Reflexiones sobre el Fundamento Constitucional de la financiación pública de las confesiones religiosas

AutorJosé Ramón Polo Sabau
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Eclesiástico del Estado
Páginas253-300

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1 Introducción

La financiación pública de las confesiones religiosas o, para ser más precisos, la de la Iglesia católica, goza en nuestro país, como se sabe, de una larga tradición, que discurre pareja a la casi ininterrumpida vigencia, en nuestro Derecho histórico, del principio de la confesionalidad católica estatal1.

En este contexto, será la Constitución de.1837 la que, en su art.11, garantice jurídicamente dicha financiación al proclamar que.«la nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica que profesan los españoles». Este compromiso, solemnemente asumido en el texto constitucional, sería después desarrollado normativamente mediante la instauración de la llamada partida presupuestaria de dotación de culto y clero, todo ello justificado, a modo de compensación, por la conveniencia de resarcir a la Iglesia de la enorme disminución de su capacidad económica que ocasionaron los sucesivos procesos desamortizadores, que venían teniendo lugar en España desde la década de los años veinte de esa centuria.

Con la única excepción del período de la Segunda República, esa financiación estatal de la Iglesia católica constituirá, desde entonces, una constante en nuestro ordenamiento jurídico. Durante el régimen político del ge-

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neral Franco y conforme a la propia naturaleza declaradamente católica del Estado, esa financiación se desarrolló con normalidad, consolidada en las previsiones del Concordato de.1953, de manera que, al advenir el proceso de transición política a la democracia, uno de los pilares fundamentales del entonces vigente sistema de relaciones con la Santa Sede era, precisamente, el pleno mantenimiento económico de la Iglesia española a cargo de los presupuestos generales del Estado.

Tras largas y complicadas negociaciones, la superación del Concordato franquista operada en ese momento histórico desembocó en la firma de una serie de acuerdos específicos y, entre ellos, del Acuerdo sobre asuntos económicos, de.3 de enero de.1979.(en adelante AE), en el que, con algunos cambios en el procedimiento empleado, como es el caso, principalmente, de la sustitución de las partidas presupuestarias parciales y finalistas hasta entonces utilizadas por una única dotación global, se mantuvo vigente la plena financiación pública de la Iglesia2, y, al mismo tiempo, se estableció un calendario para la paulatina sustitución de ese inicial modelo de dotación presupuestaria por un nuevo sistema, llamado de asignación tributaria, que se entendió entonces resultaría más adecuado a las nuevas coordenadas jurídico-políticas.

Así las cosas, el constituyente, en este como en tantos otros aspectos concernientes al sistema de relaciones Iglesia-Estado, hubo de contar necesariamente, al confeccionar el texto constitucional, con la presencia de unos compromisos políticos.-aún no lo eran jurídicos en sentido estricto- ya previamente adquiridos por el Estado con la Santa Sede y que, considerados en.

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su conjunto, representan el mantenimiento, en lo sustancial, de buena parte de los privilegios otorgados a la Iglesia en el Concordato de.1953, lo que se explica, también en el terreno todavía estrictamente político, como una suerte de contrapartida concedida a la Iglesia en respuesta al apoyo que ésta estaba prestando, en ese delicado momento histórico, al proceso de cambio democrático. Los nuevos acuerdos concordatarios son, no se olvide, cronológicamente postconstitucionales, pero indudablemente son también de elaboración preconstitucional, y ello no debiera pasar inadvertido pues, a menos que se adopte una perspectiva formalista alejada de la realidad histórica en la que se gestó la nueva ley de leyes, se ha de tener en cuenta que el constituyente se vio, en no escasa medida, condicionado en su labor por la existencia previa de esos compromisos a los que, de una u otra manera, había que encontrar acomodo el nuevo orden constitucional.

No obstante lo anterior, es igualmente relevante no perder de vista el hecho antes apuntado de que, a diferencia de lo que acontece en el tratamiento concordatario de algunas otras de las llamadas materias mixtas o de interés común, en este ámbito económico, por lo que hace a la financiación directa mediante la dotación presupuestaria, el sistema arbitrado se presentó, ya inicialmente, como un sistema de carácter provisional que, pasando gradualmente por el mecanismo de la asignación tributaria, habría de tender, en última instancia, hacia la autofinanciación, objetivo este asumido como el idóneo por ambas partes firmantes en el art. II.5 del acuerdo con la Santa Sede.

