Reflexiones sobre la participación del ciudadano en las funciones administrativas en el sistema constitucional español

AutorMiguel Sánchez Morón
CargoCatedrático de derecho administrativo, Universidad de Alcalá
Páginas224-242

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1. La participación del ciudadano en los textos constitucionales, estatutarios y legales

Hace ahora treinta años desde que quien escribe estas líneas presentó su tesis doctoral sobre «La participación del ciudadano en la Administración Pública» (Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1980). En aquella época, aun caracterizada en el ámbito geopolítico occidental por la búsqueda de alternativas o de reformas de la democracia representativa, la recién aprobada Constitución Española recogió, en una serie de preceptos, unos principios, reglas e instituciones tendentes a posibilitar (más que a garantizar) una participación de los ciudadanos en la vida pública más allá o más intensa y diversa que la derivada del ejercicio periódico del derecho de sufragio. Como es sabido (y como es lógico, por lo demás), la Constitución estableció un modelo de democracia representativa, en la línea y con no escasa influencia de los modelos conocidos en los principales Estados de Europa occidental. Pero, además, a consecuencia de la época en que se elaboró y aprobó, preveía complementar (que no sustituir) dicho modelo con una participación más activa de los ciudadanos en el ejercicio del poder público y, sobre todo, en el ámbito de las Administraciones Públicas.

Un rápido repaso del texto constitucional nos permite avalar esta tesis de partida. En el plano de los principios fundamentales del sistema constitucional, el artículo 9.2 encomienda a los poderes públicos «facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política». En el listado de derechos y libertades, se garantiza el derecho de acceso de los grupos sociales significativos a los medios de comunicación social de titularidad pública (art. 203), el derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos y no sólo por medio de representantes, sino también directamente (art. 23.1), el derecho de profesores, padres y, en su caso, alumnos a intervenir en el control y gestión de todos los centros escolares sostenidos por la Administración con fondos públicos (art. 27.7), así como, entre los principios rectores de la política social y económica, la obligación de los poderes públicos de oír a las organizaciones de consumidores y usuarios, en los términos que la Ley establezca (art. 51.2). En la regulación de la elaboración de las leyes se contempla la iniciativa popular para la presentación de proposiciones de ley (art. 87.3), mientras que el artículo 92 prevé también el referéndum consultivo para la adopción de decisiones políticas de especial trascendencia (aparte los supuestos relativos a la aprobación y modificación de algunos Estatutos de Autonomía), si bien siempre a propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados. En el ám-Page 225bito de la Administración Pública, se ordena la regulación por ley de la audiencia de los ciudadanos, directamente o a través de las organizaciones y asociaciones reconocidas por la ley, en el procedimiento de elaboración de las disposiciones administrativas que les afecten (art. 105.1) y el derecho de acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos (art. 105.2). El artículo 129.1 dispone que la ley establecerá las formas de participación de los interesados en la Seguridad Social y en la actividad de los organismos públicos cuya función afecte directamente a la calidad de la vida o al bienestar general, y el artículo 131.2 prevé también la constitución de un Consejo (Económico y Social) con participación de sindicatos y otras organizaciones profesionales, empresariales y económicas. En fin, el artículo 140 reconoce el régimen de concejo abierto como sistema de gobierno y administración de algunos municipios.

Las apelaciones a principios y formas de participación de los ciudadanos se han reiterado después en otros muchos textos legales infraconstitucionales, empezando por los Estatutos de Autonomía, sobre todo los de la última generación. Una buen muestra de ello es el Estatuto de Autonomía de Cataluña (véanse los artículos 4.2, 21.8, 24.4, 28, 29, 43, 45.6 y 7, 52 y 122). Lo mismo cabe decir de algunas leyes administrativas generales, como la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (LRJPAC: arts. 3.5 y 84 a 86) y la Ley de Bases del Régimen Local (arts. 69 a 72 y concordantes). En definitiva, puede decirse que, en el plano normativo, no faltan precisamente previsiones y reglas de participación ciudadana.

Ahora bien, conviene diferenciar las normas –sobre todo las más generales y de principios–, de la realidad. Pues, pese a lo expuesto en aquéllas, la experiencia de los treinta años de democracia que llevamos vividos nos revela las dificultades, los límites políticos y los resultados escasamente satisfactorios de nuestro modelo participativo.

En las líneas que siguen se pretende, precisamente, aportar unas reflexiones personales sobre esta situación real, no sobre los datos normativos, que pueden ser engañosos. La reflexión se articula, para empezar, a través de un breve y esquemático análisis de la práctica de la participación. A falta de datos estadísticos significativos o relevantes, dicho análisis se funda más que nada en la experiencia profesional del autor, acostumbrado a participar en jornadas, coloquios y otros eventos sobre la cuestión (además de asesor en momentos determinados de diferentes Gobiernos y Administraciones Públicas). Todo ello ha permitido a quien suscribePage 226percibir una realidad que fluye de las opiniones y exposiciones de datos y hechos que en tales ocasiones suelen salir a la luz. En un segundo término, la reflexión se adentra en el terreno, menos seguro, de las perspectivas y las sugerencias.

