La renuncia de derechos y la buena fe contractual en el ámbito de las normas imperativas de protección

AutorMargarita Jiménez Horwitz
CargoProfesora Titular de Derecho Civil Universidad de Granada
Páginas514-552

Page 514

Introducción

El Derecho de los contratos ha sufrido transformaciones sorprendentes en el intento de realizar una protección especial y característica del consumidor. En esta tarea no se han escatimado esfuerzos. El contrato se somete, por sistema, a un control de calidad o validez que detecta los desequilibrios en perjuicio del consumidor y reconduce el intercambio a un orden adecuado, justo o, mejor dicho, ajustado a los recíprocos intereses de las partes contratantes. Sobre estas razones no es necesario insistir mucho porque significan ya doctrina arraigada en el Derecho privado europeo. Pero la tarea de pensar hacia delante con la intensidad que impone el ritmo de europeización, el trabajo de construir y sistematizar los nuevos conceptos y su propio lenguaje, requiere un esfuerzo tan grande que van mermando las fuerzas para mirar hacia atrás. Y puede caer en el olvido, incluso, la ratio de equilibrio recíproco que fue el motor de los cambios. A poco que se aprenda por inercia la protección del consumidor, puede ocurrir el perjuicio de las expectativas también legítimas del otro contratante. Las exigencias de la buena fe se estiran tanto de un lado, con criterios jurídicos rigurosos y asépticos, que, al menor descuido, el contrato puede acabar en un equilibrio formal de derechos y obligaciones que, en realidad, significa un desequilibrio económico del otro lado. En particular, la práctica jurídica ha aprendido a realizar linealmente el Derecho dispositivo en salvaguardia del interés del consumidor. El clausulado de condiciones generales que se aparta de la cuadrícula legal deviene nulo sin más consideraciones. De esta suerte, el contrato se limpia con facilidad del contenido anormal y el espacio libre lo retoma por entero el orden legal. Es como si el Derecho dispositivo resultase imperativo como santo y seña del contrato de buena fe. La sentencia del TJCE de 1 de abril de 2004 expresa este peligro. Sus argumentos predican al respecto moderación en la forma de entender la función proteccionista del Derecho dispositivo y, al mismo tiempo, un concepto abierto del contrato de buena fe que realice, en verdad, un equilibrio a medio camino entre los intereses de ambos contratantes. Se puede apreciar también un reencuentro de la jurisprudencia comunitaria con la lógica del precio que permite retomar posiciones más templadas, o si se prefiere, más realistas, en la valoración del equilibrio contractual. Todo ello resulta sugerente y explica el esfuerzo de acercarnos a la sentencia desde atrás, y despacio, recorriendo el camino ya andado en la materia, en el intento de aprender razones equilibradas, de buena fe, quePage 515 permitan justificar en el centro aquellos devaneos extremos hacia el lado del consumidor.

El control del contrato puede significar un orden todavía más estricto marcado ab initio por las normas sustancialmente imperativas. La palabra consumidor se llena entonces de razones de justicia contractual definitivas que predican un recorte tan extremo de la iniciativa privada que impide, incluso, el intento de un primer esbozo del contrato que prescinda de los imperativos legales. Y cada vez con más intensidad. Se está perdiendo la timidez del primer momento. La norma imperativa actúa bloques compactos de remedios con un rigor tan extremo que los pretendidos derechos más bien recuerdan el trazo de un régimen impuesto al consumidor. A poco que se levante el barniz proteccionista se descubre con sorpresa cómo la norma termina jugando las cartas del profesional o empresario. Más concretamente, en la reciente reforma legal de la venta de bienes de consumo, el elenco de derechos que, con carácter imperativo, le vienen dados al consumidor significa, finalmente, un orden jerárquico en la forma de actuar los remedios del incumplimiento que realiza el interés del vendedor. También esta perspectiva sugiere que averigüemos las verdaderas razones del equilibrio impuesto por la ley, o, si se prefiere, las verdaderas razones que subyacen bajo el eslogan proteccionista de la ley.

