Reflexiones sobre la justicia penal en España

AutorJosé Martín Ostos
CargoCatedrático de Derecho Procesal Universidad de Sevilla
Páginas25-65

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I Palabras previas

Son numerosos los aspectos de la actual justicia penal española que merecen una refl exión ad hoc. Incluso, podemos afi rmar que, en líneas generales, toda ella se encuentra afectada por dicha necesidad.

En efecto, al viejo texto procesal vigente se han ido incorporando, a lo largo de los años y a través de diversos regímenes políticos, unas reformas que, en cierta manera, lo han convertido en un cuerpo casi irreconocible.

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De este modo, sobre la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 se ha venido produciendo un sin fin de retoques legislativos, junto a nuevos textos procesales (a título de ejemplo, mencionemos el procedimiento abreviado, los juicios rápidos, la Ley del Jurado, la Ley de responsabilidad penal de los menores,…), que han contribuido al diseño de un complejo y enrevesado –cuando no contradictorio– modelo de justicia penal.

Además, en el momento presente, los sectores jurídicos implicados se debaten entre posiciones antagónicas, en alguna ocasión más atentos a concretos objetivos políticos que al logro de un sistema científico, coherente y eficaz.

A imagen y semejanza del procedimiento seguido en otros países para el cambio de la justicia penal (algún día habrá que estudiar –y, consiguientemente, identificar– la naturaleza de los sectores protagonistas, con sus correspondientes intereses en juego), la situación se presenta como una pugna entre los partidarios a ultranza del modelo puro acusatorio y los que se inclinan por una modificación meditada y serena del sistema existente, sin precipitaciones y sin olvidar nuestra tradición jurídica. Para los primeros, el proceso inquisitivo (con el que, sin paliativos, identifican a cuanto se opone a sus pretensiones) representa el pasado, la decadencia y el oscurantismo, unido al autoritarismo más trasnochado, mientras que el acusatorio constituye el futuro, la libertad y el progreso (todo ello, sin cortapisas). El debate se plantea de tal manera que, a veces, resulta muy difícil cuestionar el método seguido, pues ello podría considerarse como la apuesta por un proceso penal vetusto y desfasado.

En esa desenfrenada carrera hacia el modelo acusatorio puro (en cuyo interior, cual Caballo de Troya, pueden esconderse inconfesables objetivos, más próximos a un control estatal que al verdadero sentimiento liberal, aunque las apariencias parezcan mostrar otro panorama), no es raro encontrar argumentos sorprendentes. De este modo, se ensalza sin límites la iniciativa de las partes en la acusación, reduciéndose el papel del Juez a una actitud expectante, cuando no pasiva (incluso, se propone vetarle la menor posibilidad de iniciativa probatoria). Sin embargo, se potencia decididamente la figura del Fiscal (en nuestro ordenamiento jurídico, de-

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pendiente del poder ejecutivo, no se olvide, y sujeto a los principios de unidad y dependencia jerárquica), para atribuirle la instrucción del proceso penal, al mismo tiempo que la exclusividad en el ejercicio de la acción penal, junto con amplias facultades en el archivo de actuaciones y en la negociación con el imputado.

En realidad, gran parte del cambio emprendido sobre la justicia penal está girando en torno a la figura del Fiscal. Lógicamente, este funcionario no goza de la misma conformación en todos los ordenamientos jurídicos. Pero, en muchos países, el Ministerio Público se articula como dependiente del poder ejecutivo, no sólo en su dirección última, sino también en la selección de sus miembros e, incluso, en algunos sitios, en la renovación periódica de sus nombramientos. El aumento paulatino de las competencias del Fiscal puede repercutir en el ámbito del poder judicial, con el consiguiente riesgo de que el ejecutivo, por medio de aquél, controle la justicia penal. Afortunadamente, en España, la situación no ha llegado a los extremos de otros países (primordialmente, del continente americano), pero las nubes de tormenta anuncian un futuro preocupante.