2. La práctica del «Estado de partidos»

En mayor medida que en otros Estados europeos, nuestra práctica de la demo- cracia se ha caracterizado y se caracteriza por el acusado protagonismo de los partidos políticos en la escena institucional. Nuestra democracia es, en el plano histórico y real, aunque no lo sea en el constitucional, un Estado de partidos. Estos no sólo son instrumento fundamental para la participación política, tal como les reconoce el artículo 8 de la Constitución, sino que vienen a monopolizarla en la práctica. Y además con unas connotaciones que limitan de facto las posibilidades reales de participación de la mayoría de los ciudadanos. Por un lado, el sistema de partidos español –incluido el diferenciado de algunas Comunidades Autónomas– es un sistema excesivamente consolidado y cerrado, en la medida en que dificulta seriamente la aparición de nuevas opciones en el table- ro electoral con posibilidades ciertas de alcanzar una representación mínimamente significativa. Sin duda, el propio sistema electoral y el régimen de financiación de los partidos políticos favorecen el oligopolio resultante.

Por otro lado, la vida interna de los partidos tampoco se caracteriza por una amplia apertura a la participación de los simpatizantes y no asociados, ni siquiera de la mayoría de sus militantes. La actividad política se ha profesionalizado y quienes se dedican a ella en y desde los partidos procuran limitar el número de competidores, lo que provoca el alejamiento de aquélla de muchos ciudadanos interesados en aportar su concurso, pero no en la política como medio de vida. No sólo eso, sino que los partidos políticos más importantes han ido adoptando una estructura centralizada, conforme a la cual las decisiones se adoptan por un pequeño número de personas, designadas o, al menos, aceptadas por el líder y que se renueva muy de tarde en tarde.

En consecuencia, el elector se ve condicionado, de hecho, por la necesidad de elegir entre un número reducido de ofertas electorales útiles, en cuya elaboración no ha podido influir –pues esa posibilidad, en lo que se refiere a los programas electorales, queda constreñida si acaso a algunas organizaciones sociales y personalidades cuyo concurso es muchas veces más formal y aparente quePage 227real, y, en lo que se refiere a la composición de las listas ni siquiera– y cuyo grado de cumplimiento no va a poder controlar. En consecuencia, va creciendo el escepticismo ciudadano, de tal manera que para muchos electores el ejercicio del derecho de sufragio está cada vez más determinado por el temor a la victoria de las opciones más opuestas a sus ideas e intereses que por el compromiso o la afinidad con aquella que elige. La democracia se convierte así, en nuestro Estado de partidos, en una competición limitada entre unos pocos cuadros o equipos de profesionales de la política, escasamente renovables. La consecuencia de ello es la paulatina depauperación de la vida política y el recelo y distanciamiento gradual de la ciudadanía.

Los efectos de esta «partidocracia» son tanto más nocivos cuanto que los partidos no se conforman con adecuar su campo de acción –y de confrontación– a la vida parlamentaria y al área gubernativa. Por el contrario, aprovechando las facultades que la Constitución y las leyes confieren a Gobiernos y Parlamentos, los partidos han invadido también la Administración Pública –que debería actuar bajo principios de objetividad e imparcialidad, eficacia y profesionalidad– extendiendo a la baja el umbral de los altos cargos que se nom- bran por razones de confianza política. Y, lo que es peor, han trasladado este mismo criterio de confianza política a órganos de control o de garantía que deberían ser y haber sido siempre manifiestamente independientes, conforme al espíritu de la Constitución, en cuanto que llamados a ejercer de contrapeso y de límite al poder de los partidos en los Gobiernos y Parlamentos. La degradación de la funcionalidad institucional de estos órganos –entre ellos el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial– y el deterioro de su imagen y de su prestigio es sencillamente alarmante. Pero el ensimismamiento de los partidos y de los gobernantes, muchas veces jaleados por unos medios de comunicación igualmente partidistas y poco abiertos a la competencia, parece impedirles apreciarlo en su justa medida.

¿Queda verdadero espacio, dentro de este marco, para una real y efectiva participación del ciudadano «de a pie» en la vida pública? ¿Qué es lo que ha sucedido, en concreto, con las previsiones constitucionales, estatutarias y legales sobre la participación de ciudadanos y organizaciones sociales en el ejercicio de funciones y actividades públicas y, especialmente, administrativas?

Para responder a la pregunta, conviene diferenciar entre unas y otras fórmulas de participación, según la naturaleza de sus actores, su finalidad y su ob-Page 228jeto. Bien entendido que a nuestros efectos entendemos por participación del ciudadano en la Administración aquellos supuestos en que los ciudadanos directamente o las asociaciones que defienden y promueven sus derechos e intereses, ejercen una actividad tendente a influir en la adopción y el contenido de decisiones de trascendencia colectiva. No consideramos, pues, como manifestaciones del mismo concepto otras formas de relación entre la Administración y los ciudadanos o entidades sociales y, particularmente aquéllas en virtud de las cuales la Administración contrata o concierta con entidades privadas, incluidas ONG o entidades del tercer sector, la realización de actividades o la prestación de servicios o la gestión de infraestructuras y edificios de titularidad pública o de interés público. En tales casos, el elemento decisivo es el régimen de prestación de servicios, mediante su externalización o outsourcing, por razones esencialmente financieras y de eficacia, y no la intención de compartir el poder político y administrativo.