1. La renuncia a los derechos legales: detonante de la buena fe y sus razones derivadas

El profesor De Castro explicó hace ya bastante tiempo los peligros de la llamada renuncia a las leyes1. Advirtió, en particular, que los pactos que excluyen o limitan el Derecho dispositivo significan un instrumento apropiado para realizar un perjuicio injustificado de las expectativas del consumidor. El contratante más fuerte impone al otro contratante un recorte a la baja de los derechos que le vienen dados en la ley, sin otorgarle a cambio de ello compensación alguna u otorgándole una compensación insuficiente que sigue realizando un desequilibrio objetivo2. Y todo ello recubierto con la legitimación que otorga el dogma de la voluntad negocial, reforzada, además, por la gran obra de la pandestística alemana. El Dere-Page 516cho dispositivo se identifica con las normas de mera eficacia supletoria. «Puede ser barrido in toto por la voluntad de las partes»3. El límite institucional de la renuncia a la ley tiene su trazo en la estrecha franja de las normas imperativos (art. 1255 del Código civil). Solamente en este pequeño reducto del Derecho de los contratos, la renuncia a la ley deviene ilícita.

Así, con buenas maneras, respetando formalmente las reglas bien trabadas del sistema, el contrato se vacía de contenido en perjuicio de un contratante para provecho de otro. Esta maniobra es todo un clásico de la historia moderna del contrato. Los mismos dogmas que legitimaban el sistema encerraban la trampa. La voluntad ilimitada de un grupo social poderoso (empresarios o profesionales) emplea la forma de contrato para desplazar el derecho legislado en propio interés y en perjuicio del llamado contratante débil. En particular, las condiciones generales de la contratación significan un procedimiento privilegiado para realizar la imposición de cláusulas abusivas. Las debilidades del propio mercado se desdoblan en debilidad contractual del consumidor4. El adquirente de bienes y servicios alcanza sólo a realizar la pesada de las variables esenciales del intercambio: precio-contraprestación («la cosa y la causa», art. 1262 CC) y abandona en manos de la otra parte la organización de los derechos y obligaciones recíprocos que concretan y aseguran (o, mejor dicho, deberían concretar y asegurar) la realización efectiva de aquella proporción5. En este sentido característico la situación de inferioridad significa dos cosas: falta de información e imposición. Como no puede soportar los costes económicos de la información, el consumidor no negocia ni consiente el entramado de derechos y obligaciones; simplemente se adhiere al paquete cerrado hecho por el profesional o empresario (condiciones generales y cláusulas predispuestas). Termina así aceptando a ciegas las decisiones contractuales tomadas por la otra parte en propio interés. Y aún cuando fuese consciente del perjuicio que encierra laPage 517 propuesta empresarial, y la lógica del propio interés lo empujase a buscar otras ofertas de condiciones contractuales más beneficiosas, en más de una ocasión, no podría decidir en este sentido; sencillamente, no hay una alternativa razonable a adherirse a las condiciones generales, porque no es eficiente comparar previamente a decidir. Esta forma o procedimiento de contratar actúa la llamada crisis del sistema. Ya se sabe el estribillo: el contrato realiza, en contra de las exigencias de la buena fe, un desequilibrio importante de los derechos y obligaciones de las partes en perjuicio del consumidor.

El criterio doctrinal tomó buena nota de estos peligros. A raíz de los estudios sobre condiciones generales, y, sobre todo merced a la obra de Raiser6, las tornas cambian en la caracterización del Derecho dispositivo. La regulación legal de los contratos no se concibe ya como un derecho marginal, de mera eficacia supletoria. Significa algo más. «Son preceptos en los que el legislador ha ponderado cuidadosamente la situación normal de los intereses de las partes, tienen una función ordenadora, por lo que no pueden ser desplazados sin una razón suficiente»7. Este criterio de normalidad deviene una razón de justicia contractual, al mismo tiempo. El Derecho dispositivo realiza la naturaleza misma de los contratos onerosos. Expresa la «justicia conmutativa» (reciprocidad de prestaciones e intereses) que es la que debe informar las relaciones contractuales. Significa un equilibrio de buena fe. O, si se prefiere, la buena fe se expresa de manera privilegiada en el Derecho dispositivo. Por esto mismo, en aquellas formas de contratación sospechosas de realizar un perjuicio sistemático del llamado contratante débil, el orden legal se concibe como un modelo de referencia8. Se convierte en una especie de zona de resistencia. Para igualar la legitimación que lo envuelve es necesario actuar otra ratio de buena fe.

Entre nosotros introduce estas ideas el profesor De Castro. Manejando con agilidad la doctrina alemana, organiza un salto espectacular por encima de las cláusulas que realizan un desequilibrio contractual en perjuicio del consumidor para alcanzar de nuevo el terreno seguro del orden legal. Se produce un mestizaje característico entre el Derecho dispositivo y el contrato de buena fe que desemboca en un juicio de validez del contenido contractual. Las desviaciones del régimen legal levanta sospechas que exclusivamente se desvanecen si...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR