Algunas reflexiones sobre la ley de régimen jurídico de las administraciones públicas y del procedimiento administrativo común

AutorJoaquim Tornos i Mas
CargoCatedrático de Derecho administrativo de la Universidad de Barcelona
Páginas7-17

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La Ley 30/1992 de régimen jurídico de las administraciones públicas y del procedimiento administrativo común regula los aspectos esenciales de la organización administrativa, el funcionamiento de la Administración y las relaciones entre los ciudadanos y las diversas administraciones. El tratamiento de tan importante conjunto de materias explica que el texto publicado generara una notable expectación durante su tramitación, la cual dio paso en el momento de la publicación de la Ley a una crítica generalizada por el resultado final alcanzado.

El presente número de Autonomies quiere sumarse al esfuerzo, ahora ya ineludible, consistente en tratar de dar coherencia al texto legal vigente a través de la interpretación de sus preceptos, aportando una serie de estudios y documentos que pueden ser de utilidad. Me corresponde únicamente presentar este volumen y agradecer a los colaboradores su aportación, pero quisiera aprovechar la ocasión para formular algunas observaciones genéricas sobre el contenido de la Ley 30/1992, observaciones por lo demás saltuarias, y que tan sólo pretenden llamar la atención en relación a cuestiones que me parecen de singular relevancia.

I

La publicación en el Boletín Oficial del Estado de una nueva ley plantea una primera pregunta ¿a qué responde este texto legal? ¿era necesario?

Parte de la doctrina española ha valorado críticamente la nueva Ley 30/1992 por el hecho mismo de haber visto la luz, poniendo en duda la necesidad de una nueva ley en la materia. Algunos autores señalan que hubiera bastado con la reforma de algunos preceptos para adecuarlos a la Constitución, incorporando en su caso como novedad la regulación del acceso a registros y archivos por el mandato que en este punto imponía el propio texto constitucional. En general se echa en falta una aproximación más respetuosa a la Ley de 1958 dada su intrínseca calidad técnica y la existencia de un amplio entorno jurisprudencial y doctrinal que había incluso mejorado la propia obra del legislador.

Esta llamada a la prudencia normativa y a la continencia del legislador puede estar motivada en parte por la contemplación del resultado final del producto sustitutivo. Quien se muestra contrario con la nueva Ley lógicamente desearía que no hubiera sido publicada. Pero más allá de esta lógica reacción, que se puede compartir en muchos aspectos, lo cierto es que también existían razones que empujaban a redactar una nueva ley, un texto alternativo que tratara de corregir las disfunciones de la Administración y que se homologara con los mandatos y principios constitucionales.

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Del Gobierno se exigía una respuesta normativa que abordara la reforma de la Ley de 1958 en su conjunto. Por ello, la responsabilidad de la presentación de un proyecto de ley con vocación de modificar en profundidad la Ley de 1958 debe ser, cuanto menos, compartida por las diversas fuerzas parlamentarias. Otra cosa es la responsabilidad por el proyecto y el resultado final tras la tramitación parlamentaria.

Las razones que se aducían para forzar la redacción de un nuevo texto legal eran básicamente dos. El art. 1491-18 de la CE exigía un desarrollo que precisara el contenido del derecho administrativo básico, de aquellas reglas que se entendía configuraban la estructura indisoluble del derecho público en el conjunto del Estado. La opinión unánime sobre la importancia del tema y su misma dificultad exigían un planteamiento del legislativo, pues la jurisprudencia del Tribunal Constitucional era en este punto más bien errática. Por otro lado el mal funcionamiento de las administraciones públicas se vinculaba a la falta de un marco normativo moderno y adecuado a la Constitución, por lo que desde planteamientos de «modernización» procedía también avanzar en la reforma del contenido de la «vieja» Ley de 1958.

