Política, poder y regionalismo europeo a la luz del federalismo integral de Denis de Rougemont

AutorMartínez i Seguí - Joan Alfred
CargoUniversitat de València
Páginas391-412

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Desde la óptica de denis de rougemont (1906-1985), la política cabe entenderla, antes que nada, como política de la persona en relación comunitaria, es decir, como «l’art d’aménager une cité pour que tout homme y trouve sa chance d’être humain».1 semejante enfoque, centrado en la garantía de la dignidad humana y de las posibilidades de desarrollo del ser humano, sitúa a rougemont, en medio del siglo xx, a título de firme pilar en la labor de fundamentar la filosofía de los derechos humanos en el seno del humanismo de inspiración cristiana. En este sentido, su actitud federalista postula la necesaria transformación de la

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razón de estado -de los fines de uniformización excluyente hacia el interior y de conquista hacia el exterior- en unos fines cívicos de la persona. Y ello, en concordancia con charles Péguy, quien, con anterioridad, también denunció el discurso del poder totalizador de la izquierda y de la derecha que anteponen la «mecánica» de la consecución o del ejercicio del poder estatal a la «convivencia humana», esto es, a una verdadera comunicación, comunidad y comunión de los seres humanos2.

Así pues, este cambio imprescindible, desde la exaltación del poder colectivo y el enaltecimiento del prestigio y potencial económicomilitar del estado-nación hacia la salvaguarda indisociable de las libertades personales y de las responsabilidades cívicas dentro del modelo federalista, centra el núcleo de la filosofía política rougemontiana3. «c’était le défi que ma génération affrontait dans les années 30. Les nazis, les fascistes, les communistes tentaient de donner des solutions, que nous jugions fausses, à ce problème fondamental que les démocraties ne voyaient même pas: le problème de la communauté»4.

Asimismo, desde una sensibilidad pareja, María zambrano aseveraría sobre el trazo filosófico orteguiano: «si se hubiera de definir la demo-cracia podría hacerse diciendo que es la sociedad en la cual no sólo está permitido, sino exigido, el ser persona»5.

Tal decisiva reorientación personalista y comunitaria comporta, de forma insoslayable, unas nuevas concepciones de la política, el poder y la ciudadanía democrática que, a continuación, trataremos de descifrar.

1. La política

En política, el autor suizo toma como punto de partida un principio inequívocamente perteneciente a la idea calvinista de ciudad: «la política del pesimismo activo o del activismo sin ilusiones»6. Actitud política que, en concomitancia con la de un emmanuel Mounier deter-minado por su «optimismo trágico»7, hunde sus raíces en la afirmación cristiana de un dios trascendente y trinitario. Dogma de la Trinidad

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que aparece así, por traslación analógica, en teoría básica de una ética solidaria y de una política pluralista de la persona, donde la plena realización del ser humano sólo se alcanza a través de la comunión, en el compartir y, en definitiva, en la recíproca apertura al otro8.

Con esta visión protestante como trasfondo, podríamos mostrar la captación del fenómeno político en rougemont a modo de punto central de un conjunto en movimiento dialéctico; conjunto que constituye el hecho social integral. Tal caracterización se configura mediante una doble aproximación sucesiva.

Ante todo, la observación del dinamismo de la política, que sitúa en su centro a la persona y, a la vez, esta última que ubica a la comunidad en su interior, con lo que se forma un círculo de compromisos enlazados. En primer lugar: «La révolution que j’appelle, qui fera seule l’europe, [...] consiste, en remarquable analogie avec la renaissance et ses étapes, à déplacer le centre du système politique, non seulement de la nation vers l’europe, mais encore vers l’humanité dans son ensemble et en même temps vers la personne»9. Y en segundo lugar: «La conquête de la personne, [...] pour situer en ce centre de l’homme le centre de la société»10.

Seguidamente, la irrupción de la vocación política del hombre (donde se inserta la ética de la persona) en la encrucijada entre la vocación material (el trabajo y la economía) y la vocación espiritual (el espíritu, la cultura y la religión). Esta relación dialéctica en continua fluctuación, evidenciada en los escritos rougemontianos desde el decenio de 1930, vendría a enriquecerse justo en el umbral de los años setenta, momento en que, en sintonía con la naciente ecoética, el pensador de neuchâtel añade un nuevo factor dentro de lo ético-político: la ecología11.