3. La participación selectiva de los agentes sociales y los grupos económicos: elementos de democracia neocorporativa y participación informal

Un primer supuesto de participación es el que trata de corresponsabilizar a ciertas importantes organizaciones –las que en el lenguaje político acuñado suelen denominarse agentes sociales, esto es, sobre todo las centrales sindicales y las organizaciones empresariales– en la adopción de decisiones políticas o en la definición de líneas estratégicas relevantes. Este tipo de participación, si se convierte en una práctica o uso paraconstitucional permanente, tiene como resultado la creación de un modelo de democracia neocorporativo, al menos por lo que se refiere al ámbito de la política económica y social. Desde los orígenes de nuestro sistema democrático –recuérdese el ejemplo de los Pactos de la Moncloa de 1977– la participación de los agentes sociales ha estado presente en nuestra vida institucional, aunque no siempre en la misma medida ni con la misma continuidad o intensidad.

Pero obviamente se trata de un caso de participación muy singular, por la materia u objeto de esta concertación económica y social, por su carácter ocasional y sobre todo porque los sujetos que participan son muy determinados y no renovables.

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De hecho, la concertación económica y social confiere a las grandes organizaciones empresariales y sindicales un cierto estatus semipúblico, al menos a algunos efectos. Ello es tanto más real en el caso de las grandes centrales sindicales, que dependen casi totalmente de los fondos públicos para la financiación de sus actividades y de sus burocracias. Los grandes sindicatos, a diferencia de otros con los que compiten desigualmente (por obtener aquéllos y no éstos financiación pública y un plus de representatividad legal), forman parte de hecho del entramado institucional, por lo que cada vez es más difícil conceptuar su presencia (creciente) en las instituciones como un supuesto de participación «del ciudadano». Máxime cuando la afiliación a los sindicatos es baja, como la afiliación a los partidos, y se percibe una paulatina desafección de los colectivos de trabajadores hacia las grandes organizaciones sindicales.

Por otro lado, junto a la referida concertación económica y social, que suele anunciarse públicamente (con una intención propagandística y de refuerzo de la legitimación de ciertas decisiones económicas, sobre todo en tiempos de crisis), las organizaciones económicas y empresariales y a veces empresas muy determinadas tienen muchas más oportunidades de alcanzar una participación o influencia real en ciertas decisiones, en el marco de la política económica, por la sencilla razón de que los diferentes gobiernos –central, regionales y locales– necesitan muchas veces el concurso de la voluntad empresarial, en forma de inversión o de colaboración, para llevar a cabo sus propias políticas y sus propios planes. Más aún, no ha sido ni es infrecuente que la estrategia o las opciones esenciales de algunas Administraciones más débiles, como las de pequeños e incluso medianos municipios, queden condicionadas de manera relevante por intereses empresariales (piénsese, entre otros, en el delicado campo de la política urbanística). Ahora bien, esta forma de «participación» –si así quiere llamarse–, mucho más efectiva que otras, es habitualmente oculta, secreta y a veces inconfesable o contraria a la legalidad o a la ética pública. De manera que no sólo no refuerza la democracia, sino que más bien la deteriora o debilita.

4. Las carencias de la participación abierta de las organizaciones y entidades sociales en general

Contrasta con esta realidad la limitación de los derechos de participación de organizaciones y entidades ciudadanas de todo tipo en los procedimientos administrativos que afectan a los intereses que representan. Pues, si bien de acuerdoPage 230con la Ley (art. 31.2 de la LRJPAC), tales asociaciones y entidades pueden personarse en los procedimientos, no tienen derecho a ser llamadas por la Administración a participar, por lo que muchas veces desconocen la apertura del procedimiento mismo y no saben de él hasta que se toma la decisión final. Una jurisprudencia restrictiva ha venido limitando el derecho de las organizaciones sociales a ser llamadas a participar a aquellas entidades que están designadas o reconocidas por determinadas leyes para la defensa de derechos e intereses colectivos, con exclusión de las que el Tribunal Supremo denomina a tales efectos «organizaciones privadas de carácter voluntario». Dicha jurisprudencia se basa en que la Administración no puede tener la obligación de emplazar, como parte necesaria en un procedimiento (ni siquiera de elaboración de reglamentos) a todas las entidades privadas eventualmente interesadas en el asunto o materia, que le pueden ser desconocidas. Pero, siendo esto cierto, la Ley podría obligar a dar noticia previa del inicio de ciertos procedimientos –típicamente los de elaboración de reglamentos– para que cualquier entidad interesada pudiera personarse. Además, en ciertos casos, sería fácil para la Administración fomentar ese tipo de participación, simplemente disponiendo de registros o listados de entidades sociales interesadas en una materia.

La impresión es, sin embargo, que, a falta de garantías efectivas del derecho de audiencia de cualquier entidad o asociación, es la propia Administración la que elige sus interlocutores cuando le interesa, por lo que la práctica de este tipo de participación adolece de falta de igualdad y de falta de transparencia en muchos casos.

5. El modelo de los consejos consultivos y su crítica

Otro supuesto de participación es el que, de manera formalizada y regulada por leyes y reglamentos, se ejerce mediante la presencia de determinadas personas en órganos colegiados de la Administración, normalmente de carácter consultivo, en representación de intereses sociales determinados. Este modelo, que podríamos llamar de consejos de participación social, es el que mayor desarrollo ha tenido en la práctica participativa de las Administraciones Públicas durante los treinta años de historia de nuestro actual sistema democrático. Como ya vimos, la propia Constitución y los Estatutos de Autonomía prevén directamente la existencia de algunos Consejos de esta naturaleza –empezando por los llamados Consejos Económicos y Sociales– y el modelo se ha reproducido hasta tal punto que es difícil encontrar un área de actividad pública, en los diferentes nivelesPage 231territoriales de gobierno, en la que no esté establecida la creación y la intervención de algún consejo u órgano semejante de participación.