En relación con esta cuestión no esrará de más recordar los debates parlamentarios previos a la presentación del proyecto de ley. Sin remontarnos muchos años atrás, puede destacarse la pregunta formulada por el diputado del Grupo Popular Vallina Velarde en 1990, reiterando una pregunta de igual contenido formulada en la legislatura anterior, solicitando explicaciones sobre el incumplimiento del mandato legislativo dirigido al Gobierno en la Ley 10/1983 para modificar la Ley de régimen jurídico. La respuesta del entonces ministro Almunia fue la siguiente «son ya años en los que usted comprueba que mi afán legislador es menor que et suyo. Salvo que no me quede más remedio, yo no pienso hacer un proyecro de ley» (Diario de Sesiones, Comisión, 1990, n. 42). Poco tiempo después la oposición seguirá reclamando un cambio normativo, exigencia a la que será sensible el nuevo ministro Eguiagaray. Así se desprende de la inrerpelación presentada por el grupo popular sobre medidas de política general que piensa adoptar el Gobierno ante la ineficacia de las administraciones públicas para superar esta situación y causas de la misma (Diario de Sesiones del Congreso, 1991, n. 127, sesión 11 y 17 de septiembre). En la transcripción del debate suscitado por la interpelación mencionada el representante del CDS manifestó: «no es baladí constatar que el art. 149.1.18 de la Consritución no se ha desarrollado en absoluto después de nueve años, ni las bases del régimen jurídico de la Administración pública, n¡ el Estatuto de los funcionarios (...) tampoco el procedimiento administrativo común, que de alguna manera debe recoger lo que exige el art. 105, que es el acceso de los ciudadanos a los archivos y expedientes administrativos y el procedimiento a través del cual deban producirse los actos administrativos. Todo ello unido a la legislación básica de expropiación, de contratos y de concesiones. Es decir, después de nueve años un bloque entero normativo de la Constitución española debe acometerse en esta legislatura necesariamente». Por su parte el representante del Grupo Popular define el contenido de su moción exigiendo del Gobierno que envíe los tres proyectos de ley que «nos debe» y que son el Estatuto de la función pública, la Ley del Gobierno y la Ley de régimen jurídico de las adminisrraciones públicas. Los citados proyectos de ley, se afirma, «son imprescindibles y debieran ser consecuentes con tres realidades presentes: la pertenencia de España a la Comunidad, fa configuración de España como un Estado de las autonomías y las exigencias de los nuevos modos de organización social de la producción y de la prestación de servicios públicos».

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El ministro Eguiagaray, en su comparecencia del 23 de abril de 1991 (Diario de Sesiones del Congreso, 1991, n. 245) asumirá la presentación de tres proyectos de ley, del Gobierno, de régimen jurídico de las administraciones y de protección de datos personales.

En definitiva, la nueva estructura territorial del Estado exigía definir las reglas comunes en materia de funcionamiento de las administraciones públicas, el derecho básico que vertebraría el funcionamiento de las diversas administraciones desde un planteamiento unitario que ya no era posible desde principios jerárquicos o tutelares. Junto a ello, la permanente tarea de reforma administrativa y la confianza en el poder de la ley para acometer este fin impulsaron la presentación del proyecto que hoy es ley.

II

La importancia que se atribuyó a la reforma de la legislación en materia de régimen jurídico y procedimiento administrativo común no se tradujo en un debate plural, pausado y enriquecedor.

La Memoria del proyecto no aporta datos de interés, ni criterios que permitan identificar la ideología del nuevo texto. Tan sólo algunas expresiones que casan bien con la mentalidad modernizadora («la modernización del aparato administrativo del Estado que con una acción política decidida ha emprendido el Gobierno no puede obtener sus objetivos sin establecer simultáneamente un escenario jurídico más flexible y ágil que la haga posible».., «el proyecto pretende una ley esencialmente des-reguladora que ponga por delante el interés del ciudadano frente al juridicismo formal de los trámites burocráticos, la trasparencia de la gestión pública frente a la represión, la actividad frente a la inactividad y la responsabilidad frente a la impunidad»). Pero tras estas consideraciones generales la Memoria se reduce a una exposición sucinta de la materia objeto de regulación, naturaleza de la Ley e innovaciones del proyecto.

La aportación del Consejo de Estado en su Dictamen tampoco puede destacarse como muy relevante. Ciertamente se hacen correcciones técnicas valiosas, se apuntan mejoras en la sistemática, pero no aparece una reflexión en profundidad sobre la conveniencia del proyecto, sus principios inspiradores, sus novedades más significativas. El texto que se sometió a consulta era la norma básica de las administraciones y nos permitimos señalar que el contenido del Dictamen nos defraudó por lo mucho que esperamos de tan alto órgano consultivo. Coincidimos por lo general en sus atinadas observaciones, pero se esperaba más.

