dentro de un capítulo dedicado a los “daños causados por otros bienes y servicios”.
Poco tiempo después de entrar en vigor la Ley española apareció la Directiva europea antes citada. En sus Considerandos marcaba con claridad el doble objetivo que perseguía: en primer lugar, armonizar los derechos nacionales mediante un sistema de responsabilidad de fabricantes que funcionara de manera homogénea en todos los estados miembros, pues, de lo contrario, resultaría una protección desigual de los consumidores con la consiguiente ruptura de la unidad de mercado y de la libre circulación (“un mercado único, donde los fabricantes puedan distribuir libremente su producto, exige un mismo nivel de protección de los consumidores”); en segundo lugar, se trataba de establecer un sistema de reparto justo de los riesgo implícitos en la producción técnica moderna (“los fabricantes que controlan procesos de producción en masa y a gran escala de bienes, deben...
Para continuar leyendo
Solicita tu prueba