La fórmula de los consejos es, por lo general, un supuesto de participación no individual, sino de asociaciones y entidades sociales de diverso tipo, aunque a veces incluyen la participación de personalidades o expertos a título propio. Ese carácter y el hecho de que el tipo de asociación o entidad que puede participar –y hasta su directa designación en algunos casos– está prefigurado por las normas jurídicas, limita el alcance de este supuesto en términos de verdadera participación «del ciudadano». Esto es, quienes suelen participar en estos órganos son sólo los representantes o dirigentes de algunas organizaciones sociales, que actúan formalmente (en virtud de una presunción legal iuris et de iure,expresa o tácita) como portadores colectivos de los intereses que la asociación o entidad de que se trate promueve o defiende, pero que expresan en realidad las opiniones de la organización a la que pertenecen y a veces sólo la suya propia. No suele haber casi nunca, por el contrario, un contraste previo de la correspondencia de la voluntad o la opinión de la entidad que participa con la voluntad u opinión mayoritaria de los ciudadanos a los que teórica, formal o legal- mente representa. En consecuencia, se trata de una participación reducida a los que podríamos considerar como miembros de una élite asociativa privada.

En la práctica, el modelo de los consejos de participación plantea algunas dudas y adolece de claras insuficiencias. Una primera cuestión es la de la representatividad real de quienes participan, que es en realidad mera representación de intereses, no de personas. Incluso si inicialmente se aplican criterios objetivos para medirla –en términos de número de asociados o afiliados, número o relevancia de sus actividades u otros– suele ser poco frecuente la renovación de las asociaciones participantes (e incluso a veces de la persona que representa a cada asociación en un órgano), una vez establecidas. Por eso con frecuencia este tipo de participación se formaliza o burocratiza en exceso, cuando no se convierte en rutinaria. Al final, la Administración sabe que debe oír (cuando corresponde legal o reglamentariamente) la opinión de tales o cuales personas reunidas en un órgano consultivo, cuyos planteamientos pueden ser incluso sabidos de antemano. Pero eso puede ser algo muy distinto y distante de la opinión de la mayoría de los ciudadanos afectados por una determinada medida o decisión política. Y, sin embargo, se da por sentada, a efectos de legitimación de las decisiones, la participación «de los interesados», es decir, del «ciudadano», sin necesidad de indagar de ninguna manera la opinión de la mayoría.

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Un segundo aspecto relevante es hasta qué punto este modelo de participación es efectivo, en términos de influencia real de los consejos en las decisiones finales de los gobiernos y administraciones. Sin duda, experiencias hay y habrá muy diferentes. Pero, si hay que juzgar por el grado de influencia de los grandes consejos del Estado y de las Comunidades Autónomas –por ejemplo, los Consejos Económicos y Sociales, los Consejos Escolares o los Consejos existentes en materias ambientales– podríamos asegurar con total sinceridad que la eficacia de la participación es muy limitada y en gran parte de los casos sencillamente nula. Es más, algunos de esos grandes consejos han ido convirtiéndose con el tiempo en una estructura obsoleta de cooptación parapública de algunas personas o entidades (los típicos «cementerios de elefantes»), para las que formar parte de un consejo puede ser relevante o beneficioso a diferentes efectos.

En fin, el modelo de los consejos ha conducido por su propia dinámica a una cierta hipertrofia de los órganos consultivos de la Administración, pues una vez creado un consejo y designados sus miembros, es muy difícil suprimirlo, aunque se constate (como frecuentemente sería el caso para quien se pusiera a la tarea) su absoluta inoperancia. Esa hipertrofia tiene efectos negativos, pues en muchos casos la intervención de los consejos es un trámite necesario de los procedimientos administrativos, que retrasa la toma de decisiones, o que puede determinar la anulación de éstas cuando por la razón que sea (incluso la de considerarlo con toda razón un trámite irrelevante) no se da audiencia a un consejo. Ello aparte el incremento de gasto público que implica mantener tanto órgano inútil, por más que en la mayor parte de los casos sus miembros no reciban retribución alguna, pero sí dietas y abono de gastos varios, más los que comporta habitualmente la secretaría o los servicios administrativos de apoyo.

6. Los límites de la participación individual

Por el contrario, la práctica de las fórmulas de participación individual, en las que cada ciudadano interviene por sí mismo defendiendo sus opiniones y puntos de vista sobre asuntos de interés general o colectivo, es una práctica deficiente en nuestro país. Conviene en todo caso diferenciar estos supuestos, que calificamos de participación del ciudadano como tal en los asuntos públicos, de aquellos otros en que una persona, física o jurídica, defiende sus propios intereses en un procedimiento administrativo. Lógicamente de estos últimos no se trata aquí, ya que la audiencia en los procedimientos administrativos en defen-Page 233sa de derechos subjetivos o intereses legítimos individuales es una garantía del Estado de Derecho, derivada del due process of law, pero que poco tiene que ver con la práctica democrática, es decir, la posibilidad de influencia en decisiones de interés colectivo o general. Los que nos importan son tan sólo aquellos casos en que una persona, física o jurídica, interviene en un procedimiento o, de alguna otra manera, expresa una opinión o planteamiento con la intención de influir en una decisión pública actuando en su calidad de ciudadano o en defensa de los intereses colectivos de un grupo o categoría de personas.

