Realidades urbanas y marginalidades históricas: la no-ficción como documento polifónico de una memoria de la violencia en Colombia

AutorRigoberto Gil Montoya
Páginas121-134

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Como género y forma de expresión en América Latina la Non-Fiction debe su fortalecimiento a los caminos sugeridos por el Nuevo Periodismo norteamericano, en especial por autores como Hemingway, Mitchell, Capote, Talese, Mailer, tras las huellas del Hersey de Hiroshima (1946). En este terreno, los latinoamericanos harían sus primeras incursiones en los trabajos de investigación y testimonio emprendidos por Gabriel García Márquez en Colombia -Relato de un náufrago (1955)-, Rodolfo Walsh en Argentina -Operación masacre (1957) y ¿Quién mató a Rosendo? (1969)- y Elena Poniatowska en México --La noche de Tlatelolco (1971). Este tipo de autor responde con sus textos a las complejas realidades impuestas por los estados de excepción y el excesivo protagonismo de los militares, por la debilidad del orden civil y una serie de políticas de inter-vención trasnacional, propias de la posguerra.

La Non-Fiction, en tanto género híbrido que se nutre del periodismo, la novela realista, la sociología y el método de investigación inherente al historiador de oficio, se convertirá con los años en un instrumento eficaz para narrar los avatares de la historia, los accidentes de una realidad convulsa que no siempre resulta creíble y asimilable a ojos del lector.

En el caso colombiano esa realidad suele confundirse con la desmesura y el exotismo, aunque más allá de las fórmulas mágicas, subyace la crudeza de un devenir histórico, frente al cual escritores y artistas buscan nombrar de un modo más preciso ese clima que pareciera desbordar los límites de la ficción, permitiéndose el acercamiento al regis-tro de una narrativa facticia sobre la que en general reflexiona Chillón, esto es, «representaciones verídicas» de la vida social a través de testimonios, historias de vida, memo-rias, relatos de viajes, entre otros géneros.1Una literatura de la no-ficción, para el ámbito colombiano, supone aventurar unos tránsitos, sugerir unos autores y obras, arriesgar un camino que permita llegar hasta el nudo de una propuesta de lectura: frente a las formas de la violencia, al color local de unas disputas por el control político y económico, al rostro cada vez más visible de las víctimas, a la variedad y naturaleza de los materiales de archivo y a la necesidad de confrontar las versiones de un discurso oficial, la escritura en Colombia fortalece su espectro más allá de los límites que implica la poesía y la ficción. Ligada al gran texto de la historia como relato y presencia, la no-ficción en

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Colombia amplía el ámbito del examen crítico en torno a una realidad estratificada y a la imperiosa necesidad de la pregunta por la verdad, en términos éticos y morales, de un conflicto político y social que arroja más víctimas que las registradas por sus novelistas en los textos mayores de la ficción.

Me pregunto si es posible definir un país, comprender su fisonomía y aventurar una idea de su realidad histórica que permita, en el orden de lo individual, señalar un signo, una imagen que arroje luces a su comprensión. Sé que se trata de un deseo que suele perderse en las disquisiciones de grupo o en las hipótesis académicas que poco importan al colectivo. Sé que este reclamo puede convertirse en una empresa inútil, cuando la propia realidad de la que queremos tomar partido, deviene inasible, heteróclita y hasta oscura en sus aristas. Es común hablar de una literatura colombiana, como si a partir de allí pudiera señalarse un corpus que, en sí mismo, diera cuenta de una situación histórica en permanente transformación. Una literatura cuyos rasgos ya quisiéramos que nos pertenecieran, o que, por lo menos, fueran significativos de un proceso histórico difícil de comprender, de hecho, por sociólogos, historiadores, periodistas y escritores. Una de las dificultades radica en las propuestas estéticas de los creadores y en los nexos culturales que éstas conectan con otros ámbitos y búsquedas más allá de las fronteras geográficas.