Discernida pues la estructura básica de la política federalista, adaptada al acontecer de una sociedad dinámica en transformación constante, ésta no estaría completa si no apuntásemos los principios rectores de su funcionamiento. Algunos de ellos, a excepción del de subsidiariedad (que por razón de su importancia trataremos más adelante en relación

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con la división del poder soberano del estado), fueron enumerados por rougemont en una lista abierta ya a partir de 194712. Eso sí, siempre después de una juiciosa contemplación de la experiencia federal en su suiza natal y en referencia al entonces incipiente proyecto europeísta. Estos principios rectores son los siguientes:

  1. La federación no puede nacer más que de la renuncia a toda idea de hegemonía organizadora, ejercida por alguno de los estados que forman parte de ella. La unión buscada a través de medios imperialistas se convierte en unificación forzada y, por tanto, en caricatura de una verdadera unión.

  2. El federalismo no puede surgir más que de la renuncia a todo espíritu de sistema. Ya que federar no es poner en orden según un plan geométrico a partir de un centro o de un eje; federar es, simplemente, concertar en conjunto, componer, tan bien como mal desde una óptica racionalizadora, estas realidades concretas y heteróclitas que son los estados, las regiones económicas, las tradiciones políticas... En definitiva, es coordinarlas atendiendo a sus características particulares, tratando a la vez de respetarlas y de articularlas en un todo.

  3. El federalismo no conoce el problema de las minorías. Mien-tras que el totalitarismo suprime el problema al eliminar a las minorías dentro de un sistema cuantitativo, el federalismo prima la calidad. Es por ello que se entiende justo, por ejemplo, otorgar los mismos derechos de la mayoría a las minorías.

  4. La federación no tiene por finalidad borrar las diversidades y fundir todas las naciones en un solo bloque, sino, al contrario, salvaguardar sus propias calidades. No aparece aquí la tolerancia en un sentido negativo, sino el deseo de que cada miembro federado acepte el reto de dar lo mejor de sí mismo, a su manera y según su genio.

  5. El federalismo se sustenta sobre el amor a la complejidad, por contraste con el simplismo brutal que denota el espíritu totalitario. La vitalidad cívica de un pueblo, una rica complejidad en interacción, configura la condición esencial de las libertades personales, de tal forma que la política federalista no es nada más que la política en sentido genuino: el arte de organizar la ciudad en beneficio de los ciudadanos. Por su parte, los métodos totalitarios cultivan la antipolítica, la supresión de las diversidades por incapacidad de componerlas en un todo orgánico y vivo.

  6. Una federación se constituye mediante un acercamiento constante, a través de una aproximación de las personas y de los grupos, y no por medio de un centro o por la acción unívoca de los gobiernos.

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como vemos:

l’idée fédéraliste est très simple, mais non pas simple à définir en quelques mots, en une formule. C’est qu’elle est d’un type organique plutôt que rationnel, et dialectique plutôt que simplement logique. [...] elle cherche [...] le secret d’un équilibre souple et constamment mouvant entre les groupes qu’il s´agit de composer en les respectant [...]. On ne saurait trop insister sur ce double mouvement [...], sur cette interaction, cette dialectique, cette bi-polarité, comme on voudra, qui est le battement même du coeur de tout règime fédéraliste

13.

La constatación de la dificultad y la ambigüedad a la hora de conceptuar el federalismo se ha convertido, en efecto, en un tópico de obligado comentario por los estudiosos. Lo cual, no por casualidad, es aún más relevante en el caso del llamado federalismo integral, que busca una visión global de la actividad humana y rechaza cualquier sistematización cerrada, lanzándose así a una definición dialéctica solamente aproximativa, pero en permanente enriquecimiento. De hecho, y ya para concluir esta cuestión de los principios federalistas, hay que señalar el desarrollo posterior de la aportación rougemontiana en este punto, de la mano, sobre todo, de autores como Guy Héraud y Ferdinand Kinsky. Éstos, profundizando las perspectivas originales de rougemont, pero también de alexandre Marc y robert aron, clarificaron y recompusieron una tabla reducida de cuatro axiomas federalistas: autonomía, cooperación-solidaridad, participación y subsidiariedad14.

2. EL Poder

Al pasar, por tanto, a una segunda fase del análisis, nos circunscribiremos a explicar la nueva noción de poder, ligada a la visión federalista de la política. Inevitablemente, para el pensador neuchâtelés, ese poder a ejercer en la praxis de la federación no es otra cosa que el producto del desmantelamiento del estado-nación y de su correlativa soberanía absoluta.

Surgidos a partir de la segunda mitad del siglo xx, sin duda, el proceso de integración transnacional -principalmente ejemplificado en la construcción de unas instituciones europeas supranacionales-, sumado a la concomitante y complementaria regionalización interna de los estados nacionales, así como a los múltiples efectos de la actual globalización económica sobre las estructuras clásicas del estado democrático

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de derecho y su modelo de ciudadanía han sido elementos que han ayudado, todos juntos, a...

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