Régimen jurídico II

AutorJosé Ignacio Cano Martínez de Velasco
  1. OTRA CONSIDERACIÓN SOBRE EL DERECHO JUDICIAL

    Es muy probable que el jurista positivista, aferrado a la ley y receloso de cualquier otra fuente de derecho rechace el derecho judicial. Éste -pensará- es una grieta, un subterfugio con el peligro de atribuir a los jueces un poderío casi ilimitado para hacer cera del derecho y letra muerta de la ley. Se advierte el riesgo de que, con la tesis de que los jueces crean derecho a través de las reglas que emiten en la aplicación de la ley, el sistema positivo de normas jurídicas se desbarate ante el seísmo del poder judicial y el huracán del criterio de los tribunales de justicia. Es más, el derecho judicial podría llegar a confundirse con la "verdad material" o la "justicia material", auténtica deleznable ganga del derecho, que intenta sustituir la ley por el juez, como si la norma fuese nada más que un mero consejo o indicación sin absoluta fuerza vinculante.

    El civilista panjurista, pandectista y, sobre todo, normativista no puede aceptar que el juez derogue la ley. En esta consecuencia todos debemos estar de acuerdo. No obstante, no se defiende en absoluto en este libro la sustitución de la ley por el juez, sino, muy al contrario, un rigor implacable que ate al juez a la ley, que debe aplicar y de ningún modo su criterio. El juez, por lo tanto, siempre y en todo caso está obligado a la estricta observancia del sistema positivo, hasta el punto de incurrir en responsabilidad (civil, penal, administrativa) por no aplicarlo. No hay ni un solo subterfugio, ni una sola grieta ni un leve soplo de esperanza para la arbitrariedad.

    No obstante, hay casos y circunstancias de hecho en que el sistema positivo se aplica a través del criterio judicial. Ello sucede cuando una norma positiva principio general se opone (en el caso objeto de litigio) a una norma específica dictada para el supuesto de hecho. En esta coyuntura, el juez debe seguir el orden jerárquico de disposiciones legales y preferir el principio general a la disposición específica. Con ello, no deroga esta norma, sino que sencillamente la combina con otra norma superior, que es el principio general. Ciertamente, para juzgar que en el caso hay contraposición entre un principio y una norma especial es necesario, en efecto, un criterio. La repetición de éste una y otra vez le atribuye, por la propia naturaleza de la inercia, una relativa fuerza vinculante (para otros casos iguales o semejantes, ante el mismo juez o, en general, ante los jueces y tribunales). Ello va, poco a poco, transformando el criterio hasta que el mismo, además de serlo, adquiere el rango de una regla de derecho subsidiaria, secundaria, e indirecta. Cuya fuerza, alcance, significado y eficacia las tiene por remisión del sistema positivo (p. ej. art. 1128) o por reconocimiento de la labor judicial (arts. 1,6 Cc, 11,2 LOPJ).

    En el caso de la reserva de propiedad, que es muy ilustrativo en el asunto que estamos considerando, la disposición específica es la cláusula de reserva, según la cual el vendedor es durante ésta pleno y único propietario. Esto significa, a contra sensu, que el comprador no es propietario en absoluto. Pero he aquí que hay un principio general, que es "la mayor reciprocidad de intereses" en los contratos onerosos (art. 1289), fruto del principio general de máxima eficacia de los negocios jurídicos. Estos principios se oponen decididamente a que el comprador a plazos no reciba la propiedad con y desde la consignación. De modo que, por una parte, la cláusula de reserva impide la propiedad del comprador durante la ejecución del contrato, y, por otra, los aludidos principios despliegan su fuerza normativa para conseguir el traspaso inmediato del dominio. Ante tal conflicto de normas, el juez crea una regla dirimente y, con el rigor de la jerarquía normativa, da preferencia al principio general, sin por ello eliminar la norma particular, atribuyendo un tipo de propiedad menor (útil) al comprador.

    Este derecho judicial no se opone ni se desarrolla fuera del sistema positivo. Sencillamente, lo desenvuelve, lo encaja en el supuesto de hecho atendiendo a la peculiaridad de sus circunstancias. ¿Queda el peligro, por ello, de que el juez invente derecho? Claro que sí, pero este riesgo debe correrse, pues, si el juez creara derecho contra el ordenamiento, lo haría por error, ignorancia, falta de la debida necesaria formación jurídica, no porque pueda hacerlo.

  2. EL PRINCIPIO DE COHERENCIA

    El derecho judicial ha sido rechazado por el normativismo positivista. Considerado elemento externo y extraño al ordenamiento, esta opinión ve en él arbitrariedad. Solamente escuelas como la jurisprudencia de intereses o el derecho libre entienden la necesidad de que el juez corrija, complete o rectifique la ley actuando como un cirujano fuera del sistema.