El protagonismo de la doctrina, de la Universidad más concretamente, fue también escaso durante el proceso de discusión del proyecto de ley. Si una vez publicada la Ley deberían haberse suspendido por un mes las clases de derecho administrativo en las aulas universitarias para permitir al profesorado atender a las múltiples solicitudes de conferencias, debates y sesiones informativas en torno a la Ley 30/1992 (siempre con un extraordinario éxito de público, lo que indica que el derecho administrativo mantiene un notable grado de interés para el funcionario), lo cierto es que en la tramitación parlamentaria la presencia social de la Universidad fue escasa. En los seminarios y discusiones entre profesores el texto del proyecto estuvo presente, pero no se logró transmitir hacia el exterior la aportación de la Academia.

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Como excepción, y sin perjuicio de que pudieran haberse dado otras experiencias similares, destacaría las Jornadas celebradas en Córdoba en junio de 1992 (como dijo el profesor López Menudo en la clausura del coloquio, en esta ocasión Córdoba no permaneció callada), o las organizadas por el propio Ministerio para las Administraciones Públicas con presencia de numerosos profesores de la Universidad. Pero lo cierto es que el eco de tales encuentros en relación al proceso de discusión parlamentaria de la Ley fue escaso, habiéndose producido los debates una vez el texto del proyecto admitía ya pocas reformas sustantivas.

A la vista de esta realidad no estaría de más constatar públicamente que los canales de comunicación no existen, y que debería abrirse un debate sobre la falta de presencia institucional y relevante de la Universidad en los procesos legislativos. La crítica a posteriori, necesaria e irrenunciable, no se ve acompañada con su presencia activa en la fase previa. Tal vez de nuevo en este punto debería admitirse un cierto grado de corresponsabilidad.

En todo caso el proceso de discusión del proyecto de ley fue rápido y silencioso. Destacaría como contrapunto la experiencia italiana. En 1984 el Gobierno creó una Comisión para las reformas institucionales presidida por el profesor Giannini, bajo cuya dependencia se crea una subcomisión presidida por e! profesor Nigro que se ocupará de la reforma del procedimiento administrativo. Esta subcomisión, de la que forman parce los profesores Pugliese, Pericu y Pastori, más consejeros de Estado y miembros del Tribunal de Cuentas, trabajará durante varios años antes de presentar el proyecto de ley que se convertirá en la Ley 241/1990. Durante este período son muchos los coloquios, debares y estudios que aparecen sobre el tema del procedimiento administrativo, y se analiza en profundidad la experiencia comparada. La diferencia con la pobreza de nuesrra reflexión en el proceso de elaboración de la Ley 30/1992 es evidente. (Una breve exposición del proceso de elaboración de ía Ley italiana 241/1990 se encuentra en Corso-Teresi, Procedimento amministrativo e acceso ai documtn-tt, Rimini 1992, pág. 23 y ss.).

III

¿Tiene ideología propia la Ley, a qué responde su articulado? En el coloquio antes cirado celebrado en Córdoba el profesor Muñoz Machado afirmaba que estábamos ante una ley «sin padre ni madre, sin ideología» sobre la que asentarse, lo que constituía para dicho autor el principal defecto del texto normativo.

En busca de esta identidad que parece ausente cabe acudir a los debates parlamentarios. Pata el ministro Eguiagaray, en respuesta a la interpelación parlamentaria del Partido Popular antes mencionada, «lo que pretendemos es precisar legalmente la posición constitucional del Gobierno, separar la esfera polícica del Gobierno y sus competencias constitucionales de la esfera administrativa, con su carácter instrumental y subordinado, fijar un marco jurídico de una administración concebida al servicio de los ciudadanos para cumplir un programa de gobierno democráticamente votado y dirigido por un Gobierno democráticamente elegido; aligerar los procedimientos llenando de contenido real los derechos de los ciudadanos».

Algunas consideraciones merecen estas palabras. La Ley 30/1992 debió ir acompañada de una ley del Gobierno en la que se cumpliera este objetivo de precisar laPage 11 función constitucional del Gobierno como función diversa de la administrativa. Lo cierto es que esta otra ley no existe ni a nivel de proyecto, pese a que la exposición de motivos de la Ley 30/1992 parece recoger alguna idea propia de este nuevo texto legal. No es el momento de valorar un texto legal que no existe, pero en todo caso debe quedar claro que la Ley 30/1992 responde a los otros objetivos que señalaba el ministro, fijar el marco jurídico de una administración concebida al servicio de los ciudadanos.