Con todo, el mantenimiento de la financiación pública de la Iglesia católica, aun en los términos que se acaban de resumir, obligaría a encontrar una renovada justificación jurídica en un naciente régimen constitucional que iba a caracterizarse, sin duda, y de ello fueron conscientes los redactores del AE, por la vigencia del principio de aconfesionalidad estatal y por el reconocimiento de los derechos y libertades, entre ellos por supuesto la libertad religiosa, en régimen de igualdad y no discriminación. A este respecto, puede leerse en el Preámbulo del acuerdo que, «por una parte, el Estado no puede ni desconocer ni prolongar indefinidamente obligaciones jurídicas contraídas en el pasado. Por otra parte, dado el espíritu que informa las relaciones entre Iglesia y Estado, en España resulta necesario dar nuevo sentido tanto a los títulos de la aportación económica como al sistema según el cual dicha aportación se lleve a cabo».

Así pues, la decisión política estaba ya tomada y trasladada, en efecto, al contenido del acuerdo: la obligación jurídica de financiar públicamente.

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a la Iglesia, tratándose de un compromiso al que ambas partes firmantes reconocían implícitamente una honda raigambre histórica como una consecuencia del proceso desamortizador y como un fruto de nuestro pasado confesional, no podía prolongarse indefinidamente, pero esa imposibilidad, aparentemente, sólo se extendía al fundamento último de esa obligación.-la herencia histórica-, pues, a renglón seguido, lo que se afirma en el Preámbulo, y por tanto lo que acepta el Estado, es que esa financiación debe prolongarse en el tiempo pero sustentada ahora sobre bases jurídicas distintas, acordes a los nuevos principios constitucionales informadores del sistema de relaciones Iglesia-Estado.

Es decir, que, en puridad, en la norma concordada, la compatibilidad de la propia financiación pública de la Iglesia con los nuevos principios constitucionales se daba ya por supuesta y no estaba en absoluto en cuestión; lo único que aparentemente era necesario precisar era el modo en el que iba a producirse el anclaje de esa financiación en el nuevo contexto ordinamental, el particular fundamento que dicha financiación podía encontrar en los novedosos preceptos constitucionales. El Estado, consecuentemente, asumió de entrada esta premisa, como así lo hizo también buena parte de la doctrina científica que, a partir básicamente de las aportaciones de P. J. Viladrich en su tempranamente formulada teoría de los principios informadores del Derecho Eclesiástico español3, se dispuso a desarrollar dogmáticamente los elementos que permitirían hacer visible ese nuevo sentido de la financiación estatal de la Iglesia, constitucionalmente adaptado, que reclamaba ahora el Preámbulo del AE.

2 La valoración positiva del factor religioso y la financiación de las confesiones: la teoría institucionalista

La tan difundida teoría del prof. Viladrich.-en su versión más actualizada- sobre los principios que en la Constitución informan este sector del ordenamiento, parte de una premisa fundamental que, obviamente, está llamada a tener consecuencias determinantes en esta materia: el llamado principio de libertad religiosa, concebido como uno de los criterios rectores que.

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dimanan de la Constitución y vinculado estrechamente a la garantía del ejercicio en plenitud del correspondiente derecho fundamental.(a la libertad religiosa), comporta, entre otros aspectos, la atribución al Estado de.«su papel en la promoción del factor religioso como parte del bien común»4.

Según ello, lo que el Estado debe promocionar no es, o al menos no es únicamente, el derecho fundamental de libertad religiosa o su ejercicio pleno y sin trabas como reclama el art.9.2 de la Constitución, sino, directamente, el denominado factor religioso en sí mismo considerado, pues dicho factor es objeto de específica valoración positiva por parte del ordenamiento constitucional.

En palabras de M. López Alarcón, que condensan la formulación gene-ralmente aceptada de esta idea, el contenido del art.16 de la Constitución no implica.«solamente que el Estado tutela y promueve la libertad y la igualdad religiosa pues su acción social alcanza también al reconocimiento y fomento de valores e intereses sociales/religiosos que, a su vez, pueden favorecer el desarrollo de la libertad y de la igualdad religiosas. La valoración positiva del hecho religioso por la Constitución significa el reconocimiento del fenómeno religioso como socialmente relevante. De este modo realista se sobrevalora el hecho social religioso respecto de otros no mencionados específicamente, como el hecho ideológico»5. Lo ha dicho también resumidamente, por ejemplo, J. Mantecón, al afirmar que la repercusión del Estado social o asistencial en el campo religioso.«se traduce en una intervención estatal tendente a satisfacer demandas precisas de los ciudadanos.[..] en cuanto que los valores religiosos...

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