    La jurisprudencia de intereses o la escuela libre del derecho admiten la discrecionalidad judicial, frente a las normas, por considerarla una exigencia de justicia. Nada de esto se propugna, pues el juez resuelve un conflicto de intereses, articulándolos entre sí mediante solventar la colisión entre las normas que los protegen, al aplicarlas en la proporción correcta. Esta función se llama principio de proporcionalidad, que exige la valoración que merezca cada interés en conflicto y lleva a una regla de coherencia en la aplicación de las normas. Si este resultado se consigue, habrá actuado el juez dentro de los límites y cauces legales.

    Por tanto, el derecho judicial es un sistema normativo menor, puro reflejo o proyección del ordenamiento positivo. Se circunscribe a la aplicación de las normas (en colisión), para lo que cuenta con reglas aplicativas. El ápice de la pirámide kelseniana es la norma hipotética ("rebus sic stantibus"); el ápice del derecho judicial es otra norma hipotética, norma menor en cuanto mero reflejo del ordenamiento, que es la regla de coherencia (entre las normas) basada en el principio de proporcionalidad (entre los intereses).

    Este derecho judicial angostado por el ordenamiento, alejado de la arbitrariedad, legalizado por las normas, enfocado a aplicarlas mediante reglas hermenéuticas, es una manifestación del más ortodoxo puro positivismo.

    El derecho judicial se compone de reglas dirimentes de las colisiones entre normas. Está sujeto a la salvaguardia de la jurisprudencia del Tribunal Supremo; lo que significa la posibilidad de que una sentencia de instancia sea casada, no por ponderar o articular el juez deficiente o torpemente los intereses enfrentados en el caso, sino por aplicar inadecuada o desproporcionadamente las normas (en posible colisión). Lo que se deriva de que la función del Tribunal Supremo es controlar la aplicación de las normas (casación por infracción de ley o de doctrina legal); es decir, vigilar el derecho en sí mismo y no tanto el hecho objeto de los autos, utilizado sólo como punto de referencia para calificar de correcta o incorrecta la aplicación de las leyes.

    Por lo tanto, el derecho judicial está antes de juzgar sometido al ordenamiento y después subordinado a la jurisprudencia. Existe, por ello, un control casacional sobre la aplicación del derecho por los jueces, que garantiza la legalidad. De ello se deduce que el derecho judicial no es un anarquista emboscado en el ordenamiento, un serio peligro para el principio de legalidad, una amenaza contra el normativismo positivista, ni tampoco consiste en arbitrariedad. Como se ha indicado, es producto y necesaria proyección del ordenamiento, que busca en el ius equum su propia perduración, mediante adaptarse a las circunstancias, a los cambios sociales y económicos y a nuevos planteamientos.

    La escuela normativista y el más acendrado positivismo deberían aceptar plenamente y sin reservas esta fuente secundaria, subordinada e indirecta de derecho, tan necesaria para que su rigor no se quiebre ante la carencia de la más elemental flexibilidad.

    En el supuesto de la reserva de dominio estas reflexiones llevan directamente a reconocer la acción publiciana a favor del comprador, ya que éste está usucapiendo durante la reserva. Esta es una acción útil, por lo menos de tercería de dominio, para levantar los embargos sobre la cosa trabados por los acreedores del vendedor. También podría -en esta línea- concederse al comprador una acción publiciana reivindicatoria frente a terceros poseedores, pero no frente al vendedor (todavía dueño). Lo que se basa, en contra de que el vendedor sigue siendo el dueño según el pacto de reserva, en la norma de la mayor transmisión de intereses en los contratos onerosos (art. 1289) y en la de que TODOS los contratos deben desplegar la mayor eficacia, lo que implica que la deben producir cuanto antes (la propiedad, según ello, debería transmitirse desde la consignación, no desde el pago total del precio aplazado).

    La doctrina legal, compuesta de las opiniones de los autores unánimemente reconocidos y aplicada por medio de reglas judiciales, no implica tampoco que el juez la cree, sino solamente que la interpreta. Incluso la función integrativa (p. ej. art. 1287) es normativa, ya que "suplir en los contratos la omisión de las cláusulas que de ordinario suelen establecerse" (art. cit.) no supone aplicar una regla judicial, sino necesariamente una norma positiva (costumbre, usos jurídicos de las partes, del ramo, del tipo de negocio que fuere...).

    El derecho judicial -lo hemos expuesto- utiliza una regla hermenéutica, que crea al efecto, para, en su caso, coaplicar en la proporción exigida por el principio de coherencia (entre las normas que componen el ordenamiento para que cada una ocupe un lugar preciso y no invada la esfera de aplicación de otra) dos o más disposiciones legales (o elegir sólo una de ellas con exclusión de las demás). Pero, en suma, aplica normas del ordenamiento, no criterios propios (útiles sólo como reglas interpretativas y aplicativas). En este sentido, el principio de coherencia, punto álgido del derecho judicial, no es forense sino positivo

    No...

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