Debe también destacarse la insistencia en señalar que la Administración es el aparato servicial de un gobierno democráticamente elegido que ha elaborado un programa democráticamente votado. La legitimidad de la acción administrativa parece querer reconducirse a este dato, situando en un lugar subordinado el respeto a las normas procedimentales que regulan el cauce de actuación. Estas parecen identificarse con un garantismo trasnochado al que algunos nostálgicos se aferran injustificadamente. Parece que al ciudadano le interesa únicamente la rápida resolución de los expedientes, y por eso el llenar de contenido los derechos es equivalente a aligerar los procedimientos o, podríamos añadir, dar nuevas soluciones al tema del silencio. Estas serían las razones de ser de la nueva ley.

Si estos han sido los criterios que han guiado la actuación del legislador, parece conveniente formular algunas observaciones de carácter general.

Nada que oponer a que el legislador configure la función propia del Gobierno, tradicionalmente olvidada en nuestros estudios jurídicos. Parece asimismo que es un fin encomiable buscar una mayor celeridad en el actuar administrativo, suprimiendo aquello que sea puro formalismo innecesario, al tiempo que se trata de forzar la respuesta expresa de la Administración. Pero estos objetivos no deben llevar a negar la importancia misma del cauce procedimenta) como institución en la cual se configura la voluntad de la Administración a través de un proceso que luego se refleja en la motivación del acto administrativo. La legitimidad de la decisión administrativa no está en la vinculación del aparato servicial a un gobierno democrático sino en la actuación a través de un cauce previamente establecido en el que se conforma esta voluntad en contacto con los intereses en juego. Dentro de este proceso se define el ejercicio de la potestad discrecional, cuyo resultado será difícilmente controvertible si la propia Administración se «ha llenado» de razón al fundar su decisión en las garantías propias del proceso decisional. De ahí la importancia que darnos al hecho de que la nueva ley obligue a motivar el acto discrecional y, vinculado a ello, al hecho de que el procedimiento recupere su función de garantía del acierto en la decisión administrativa. Pocos argumentos tendrá el juez para revisar una decisión administrativa discrecional si ésta está bien fundada, si en el seno del procedimiento se incorporaron todos los elementos necesarios para justificar el resultado al que se llega y finalmente se da cuenta de la motivación del proceso deductivo que llevó a adoptar tal o cual criterio. Por el contrario, en base a los principios de razonabilidad e interdicción de la arbitrariedad, el juez deberá revisar aquella decisión que trate de ampararse en la única razón de haber sido dictada por una Administración que está al servicio de un gobierno democrático. Limitación del poder administrativo que en muchos casos estará justificada y que no supone en si misma una sustitución gratuita del juez en la función propia de la Administración. Estaremos ante el ejercicio de la función de control sobre una administración que con medios suficientes a su alcance renunció a defender su actuación mediante el simple mecanismo de respetar las reglas formalesPage 12 que ordenan las relaciones en un Estado de derecho. El objetivo a perseguir no es exclusivamente que la Administración dicte un acto expreso en breve plazo, con la seguridad de que la Administración garantiza por si misma el acierto en la decisión. El acierto en el contenido del acto administrativo, la necesaria imparcialidad, sólo se garantizan con reglas formales que vinculen el proceso de formación de la voluntad administrativa.

En esta misma línea de reflexión tiene sentido recordar las ideas que ya hace algunos años expusiera el profesor italiano Benvenuti sobre la función del procedimiento administrativo. Para el citado profesor el procedimiento administrativo debería ser considerado no sólo como una forma de manifestación de la voluntad administrativa, como la realización del poder contenido en una norma, sino que debía dársele un valor añadido. El procedimiento debía entenderse como una legitimación de la actividad administrativa y como mecanismo para limitar los poderes del Gobierno. Recientemente ha insistido en estas ideas el profesor O. Sepe, («Partecipazione e garanrismo nel procedimento amministrativo», RTDP 2, 1992), al establecer que «ti procedimiento deve avere una funzione di efficienza, di ampliamento del giudizio sul mérito dell'attivita amministrativa, di rotura con un sistema di tipo burocrático ed exclusivamente burocrático, di introduzione del principio delta coamministrazione. E una trasformazione que doverebbe qu'mdi portare ad un nuovo modo di essere dell'amministrazione verso una maggiore democratizzazione e ad un inserimento sostanziale del cittadino nello Stato». Volvemos así a plantear el significado de la participación vinculada al control de la discrecionalidad dentro del procedimiento (sin que ello deba llevar a patrimoniaüzar por grupos sectoriales los intereses generales) o, desde otra perspectiva, nos planteamos cual debería haber sido el significado de una nueva ley de procedimiento.

