Reflexiones sobre relaciones actuales iglesia-estado en el 1700 aniversario del edicto de Milán

AutorLluís Martínez Sistach
Cargo del AutorCardenal Arzobispo de Barcelona
Páginas93-107

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[Ponencia de clausura de las XXXIII Jornadas de Actualidad Canónica, organizadas por la Asociación Española de Canonistas los días 3,4 y 5 de abril. Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid)]

1. El edicto de milán, inicio de la libertad

Ante todo deseo agradecer a la Presidenta y Junta Directiva de nuestra querida Asociación que me hayan invitado a concluir estas interesantes Jornadas. Quiero deciros que me encuentro muy bien entre vosotros, pues todos somos colegas, canonistas y juristas, y me une con muchos la amistad y muy buenos recuerdos.

Este año celebramos el 1700 aniversario del Edicto de Milán y es pertinente recordarlo y situarlo en las relaciones entre la religión y la sociedad, entre la Iglesia y el Estado. Con el Edicto empezaba una era nueva respecto a estas relaciones. Sería más preciso hablar del inicio de una evolución de tales relaciones. Se ha dicho que el Edicto de Milán fue una especie de “fracaso de entrada”. De hecho, los acontecimientos que siguieron abrieron una larga y

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accidentada historia, que de alguna manera se identifica con la historia de la libertad religiosa.

Como muy bien afirmaba Gabrio Lombardi –que recuerdo con afecto por sus clases de Instituciones de Derecho Romano en la Lateranense, en aquellos años de mi juventud y claramente del siglo pasado– “el Edicto de Milán de 313 tiene una importancia trascendental porque marca el libertatis initium del mundo moderno”1. Esta manifestación indica que las medidas firmadas por dos emperadores, Constantino y Licinio, significaron no solamente el final progresivo de la persecución contra los cristianos, sino sobre todo el acto del nacimiento de la libertad religiosa. Puede decirse que con el Edicto de Milán surgieron por primera vez en la historia dos dimensiones que hoy denominamos libertad religiosa y laicidad del Estado.

El cardenal Scola, arzobispo de Milán, recuerda dos significativas enseñanzas de San Ambrosio, arzobispo de aquella sede. Recordaba a sus diocesanos, en primer lugar, que los cristianos debían ser fieles a la autoridad civil y, en segundo lugar, que esta autoridad debía garantizar a los ciudadanos la libertad religiosa tanto en el plano personal como en el social.

La declaración Dignitatis Humanae, del Concilio Vaticano II, constituye un hito importante en la definición de la libertad religiosa. Este documento conciliar superó la doctrina clásica de la tolerancia y reconoció que “la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa”. Y como afirma Nikolaus Lobkowiz, “la cualidad extraordinaria de la declaración conciliar consiste en haber pasado el tema de la libertad religiosa de la noción de verdad a la de los derechos de la persona humana. Si el error no tiene derechos, una persona tiene derechos incluso cuando se equivoca. Queda claro que no se trata de un derecho delante de Dios; es un derecho respecto a las otras personas, la comunidad y el Estado”2.

No obstante el Edicto de Milán, 1700 años después el derecho a la libertad religiosa no es plenamente reconocido en el mundo. El pasado mes de octubre, en un diario de tirada estatal en España se leía: “Alrededor de 350 millones de cristianos sufren persecución o discriminación religiosa en el mundo. Además, los ataques contra los cristianos han aumentado un 309 % entre 2001 y 2010”3. La noticia es fruto del último informe sobre Libertad Religiosa en el Mundo dado a conocer por Ayuda a la Iglesia Necesitada. Y sin llegar a persecuciones con víctimas humanas, cabe considerar el trato dado a la religión

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en la cultura actual y en las legislaciones de los Estados, en muchos casos con marcado acento laicista.

2. Fuente evangélica del edicto de Milán

El Edicto o Constitución Imperial, aprobado conjuntamente con otra serie de medidas, establecía lo siguiente:

“Habiendo advertido hace ya mucho tiempo que no debe ser cohibida la libertad de religión, sino que ha de permitirse al arbitrio y libertad de cada cual se ejercite en las cosas divinas conforme al parecer de su alma, hemos sancionado que, tanto todos los demás, cuanto los cristianos, conserven la fe y observancia de su secta y religión… que a los cristianos y a todos los demás se conceda la libre facultad de seguir la religión que a bien tengan… Así, pues, hemos promulgado con saludable y rectísimo criterio esta nuestra voluntad, para que a ninguno se niegue en absoluto la licencia de seguir o elegir la observancia y religión cristiana. Antes bien, sea lícito a cada uno dedicar el alma a aquella religión que estimare conveniente”.