Por supuesto, nuestro ordenamiento jurídico ha ido reconociendo estos derechos de participación. Pero la fórmula utilizada se viene a reducir al llamado trámite de información pública que existe en determinados procedimientos administrativos, ya sean los de elaboración de reglamentos o disposiciones generales (art. 24 de la Ley del Gobierno y preceptos concordantes de la legislación autonómica y local), ya sean los de aprobación de planes u otros instrumentos similares (por ejemplo, los planes de urbanismo y ordenación territorial o los de ordenación de los recursos naturales), ya sean en fin los de adopción de ciertas decisiones de importancia colectiva (evaluaciones de impacto ambiental, obras públicas, presupuestos municipales, utilización de bienes de dominio público, algunas autorizaciones administrativas, etc.).

El trámite de información pública puede ser y es en muchos casos un instrumento importante de participación en la adopción de decisiones administrativas de importancia colectiva, sobre todo porque exige de la Administración una respuesta razonada a todas las intervenciones (art. 86.3 LRJPAC). Ahora bien, se trata de un trámite que se evacua por escrito y que en la práctica adolece (aunque no siempre) de cierto formalismo. En consecuencia, el grado de efectividad de esta fórmula de participación depende de si la Administración está abierta o no a priori a asumir correcciones o enmiendas a su proyecto inicial de decisión. En muchos casos no lo está y entonces el trámite de información pública se convierte en un simple convencionalismo, que es necesario realizar por imperativo legal, sin mayor consecuencia.

Faltan en nuestra práctica administrativa, salvo muy raras excepciones en algunos Ayuntamientos, fórmulas de participación que suelen ser más vivas y eficaces, como las audiencias públicas colectivas que son comunes en otros ordenamientos extranjeros (hearings, enquêtes publiques), a través de las cuales los responsables de un procedimiento debaten oral, abierta y directamente conPage 234los ciudadanos las características de un proyecto de decisión, los pros y contras y las alternativas posibles. Ni esta forma de participación ni otras similares, como la convocatoria de asambleas o reuniones sectoriales con grupos de afectados, tienen acogida en nuestra práctica administrativa, salvo contadas excepciones. Como tampoco la tienen otras fórmulas más modernas, ya sean los foros abiertos a las opiniones de la ciudadanía o la práctica de sondeos de opinión con garantías de objetividad.

El desarrollo de la Administración electrónica, que pretende impulsar la Ley 11/2007, de 22 de junio, de acceso electrónico de los ciudadanos a los servicios públicos, posibilita la extensión de este tipo de prácticas. Aunque es verdad que plantea un problema de desigualdad, debido a la «brecha informática» entre quienes tienen o no acceso habitual a la red. Pero, en todo caso, hasta ahora se trata de fórmulas escasamente utilizadas, salvo en algunos municipios. Ciertamente, la posibilidad de presentar peticiones, sugerencias, quejas u opiniones o valoraciones por vía telemática está abierta en muchas Administraciones y en algunas de ellas supone una fórmula efectiva de participación individual y de mejora de los servicios y prestaciones administrativas. En cambio, fórmulas tales como los blogs u otras de relación o interacción colectiva están mucho menos desarrolladas.

7. La reducida práctica de los mecanismos de democracia directa

A lo anterior hay que unir la muy escasa práctica de los mecanismos de democracia directa. Son mecanismos también contemplados en la legislación vigente, como la iniciativa legislativa popular y el referéndum, aunque con muchas cautelas en el caso de este último. Asimismo es un supuesto de democracia di- recta el concejo abierto en los pequeños municipios, institución arraigada en algunos ámbitos geográficos que la legislación de régimen local ha querido extender a otros (a todos los municipios de menos de 100 habitantes), con desigual éxito en la práctica. Pero, aunque cabe extenderlo algo más, se trata de un supuesto de alcance limitado, por su propia naturaleza.

El muy reducido número de iniciativas populares para la aprobación de normas legales, tanto en el ámbito estatal como en el autonómico, revela, a mi juicio, algunas de las carencias básicas de nuestro modelo de participación y, si se apura, de nuestro sistema democrático. Me refiero a la ausencia o debilidadPage 235de las estructuras de participación que surgen de la sociedad misma, en forma de entidades ciudadanas con amplia capacidad de convocatoria, de un voluntariado social activo en la vida política, de plataformas o grupos informales u ocasionales capaces de organizar e impulsar iniciativas que reúnan a una parte significativa de la población. Esta situación igualmente contrasta con la afluencia masiva a manifestaciones públicas cuando son convocadas por los partidos políticos –normalmente en la oposición– como una demostración de fuerza frente al adversario o una vía de reivindicación.