Esta línea reflexiva no aparece en el texto de la Ley en el lugar que hubiéramos deseado. La preocupación por la eficacia y eficiencia, por la modernidad, por la introducción de técnicas informáticas, son la gran novedad que aporta el legislador, junto con la incorporación de los derechos del ciudadano individual en su relación con el aparato administrativo, aparato que se pretende hacer más trasparente (aunque ciertamente poca es la luz que deja filtrar el are. 37 de la nueva Ley). Pero en el campo de la eficacia poco puede aportar el derecho, que, sin embargo, con sus técnicas tradicionales adaptadas a las nuevas realidades, puede seguir siendo útil para la garantía del ciudadano y para determinar los cauces de actuación que legitimen la actividad administrativa al servicio de los intereses generales.

En definitiva, las declaraciones genéricas de modernidad y nueva cultura administrativa dependerán de otros factores a los que la Ley 30/1992 tal vez pueda coadyuvar. Pero la reforma administrativa no está ciertamente en esta Ley, aunque cada ley tiene su vida y desarrollo, y no nos atrevemos a pronosticar el futuro. Pero en si misma la Ley no parece que aporre grandes novedades. Desconoce la realidad del derecho comunitario, sigue más preocupada por la emanación del acto singular que por el proceso de conformación de la función administrativa, reconoce derechos que sólo serán efectivos con una reforma organizativa que no se aborda. Como datos positivos se incorporan soluciones ya consagradas por la jurisprudencia, se mejora la sistemática de la ley, y se incorporan algunas novedades que pueden impulsar reformas significativas (arr. 88 y 107.2).

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IV

Una de las novedades más significativas, y no explicadas, es la falta de regulación del procedimiento para la elaboración de disposiciones generales, La disposición derogatoria 2.b no deroga los art, 129 a 132 de la Ley de procedimiento administrativo que, de esta forma, mantienen su vigor.

¿Qué razón puede justificar la falta de regulación de este procedimiento en la nueva Ley 30/1992?

Una primera explicación podía consistir en entender que el legislador de 1992 ha dado por bueno el procedimiento previsto en la Ley de 1958 y que, en consecuencia, ha optado por no modificar la Ley anterior. Tal explicación es, sin embargo, de difícil aceptación. El procedimiento de regulación de disposiciones generales debía ser adaptado a las exigencias del art. 105.a de la Constitución, y existía una copiosa y contradictoria jurisprudencia en materia de audiencia de los interesados y necesidad o no de Dictamen del Consejo de Estado que requería una clarificación por parte del legislador. Nadie dudaba de que los art. 129 a 132 de la LPA requerían una puesta al día.

Una segunda explicación podría encontrarse en una sentencia del Tribunal Constitucional, la 15/1989, en la que se identifica procedimiento administrativo común con procedimiento general. La Sentencia llega a afirmar que en consecuencia el procedimiento de elaboración de disposiciones generales, calificado como procedimiento especial en la Ley procedimencal de 1958, es competencia de las comunidades autónomas. Vinculando de forma inescindible la competencia material, dictar reglamentos autonómicos, con el cauce a través del cual ejercer esta potestad, se llega a negar al Estado la competencia para incluir dentro del procedimiento administrativo común las reglas generales en materia de procedimiento de elaboración de disposiciones de carácter general.

Esta línea jurisprudencial no ha tenido continuación y, por tanto, tampoco puede encontrarse en la misma la razón que explica el silencio de la Ley 30/1992 en el tema que nos ocupa. El concepto de procedimiento administrativo común ha derivado en la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional hacia la idea de que bajo esta fórmula deben incluirse las reglas básicas procedimentales que garanticen a todos los ciudadanos un trato igual en su relación con las distintas administraciones. En definitiva garantizar que el derecho administrativo tendrá unos mismos principios en todo el territorio del Estado.