II Jurisdicción y competencia
1. Jurisdicción

Nuestra justicia penal, al igual que la de otros países del entorno, comienza a acoger manifestaciones de justicia internacional (p. e. la Corte o Tribunal Penal Internacional), al mismo tiempo que se incorporan a nuestro Derecho algunas regulaciones procesales alcanzadas en el ámbito europeo (sobre la orden de detención y entrega, Ley 3/2003, de 14 de marzo, BOE de 17; para la eficacia de las resoluciones de embargo y de aseguramiento de pruebas en procedimientos penales, Ley 18/2006, de 5 de junio, BOE de 6; para la ejecución de resoluciones que impongan sanciones pecuniarias, Ley 1/2008, de 4 de diciembre, BOE de 5; para la ejecución de resoluciones judiciales de decomiso, Ley 4/2010, de 10 de marzo, BOE de 11).

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Igualmente, en el ámbito procesal penal, hemos de citar el Convenio de Roma, de 4 de noviembre de 1950, para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (Instrumento de Ratificación de 26 de septiembre de 1979) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 19 de diciembre de 1966 (Instrumento de Ratificación de 13 de abril de 1977).

Sin embargo, la mayor parte de la normativa aplicable a nuestro proceso penal continúa siendo nacional (lo que no es óbice para que vislumbremos un optimista horizonte de crecimiento de la legislación surgida en el seno del espacio judicial europeo).

Pues bien, en la situación actual, en primer lugar, encontramos una aceptable articulación de jurisdicciones. En efecto, la jurisdicción ordinaria penal representa la columna vertebral de la justicia penal, prevista para la mayor parte de los asuntos de dicha naturaleza. A su lado, se encuentran una justicia ordinaria especializada de menores (solamente en su primera instancia, pues los recursos de apelación y de casación, en su caso, se sustancian ante órganos pertenecientes a la común, esto es, Audiencias Provinciales, Audiencia Nacional y Tribunal Supremo) y una de carácter especial, cual es la militar (con una Sala propia, la Quinta, en el Tribunal Supremo).

Una delicada cuestión la constituye el hecho de que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad (artículo 56.3 CE), lo que pone en entredicho el principio constitucional de igualdad de todos los españoles ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social (artículo 14).

También, se prevén privilegios procesales para numerosos cargos públicos (Presidente del Gobierno, Ministros, Diputados, Senadores, Magistrados del Tribunal Constitucional, Vocales del Consejo General del Poder Judicial, etcétera), bien en lo relativo a los órganos judiciales encargados de la instrucción y del enjuiciamiento de las causas seguidas contra los mismos, bien en cuanto a su detención o a su declaración como testigos en el curso de un proceso penal. Obviamente, no debemos olvidar el sin-

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gular relieve de la representación pública de dichas autoridades, pero, tal vez, se deberían reconsiderar dichas situaciones, procediendo a una nueva regulación de los citados privilegios, reduciéndolos a unos límites cuantitativos más razonables.

2. Competencia
  1. En cuanto a los procedimientos, la situación es bien confusa. Nos encontramos en presencia de un proceso ordinario por delito y otro por faltas, desde finales del siglo diecinueve, en la Ley de Enjuiciamiento Criminal. A su lado, en sucesivas incorporaciones, se han ido añadiendo nuevos procedimientos, como el Tribunal de Jurado (Ley Orgánica 5/1995, de 22 de mayo, BOE de 23), el procedimiento abreviado (Ley Orgánica 7/1988, de 28 de diciembre, BOE de 30) y el procedimiento para el enjuiciamiento rápido de determinados delitos y faltas (Ley 38/2002, de 24 de octubre, BOE de 28). Los dos últimos representan, abrumadoramente, el mayor contingente de asuntos judiciales; sin embargo, están considerados como procesos especiales.

    En un futuro inmediato, habrá que plantear una mejor regulación de estos procesos, uniformando las líneas generales de los mismos. Quizás, debiera contemplarse la posibilidad de unificar el procedimiento abreviado y el enjuiciamiento rápido de determinados delitos, con un procedimiento resultante. Nada impediría el incluir algunas modalidades de conformidad, pero, en todo caso, la resolución definitiva debiera ser dictada siempre por el órgano decisorio, no por el instructor. En todo caso, incluso en procedimientos distintos, debiera apostarse por una regulación similar.

  2. Por lo que respecta a la segunda instancia, en general, ésta se encuentra prevista tanto en faltas como en delitos; pero, la excepción la encontramos precisamente en los delitos más graves (más de cinco años de privación de libertad, a través de procedimiento abreviado hasta nueve años y de proceso ordinario a partir de dicho límite) en los que, aunque está contemplado para el futuro...

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