En cuanto al referéndum, el mismo debate constitucional refleja y deja entrever las limitaciones de esta fórmula de participación en un Estado que se piensa desde el principio como «Estado de partidos», esto es, en el que los partidos políticos y sus dirigentes asumen un protagonismo casi absoluto y pretenden ejercer un control sustancial sobre la vida pública. De ahí que la convocatoria de un referéndum –salvo en los casos en que es obligado en virtud de la Constitución o de los Estatutos de Autonomía– sea una decisión que corresponde a los gobernantes en todo caso, sin posibilidad de iniciativa ciudadana. Esas cautelas pueden estar justificadas en el caso de aquellos referéndums que pueden poner en cuestión aspectos esenciales del propio modelo constitucional, empezando por la organización territorial del Estado. Pero no tendrían por qué existir en relación con muchas otras decisiones, importantes sí, pero de la política cotidiana. En cualquier caso, la disposición de los gobernantes a consul- tar a la ciudadanía en este tipo de asuntos de política cotidiana ha sido mínima, no sólo en el ámbito del Estado y de las Comunidades Autónomas, sino inclusive en la esfera local, pues no otra es la conclusión que puede deducirse de los datos que se conocen. Apenas hay referéndums estatales y, salvo el que decidió sobre la permanencia o no de nuestro país en la OTAN, sin prácticamente riesgo de rechazo de la propuesta política sometida a consulta; ningún referéndum autonómico (si se excluyen las propuestas inviables del Lehendakari Ibarretxe, desde el inicio destinadas al fracaso); unas pocas decenas de referéndums locales en treinta años de democracia y en más de 8.000 municipios.

Parece como si los dirigentes políticos manifestaran una desconfianza de principio hacia la ciudadanía, que a la larga no puede sino traducirse en mayor desconfianza de los ciudadanos hacia la vida política e institucional. El resultado es una democracia pobre y controlada por los partidos.

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8. El problema de la información sobre las actividades públicas

Un último elemento explica y permite ratificar esa conclusión. Me refiero a la práctica habitual en materia de información al ciudadano sobre la actividad política y administrativa, aspecto muy importante, porque la información sobre estas materias es requisito previo de una participación efectiva, además de un importantísimo instrumento de control del poder político en sí mismo.

Pese a las proclamaciones legales de transparencia y a gran distancia de la realidad de otros Estados europeos, el derecho de los ciudadanos a recibir información veraz y completa sobre la actividad gubernativa y administrativa sufre en España muy serias restricciones.

No es que exista una falta de información en términos absolutos. Paradójicamente en la actualidad la «cantidad» de información relativa a las diferentes Administraciones Públicas a la que se puede acceder es muy extensa, a veces abrumadora. La utilización de los medios electrónicos a tal efecto ha multiplicado de manera infinita la información disponible. Sin embargo, esa información disponible, aparte de la que se refiere a aspectos relacionados con la organización administrativa o el ejercicio de derechos de los ciudadanos ante la Administración, es una información controlada desde los gobiernos y difundida en los casos y tér- minos que a cada gobierno conviene. De manera que muchas veces se confunde con un ejercicio de propaganda política, pues los buenos datos y los estudios e informes positivos se difunden de inmediato y por todos los medios posibles, mien- tras que se procura (y se consigue por lo general) ocultar los datos malos o no tan buenos, los informes negativos y toda aquella información que pueda afectar negativamente a la imagen, el prestigio o la aceptación de los gobernantes.

A diferencia de otros Estados europeos y de la propia legislación de la Unión Europea, el derecho de acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos se regula todavía en nuestro derecho (art. 37 LRJPAC) con muchas limitaciones y, sobre todo, con muy escasas garantías de cumplimiento efectivo. Si la información solicitada resulta de difusión incómoda o no grata para la Administración, lo más probable es que el ciudadano que la solicita obtenga la callada por respuesta, es decir, una denegación presunta sin justificación alguna, ante la que sólo puede acudir a los Tribunales con el gasto personal correspondiente y, si acaso, para obtener una sentencia favorable al cabo de varios años –cuando quizá la información que solicitaba es ya poco útil– y difícilPage 237de ejecutar si la Administración se resiste a ello. En consecuencia, los servicios administrativos (y los funcionarios) no se han desprendido aún de esa tendencia al secreto como regla, aunque sea por prudencia o cautela, ante la que poco suele valer en la práctica la invocación formal de principios y normas jurídicas. Tan sólo por exigencias de la legislación comunitaria europea y en los ámbitos en que ésta era de obligada trasposición (medio ambiente), el legislador español ha tenido que aprobar una norma más avanzada y habilitadora de derechos de acceso a la información pública (Ley 27/2006, de 18 de julio), aunque no ha resuelto el problema de las garantías efectivas. Éstas no pueden ser otras que el control de la denegación de información a través de un proceso judicial sumario o mediante el recurso ante un órgano o comisión de garantía independiente, como el que existe en otros Estados europeos. Soluciones que hasta ahora nuestros legisladores no se han planteado.

9. Algunas propuestas

A la vista del sucinto análisis que acaba de exponerse, las iniciativas que podrían adoptarse, en el plano de la participación de los ciudadanos en el ejercicio de funciones administrativas, para mejorar la calidad de nuestra democracia pueden enunciarse con relativa facilidad.