La única razón que se nos ocurre pueda haber justificado la actitud del legislador es que se hayan extraído en este punto las consecuencias de las afirmaciones contenidas en el apartado primero de la exposición de Motivos de la Ley 30/1992. Se habría llegado por esta vía a entender que el ejercicio de la potestad reglamentaria es una función propia del Gobierno (art. 97 de la CE), y, consecuentemente, se habría remitido el tratamiento de esta materia a la futura ley del Gobierno.

De ser cierto este planteamiento, se suscitan de inmediato algunos problemas. La Ley del Gobierno se referirá al Gobierno del Estado y, por tanto, no será una ley básica o aplicable al régimen de actuación de las comunidades autónomas y entes locales como texto dictado dentro de la materia procedimiento administrativo común. Las disposiciones generales de estas administraciones quedarán, pues, sin marco general de referencia.

Esta consecuencia no nos parece admisible. El régimen general de elaboración dePage 14 las disposiciones normativas requiere un tracamienco uniforme que garantice el acierto en la actuación administrativa y dé garantías a los ciudadanos, ya sea a nivel individual y sobre codo colectivo. Por ello parece necesario que la modificación de los are. 129 a 132 de la LPA se lleve a cabo por el Estado bajo la cobertura competencial del art. 149.1.18 de la CE, más concretamente dencro del título procedimiento administrativo común.

Cuestión diversa, y que no puede abordarse ahora, es que sea necesario empezar a diferenciar los tipos de reglamentos existentes en razón del sujeto que los dicta y su vinculación a una norma superior previa, para extraer de ello consecuencias en orden a la cramitación necesaria de cada tipo de reglamento. Pero en todo caso deben establecerse unas reglas generales como marco de referencia obligado.

La necesaria distinción de figuras reglamentarias a que hemos aludido debería imponer una diferencia de trato, por ejemplo, entre el reglamento dictado por el Gobierno en ejecución de una ley, como manifestación de la potestad gubernativa, y el reglamento dictado por un ministro para la organización departamental. Ambos son normas, pero requerirán seguramente cauces diversos para su elaboración. O también diferenciar en una ley general estatal, aunque fuera a través de una simple remisión a su régimen específico, el supuesto de las ordenanzas locales, normas dictadas por una asamblea representativa. Del mismo modo, las normas dictadas por las llamadas administraciones independientes requerirían alguna regla especial, regla más necesaria si se llega a crear una autoridad dotada de un régimen de total separación con relación a las directrices o controles de toda instancia administrativa superior. La garantía del procedimiento se hace más patente en estos últimos supuestos pero, en todo caso, parece necesario que se imponga un régimen jurídico general en el proceso de elaboración de las normas llamadas secundarias, régimen que no podría garantizarse en una futura ley del Gobierno.

La competencia del Estado para dictar la Ley 30/1992 también ha sido motivo de concroversia, si bien finalmente la impugnación de la Ley ante el Tribunal Constitucional se ha reducido a unos pocos preceptos que afectan sustancialmente a la materia organizativa (impugnación por parte de las comunidades autónomas de Castilla-León y Cataluña). La distinción entre los títulos materiales sobre los que se proyecta la Ley (régimen jurídico, procedimiento administrativo común, responsabilidad y sanciones administrativas) no es ciertamente tarea fácil, pero por otro lado es una tarea obligada, pues sobre cada una de estas materias se poseen diferentes tipos de funciones.

No es ésta, sin embargo, la cuestión que me parece más importante desde el punto de vista de la posición de la Ley 30/1992 en el conjunto del sistema normativo. Mayor trascendencia tiene, a mí juicio, precisar la relación de la propia Ley 30/1992, con la futura legislación estatal y con la legislación local, pues del reconocimiento o no de una posición jerárquicamente superior de la Ley 30/1992 con respecto a otras leyes sectoriales depende en última instancia que se pueda imponer la existencia de un procedimiento administrativo común.

Ciertamente la propia Ley ya ha roto la unidad del sistema en algunos casos (el más sorprendente es el relativo al procedimiento del régimen disciplinario, disposi-Page 15ción adicional octava), pero otras leyes posteriores pueden imponer un régimen diverso en relación a cualquiera de los temas regulados en la Ley 30/1992. El procedimiento administrativo común, concebido como la regla general en materia procedimental, podría llegar a ser la excepción si las leyes que excepcionan la regla general terminaran por ser mayoricarias.