El contenido del Edicto de Milán obedece a una expresión de Jesús que se ha convertido en patrimonio de la Humanidad. Se preguntó al Señor si era lícito pagar el tributo al César. La pregunta encerraba mucha malicia e intentaba conseguir del Maestro una respuesta comprometedora tanto si respondía afirmativamente como si lo hacía negativamente4. La respuesta de Jesús, lejos de ser comprometedora, ofreció un principio de perpetua actualidad para las relaciones entre lo espiritual y lo temporal, entre la religión y el Estado, entre la Iglesia y el Estado.

Son muy conocidas estas palabras de Jesús: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Aquí está el fundamento antropológico del Edicto de Milán, del derecho fundamental de libertad religiosa que dio por terminada la persecución de los cristianos en el imperio romano. Y, asimismo, las palabras de Jesús fueron el motivo de los mártires cristianos en el imperio romano antes de aquel Edicto, por no reconocerse la libertad religiosa y aquella distinción que establece el Señor.

Benedicto XVI, después de su viaje a París, de noviembre de 2008, comentando esta máxima evangélica, afirmó: “Si en las monedas romanas estaba impresa la efigie del César y por eso se le debían dar, en el corazón del hombre está la impronta del Creador, único Señor de la vida. La auténtica laicidad no consiste en prescindir de la dimensión espiritual, sino en reconocer que ésta, radicalmente, es garante de nuestra libertad y de la autonomía de las realidades

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terrenas”5. La separación entre autoridades políticas y religión, o entre Estado e Iglesia constituye una aportación propia del Cristianismo. La distinción no ha surgido en contra de la tradición cristiana. Es en el seno del Cristianismo donde se afirman desde sus comienzos la distinción entre la esfera religiosa y la esfera política, los ámbitos competenciales de los poderes políticos y de los poderes religiosos6. El principio de distinción y de mutua colaboración entre las dos esferas se ha de mantener en todos los modelos de relación entre ambas esferas, como explicita la Gaudium et spes del Concilio Vaticano II7.

En los documentos de los pontífices más recientes, la Iglesia ha ido poniendo el acento en el hombre y en los derechos inalienables de la persona y de la sociedad. Juan Pablo II afirmó que el camino de la Iglesia es el hombre. También cabe subrayar que las relaciones de la Iglesia con la política no puedan encuadrarse exclusivamente ya en sus relaciones con el Estado. Más bien la Iglesia ha de valorar y mejorar su presencia y sus relaciones con la sociedad; también con el Estado, pero dentro del marco de las relaciones que la Iglesia tiene que mantener con toda la sociedad y con sus diferentes grupos o sectores.

El peso de la historia de la Iglesia sobre tan difícil tema gravita, aún después del Concilio Vaticano II –en el cual se proclamó solemnemente el principio de la libertad religiosa–, sobre la gran necesidad de la reconciliación y la sana convivencia ciudadanas. Se ha pasado de una concepción fundamentada en el antiguo derecho público eclesiástico al régimen de libertad religiosa.

La Iglesia necesita libertad para anunciar a Jesucristo y realizar su misión en la sociedad, de tal manera que “la libertad de la Iglesia es el principio básico de las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos y todo el orden civil”8.

Por ello, el Concilio Vaticano II afirmó que “donde está vigente el principio de la libertad religiosa, proclamado no sólo con palabras, ni solamente sancionado con leyes, sino también llevado a la práctica con sinceridad, allí, al fin, la Iglesia logra la condición estable de derecho y de hecho para la necesaria independencia en el cumplimiento de su misión divina que las autoridades eclesiásticas reivindican cada vez más insistentemente dentro de la sociedad”9.

3. La laicidad en la palestra

En Francia, Italia y España especialmente se debate sobre la laicidad. Recientemente, Angelo Scola, ha publicado un libro sobre la nueva laicidad10.

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El concepto de laicidad no es algo extraño y ajeno a la tradición cristiana. Benedicto XVI ha subrayado su inequívoca matriz cristiana. Su fundamento se encuentra en aquella famosa sentencia de Jesús sobre el César y sobre Dios que antes hemos recordado11. El mismo Pontífice, en su visita al Presidente de la República italiana, el 24 de junio de 2005, pronunció estas palabras: “Es legítima una sana laicidad del Estado, en virtud de la cual las realidades temporales se gobiernan según las normas que le son propias, sin excluir sin embargo las referencias éticas que encuentran su fundamento último en la religión”.

Tratando de la laicidad considero que se debe insistir en dos aspectos fundamentales. Ante todo la asunción crítica de la Modernidad por parte de los cristianos. Esto pide dar importancia al nexo verdad–libertad y reconocer que la libertad está llamada a valorar y servir a la verdad. Y, además, la Modernidad ha sido concebida a menudo como laica, en el sentido de...

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