La primera de ellas pasa por mejorar sustancialmente la regulación del derecho de acceso de los ciudadanos y grupos sociales a la información en poder de las Administraciones Públicas y, sobre todo, las garantías de ejercicio efectivo de ese derecho. Ello supone modificar el artículo 37 de la LRJPAC, para armonizar la regulación del derecho de acceso con la de otros países europeos. Desde un punto de vista técnico no es una modificación difícil, ya que cuenta con el precedente de la Ley 27/2006 citada. Pero lo más importante es introducir de una vez en nuestro ordenamiento un sistema de garantía eficaz y rápida del ejercicio del derecho de acceso. Ello puede hacerse mediante la creación de una comisión u órgano administrativo independiente de tutela, o bien configurando un proceso judicial contencioso-administrativo sumario y preferente con este propósito. La última solución parece preferible, por la sencilla razón de que garantizaría la protección del derecho frente a las denegaciones arbitrarias o ilegales de información de todas las Administraciones Públicas. De otro modo, sería necesario crear comisiones de control diferenciadas en el Estado y las Comuni-Page 238dades Autónomas, al menos, buscando además una solución apropiada para la Administración Local, pues no todos los municipios pueden contar con un órgano semejante. La garantía judicial, no obstante, puede tener el inconveniente de incrementar el número de asuntos que llegan a los juzgados y tribunales de lo contencioso-administrativo, ya hoy saturados, en un número o porcentaje que es imposible predecir.

Una segunda medida a adoptar debería ser la mejora del régimen de participación en los procedimientos de adopción de decisiones administrativas que afectan a un amplio número de personas, empezando por el procedimiento de elaboración de los reglamentos. Lo lógico sería que, con algunas excepciones justificadas, la Administración competente hiciera público el inicio del procedimiento mediante los medios adecuados de publicidad, incluidos los electrónicos, para que cualquier organización o entidad social interesada pudiera personarse en el mismo y presentar sus alegaciones. También debería preverse que la propia Administración emplace al procedimiento a las asociaciones y entidades interesadas de cuya existencia tiene constancia o que han participado ya en procedimientos anteriores sobre las mismas materias. Ello, en los casos en que no proceda abrir el trámite de información pública, de manera que cualquier ciudadano o persona física o jurídica pueda participar. La Ley (la Ley del Gobierno, en el caso del Estado, y la de las Comunidades Autónomas) debería precisar los casos en que procede una u otra forma de tramitación. Y la jurisprudencia debería sancionar con rigor, como sucede en otros ordenamientos, la ausencia injustificada de apertura a la participación en estos procedimientos, de acuerdo con los principios de due process of law.

Lo que se dice de los reglamentos debería extenderse a otro tipo de decisiones, tales como los planes o programas de las Administraciones Públicas y ciertas medidas singulares de trascendencia colectiva, como es el caso de algunas autorizaciones o licencias de gran relieve (piénsese en licencias para grandes establecimientos comerciales o en las propias licencias urbanísticas de obras mayores en ciertos supuestos, o en algunas autorizaciones ambientales, aunque no requieran de evaluación de impacto ambiental, o en las concesiones de utilización de bienes de dominio público).

Dando un paso más, debería confiarse la instrucción de estos procedimientos de participación a un funcionario u órgano técnico, que apareciera como responsable del correspondiente procedimiento, que tendría la obligaciónPage 239de redactar un informe motivado al finalizar el trámite. Este responsable del procedimiento podría también quedar apoderado para convocar reuniones participativas o explicativas, a la manera de los hearings del derecho anglosajón, o bien para solicitar y valorar las opiniones de expertos y de entidades o ciudadanos interesados por vía telemática.

Una particular atención debería prestarse a la participación en procedimientos de la Administración Local y, entre ellos, en los de planificación urbanística, dado el amplio margen de discrecionalidad con que la Administración cuenta para aprobar los planes y la trascendencia de sus efectos. El trámite de información pública que hoy existe –y que a veces se practica con desgana– no basta, sino que es necesario un procedimiento participativo que genere desde el inicio la mayor transparencia posible sobre las intenciones de la Administración y las consecuencias del planeamiento propuesto.

En definitiva, la regulación de la participación debe avanzar sustancialmente en aquellos casos en que permite la intervención de cualquier ciudadano sin otra cualificación y generar mayor transparencia en la actividad administrativa. A tal efecto deben aprovecharse con decisión las posibilidades que ofrecen las tecnologías de la información y las telecomunicaciones. Para empezar, convendría regular con mayor precisión (y generosidad democrática) los documentos que deben publicarse obligatoriamente en las páginas web de las Administraciones Públicas, incluyendo todo tipo de informes y estudios elaborados por aquéllas en materia de su competencia, salvo rigurosa y justificada excepción, inclusive si los resultados son críticos o desfavorables para el gobierno de turno. De otro lado, deberían practicarse con mayor asiduidad los foros o blogs de participación y fórmulas similares.

Por el contrario, la creación de órganos de participación con representantes de asociaciones o entidades sociales debe plantearse con cuidado, para evitar incrementar sin motivo real la organización administrativa y crear cotos privilegiados y cerrados de relación. Más aún, sería muy conveniente revisar la continuidad de muchos de los órganos de participación que hoy existen y que son innecesarios o carecen de toda trascendencia. Las leyes, del Estado y de las Comunidades Autónomas, deberían obligar a someter a evaluación periódica la actividad de estos órganos, para determinar cuál es su actividad real, cuál su influencia en las decisiones y, por tanto, los que están justificados y los que no lo están. Pues una poda del frondoso y enmarañado árbol de los órganos consulti-Page 240vos de participación resultaría claramente oportuna. La participación no debe estar reñida con la eficacia administrativa, antes al contrario. Y lo que no debe amparar son tratos de favor a entidades de diverso tipo, con el pretexto de que forman parte de ciertos órganos de la Administración, cuando su relevancia es prácticamente nula. Sin duda en esta categoría se encuentran algunos de los grandes consejos creados por las Administraciones Públicas o en ellas por la ley desde hace treinta años.