Expuesto el problema, difícilmente puede encontrarse una solución al mismo. La Ley 30/1992 impone el procedimiento común a los desarrollos reglamentarios ulterio-res, pero carece de fuerza normativa para condicionar las decisiones del legislador estatal. Así las cosas, por ejemplo, en el debatido tema de si la Ley 30/1992 ha derogado o no la regla de la legislación urbanística que impedía obtener por silencio facultades contrarias al ordenamiento jurídico (personalmente creo que tal regla ha quedado derogada y que la ley actual permite obtener estas facultades por la inactividad de la Administración trasladando a la misma la carga de su revisión de oficio y en su caso indemnización), bastaría para mantener la situación anterior con reproducir el criterio de la Ley de 1976 en nueva aprobación de la Ley del suelo, ulterior a la publicación de la Ley 30/1992. Incluso los criterios generales que deben regir la determinación de los supuestos en los que el silencio será positivo o negativo pueden quedar en la práctica alterados si las leyes que se dicten a partir de este momento no respetan las pautas generales contenidas en el art. 43 de la Ley 30/1992. En definitiva, está por ver si en el ámbito de la Administración del Estado la Ley 30/1992 ha consagrado o no la existencia de un auténtico procedimiento administrativo común.

La situación es diversa con relación a las comunidades autónomas. En relación a las mismas la Ley 30/1992 constituye algo más que una ley de bases, al regular en ejercicio de una comperencia exclusiva la materia procedimiento administrativo común. A la comunidad autónoma le resta, de acuerdo con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional a la que alude la propia exposición de motivos de la Ley 30/1992, regular sus propios procedimientos para establecer las especialidades derivadas de su organización propia y permitir el ejercicio de sus competencias sustantivas.

En todo caso para las comunidades autónomas sí que existe una norma que impone un régimen procedimental uniforme que no pueden desconocer. Podemos llegar a la situación en la que la Ley 30/1992 sea tan sólo aplicable al ámbito de las comunidades autónomas, mientras que en el Estado su aplicación se puede haber convertido en la excepción al haber sido arrinconada por las leyes sectoriales. El procedimiento administrativo común pasaría a tener significado únicamente en relación a la actuación de las comunidades autónomas, pues la Ley estatal, por el juego compecencial del art. 149.1.18, adquiere de hecho una posición preeminente con relación al ordenamiento autonómico. Dentro del ordenamiento estatal, por el contrario, la verdadera existencia de un procedimiento administrativo común dependerá de la propia voluntad del legislador, o de un control de dicha actividad legislativa por parte del Tribunal Constitucional a partir del siempre difícil principio de la interdicción de la arbitrariedad.

Mención aparte merece la posición del ordenamiento local en relación con la Ley 30/1992. La exposición de motivos nos dice que «la Administración local, cuyo régimen jurídico está escablecido como básico en el mismo artículo 149-1.18 de la Constitución tiene una regulación específica en su actual Ley de bases que no ofrece ninguna dificultad de adaptación a los objetivos de esta ley y que no exige modificaciones específicas». ¿La Ley de bases del régimen local, que no se deroga expresamente enPage 16 ninguno de sus preceptos, mantiene íntegramente su vigencia a partir de lo que se establece en la transcrita exposición de motivos? No creo que pueda extraerse esta conclusión del contenido de la exposición de motivos, cuando además la propia Ley declara dentro de su ámbito de aplicación a las administraciones locales (art. 2.1.a) y, en ocasiones excepciona expresamente su aplicación a la Administración local (art. 9 o disposición adicional primera).

Reconocida la aplicación de la Ley 30/1992 a las administraciones locales (cuya realidad, por otra parte, ignora de forma absoluta), debe admitirse, sin embargo, que la Ley de bases del régimen local sólo deberá entenderse derogada en aquello que se oponga frontalmente a la nueva Ley 30/1992. Así, si bien no cabe mantener en vía local el recurso de reposición por haber sido suprimido con carácter general en la Ley 30/1992, sí puede entenderse que subsiste este recurso en materia tributaria al mantener este recurso como potestativo en relación a los actos de las administraciones autonómica y estatal (disposición adicional quinta de la Ley 30/1992). La no derogación expresa del art. 108 de la LBRL avalaría esra interpretación. De este modo, por lo demás, garantizamos a todos los ciudadanos un trato común ante las diversas administraciones cuando se trata de impugnar los actos dictados en materia tributaria, trato común que, en última instancia, constituye la finalidad perseguida por la Ley 30/1992.*

VI

El ejemplo final me lleva a formular una última consideración. La Ley 30/1992 ha decidido suprimir con carácter genetal el recurso de reposición y mantener con carácter forzoso el recurso de alzada, ahora rebautizado como ordinario. Se separa aquí el legislador de la posición docrrinal mayoritaria que aconsejaba refundir el régimen de ambos recursos manteniéndolos con carácter potestativo.