Por último, sería conveniente facilitar la realización de consultas populares sobre asuntos de especial trascendencia pero relativos a la política cotidiana de las diferentes Administraciones Públicas. Quiero decir que debería atribuirse al referéndum el significado de un mecanismo más habitual de participación, en vez de lo que hoy es, un expediente plebiscitario sobre los complejos y espinosos problemas que afectan a la organización territorial del Estado. El referéndum sobre asuntos de tanta trascendencia y cada vez más difíciles de comprender por el ciudadano corriente no hace sino desprestigiar esa institución como fórmula de participación ciudadana. No es de extrañar, pues, la escasísima participación en los últimos referéndums autonómicos de Cataluña y Andalucía. Sin embargo, debería recuperarse o desarrollarse la práctica del referéndum en la esfera local y, por qué no, en el trámite de aprobación de otras leyes importantes y de gran trascendencia social (leyes sobre derechos individuales, por ejemplo), que son los casos habituales en otras latitudes y en los que aquí ningún gobernante parece dispuesto a contar con la opinión de los ciudadanos directamente expresada.

10. Conclusión más bien escéptica

Treinta años de experiencia constitucional permiten analizar y concluir, en pocas páginas, cuáles son las carencias de nuestro sistema en el plano de la participación ciudadana en los asuntos públicos, expresión que sigue cargada de prestigio democrático y que se repite, por tanto, en los programas electorales y en las declaraciones políticas. No sólo eso, sino que es una idea y un principio muy presente en el texto de la Constitución y que en los nuevos Estatutos de Auto- nomía se recoge hasta la saciedad. Pero es una idea cuya plasmación real y práctica deja mucho que desear, habida cuenta del gradual proceso de concentración del poder político en pocas manos a que hemos venido asistiendo en las tres últimas décadas y de la creciente aversión de quienes lo detentan, más alláPage 241de las proclamaciones retóricas, al control independiente de la actividad política y a la transparencia.

De la misma manera, no es difícil señalar qué debería hacerse para incrementar las posibilidades y el nivel de participación efectiva de los ciudadanos en las actividades administrativas y para mejorar desde este punto de vista (entre otros) la calidad de nuestra democracia. Experiencias de derecho comparado, alguna legislación europea y, ciertamente también, algunas prácticas aisladas de nuestras Administraciones Públicas indican el camino a seguir.

La cuestión está en si las reformas necesarias son o no posibles en la práctica. Pues cualquiera de ellas implica un paso en la dirección opuesta a la que hasta ahora ha seguido nuestra vida política e institucional. ¿Aceptarán nuestros gobernantes incrementar sustancialmente la transparencia sobre sus proyectos y actividades, garantizando a todo ciudadano el derecho de acceso a documentos e informaciones que hoy se le deniegan? ¿Admitirán una práctica nueva y distinta de la seguida usualmente, mucho más abierta y participativa, para la elaboración de los reglamentos, los planes de urbanismo y otras decisiones de gran trascendencia colectiva? ¿Estarán dispuestos a otorgar a cualquier asociación o entidad ciudadana un trato semejante a efectos de su participación institucional, sin primar a aquellas con las que tengan mayor afinidad o que, como las grandes centrales sindicales, forman ya parte de un entramado institucional consolidado? ¿Se plantearán que algunas leyes sustanciales de gran impacto social deberían ser objeto de consulta ciudadana o preferirán apoyarse en una simple y pasajera mayoría parlamentaria para aprobarlas e imponer su cumplimiento? ¿Aceptarían nuestros gobernantes locales someter a referéndum decisiones trascendentes sobre la ordenación territorial de sus municipios, incluso si están en juego grandes inversiones que pueden transformarla definitivamente?

Treinta años de experiencia constitucional y numerosas experiencias personales me llevan a la cautela y al escepticismo a la hora de responder a estas preguntas, pues lo que vengo constatando cada vez con más claridad es la desviación partidocrática, tan grave, que sufre nuestro sistema en la realidad. Y el escaso interés o la falta de voluntad real y de decisión de nuestros gobernantes para cambiar esta tendencia.

Una simple anécdota puede ser más ilustrativa que la acumulación de datos y cifras. Hace algunos años, me invitó el Presidente del órgano superior con-Page 242sultivo de una Comunidad Autónoma a intervenir en una jornada abierta al público sobre consejos consultivos de participación. Al formularme la invitación, me señaló algunos problemas prácticos a resolver, derivados de la multiplicidad de órganos de ese tipo, muchos de ellos con escasa vida, pero con funciones de informe preceptivo, que, al omitirse por pura inadvertencia, habían determinado la nulidad de ciertos actos y disposiciones administrativas de la Comunidad Autónoma. Aceptada la invitación me pareció oportuno adelantarle mi opinión poco positiva sobre la fórmula de participación de los consejos y sobre la conveniencia de revisar su funcionamiento real, a efecto incluso de suprimir aquellos que no fueran operativos. Aunque creí percibir que la idea le resultaba interesante, la jornada prevista se fue posponiendo una y otra vez, por razones nunca convincentes ni claramente explicadas, y nunca llegó a celebrarse.

La depauperación progresiva de nuestra vida política e institucional será difícil de revertir si depende básicamente de decisiones que tienen su origen o que son controladas por los partidos mayoritarios. Quizá, no obstante, un fuerte movimiento de opinión, unido al hastío general de la población, pueda producir algunos frutos.

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