El criterio del legislador parece claro. Se suprime algo que no funcionaba y se mantiene el recurso de alzada como manifestación del principio de jerarquía administrativa. El control interno de la Administración debe seguir siendo posible y no importa que se suprima un mecanismo de garantía a favor del administrado porque de hecho esta garantía era inexistente y se convertía en una mera carga para el recurrente.

La solución se podrá seguramenre jusrificar con datos numéricos y con este fin se aportarán cifras sobre la falta de respuesta de la Administración en el recurso de reposición y la falta de supuestos en los que el recurso se estimaba. A mayor abundamiento la Administración justificará la medida legal adoptada por la mayor celeridad que incorpora en la relación ciudadano-Administración, pues ahora el administrado puede acudir directamente a la justicia contencioso-administrativa.

Lo cierto es que tras esta línea de razonamiento se esconde una gran falacia y un manifiesto olvido de lo que es el mundo de la Administración local. Suprimir, como se ha hecho, el recurso de reposición en la esfera local supone dejar indefensos a gran número de ciudadanos, pues en ocasiones el recurso administrativo es el único medio de defensa real. Ante los actos de las entidades locales, que agotan en su inmensa Page 17 mayoría la vía administrativa, no es de recibo decir que se acuda a la vía judicial, donde se obtendrá la verdadera tutela ¿a qué precio, en qué plazo? ¿se ha reparado en que ello puede colapsar aún más la actuación de los tribunales, cuando aún no se han creado los juzgados de lo contencioso-administrativo? ¿no se pudo extraer ninguna consecuencia del error que supuso la supresión de los recursos económico-administrativos? Para recurrir una multa de circulación, ¿deberá acudirse al Tribunal Superior de Justicia con abogado y procurador?

Frente a los actos de las administraciones locales podrían haberse arbitrado otras vías de reclamación administrativa que dieran una tutela efectiva a las posiciones de los administrados, sin negar en ningún caso el recurso ulterior a la vía judicial. El art. 107.2 de la Ley 30/1992 abre la vía a nuevas fórmulas de reclamaciones en vía administrativa, pero al vincular estas experiencias a la sustitución del recurso ordinario nada se podrá hacer en la esfera local, donde precisamente estas fórmulas de garantía alternativas a las que alude genéricamente el art. 107.2 mayor falta hacían.

Parece que el legislador, deslumhrado por los datos sobre la ineficacia del recurso de reposición, haya optado por la solución más fácil y a la vez en sintonía con los postulados propios de la modernización administrativa: se suprime una garantía formal inútil y se abre de forma rápida el acceso a la justicia. Pero las consecuencias de esta medida cuando se pretenda recurrir un acto de la Administración local pueden ser dramáticas.

La respuesta que debiera haber dado el legislador es arbitrar vías de garantía dentro de la esfera administrativa que fueran alternativas a las existentes hasta este momento, y que hubieran podido dar auténtica protección a los ciudadanos en los múltiples casos en los que una garantía de este tipo (rápida, no formal, gratuita) es de hecho la única posible.

Llegamos ya al final de estas consideraciones iniciales sobre un texto legal que sin duda nos ocupará durante largo tiempo. Comienza, como decía al principio, la tarea de interpretar la norma. Al realizar esta función debería prevalecer el esfuerzo para destacar los aciertos y fas reglas de interpretación lógica y coherente del nuevo texto legal, por encima de la tendencia a llevar hasta sus últimas consecuencias las incorrecciones y contradicciones que sin duda contiene la Ley 30/1992. Más difícil, sin duda, será reparar los errores de opción política que suponen decisiones de fondo. En todo caso, se abre un período de indudable interés al que ha querido sumarse este número de Autonomies.

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* El Real Decreto 803/1993, publicado con posterioridad a la redacción de este trabajo, ha «reintro-ducido» de hecho el recurso de reposición en materia tributaria en la esfera local, recurso que se configura como obligatorio.

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