Un acercamiento inicial a la tradición literaria colombiana y en particular a su memoria escrita descubre algunos signos de la formación cultural de un país en crisis: su acendrada retórica, su afán por instaurar un estilo clásico, con fuerte énfasis en los relatos míticos de lo greco-romano y en los apegos a un romanticismo tardío que no consigue desprenderse, a un tiempo, de la nostalgia por la madre patria, esto es, la perfección en el uso de la lengua; la impostura discursiva como una forma de acercamiento -o enmascaramiento- a una realidad conflictiva, que le haría preguntarse a Hernando Téllez en 1951 si para entonces existiría una tradición humanística concreta, o simplemente debía empezar por reconocerse que el humanismo, en tanto expresión de la cultura, no había sido «una tradición, una categoría del espíritu nacional, un patrimonio del hombre colombiano».2Detrás de este enunciado se impone, de hecho, el tiempo y la acción de la hegemonía conservadora (1886-1930), el vínculo del naciente Estado a un poder eclesiástico que definía los rumbos educativos del país y la sospecha de que todo lo foráneo podía contaminar el espíritu ejemplar de una raza pujante. Se miraba con preocupación el arribo de grupos migratorios que amenazarían con debilitar la raza, contrariamente a lo que algunos estudiosos proponían, al advertir que justamente la mezcla racial, en especial con grupos de Europa central, permitiría el fortalecimiento de una raza que tendía a decaer;3bajo un temor paranoico se presumía que los vientos del socialismo ruso propagarían el ateísmo y comunismo en un país rural, como algunos ya lo advertían en los poemas de Vidales, en las crónicas de Tejada, en la labor social de María Cano y en la politización de las organizaciones sindicales que hicieron frente al sonado caso de la Masacre de las bananeras (1928). También era preocupante advertir los brotes vanguardistas provenientes de algunos países europeos, en cuyos manifiestos se anunciaba la experimentación de las formas y la urgencia de extender la expresión artística más allá de los límites impuestos por una tradición clásica, es decir, por unos estilos reconocidos con nombres propios: Miguel An-

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tonio Caro, Guillermo Valencia y Rufino José Cuervo, esa pléyade de letrados que consideraba inseparable el lenguaje, sus usos, del poder político y burocrático.4El grupo que define mejor aquellos tiempos se autonombró bajo una figura que los acercaría a la fauna poética de uno de sus líderes espirituales: Guillermo Valencia. Me refiero a Los Leopardos, un grupo de jóvenes conservadores, en uno de cuyos primeros manifiestos, publicado en 1924, prefiguraban el debilitamiento de su partido y la urgencia de revitalizar las doctrinas del nacionalismo y lo que solían llamar, invocando a Barrès, el «aspecto estético del catolicismo».5Este grupo de derecha, afecto a las ideas de la Falange que José Antonio Primo de Rivera adoctrinó y defendió para la España que pasaría a manos de Franco, después del inicio de una guerra civil donde el asesinato de Lorca y el exilio de los hermanos Machado subrayarían el absurdo de un conflicto que Picasso eternizara en una de sus obras, empezó a ser conocido como los grecolatinos -grecoquimbayas en su acepción peyorativa. Su escenario de acción era la política, pero desde allí impusieron un estilo, una forma de vida intelectual, de la que ni siquiera pudo escapar el caudillo Jorge Eliécer Gaitán. Un estilo retórico, incendiario, valga decir, que atraía obnubilida a esa muchedumbre que en 1948, después del asesinato de su líder liberal, se hizo visible en las calles céntricas de las ciudades, con muestras de una barbarie que tras el fallido experimento del Frente Nacional se haría más fuerte, sobre todo, cuando saltan al escenario los grupos subversivos y los otros, sus oponentes, los paramilitares, frente a una sociedad civil débil en los límites de sus responsabilidades éticas y morales.

Subyace en las primeras miradas críticas y panorámicas a la tradición literaria colombiana una pregunta por la noción que implica la experiencia con el arte y el hecho estético. Sanín Cano, Rafael Maya y Hernando Téllez serían algunas de esas voces que se atreverían a diagnosticar lo que pasaba en el campo de la literatura y en especial con el humanismo en Colombia. Sus conclusiones iniciales son desalentadoras y basta repasar dos obras que coincidencialmente se publican en 1944 -Letras colombianas de Sanín Cano y Consideraciones críticas sobre la literatura colombiana de Maya- para advertir que aun ciertas formas retóricas a las que eran afectos escritores y poetas, y la aspiración a un tipo de romanticismo que ya poco se practicaba en Francia, no daban cabida a expresiones artísticas que podrían fortalecerse a partir de la experiencia con el Modernismo. Esta preocupación captaba el eco del diagnóstico inicial hecho al Primer Salón de Arte Colombiano (1940), celebrado en la Biblioteca Nacional de Bogotá. De acuerdo con el balance expuesto por Luis Vidales, la muestra arroja apenas la idea de que los artistas se encuentran en una etapa previa de experimentación y apropiación del oficio: «Una pintura mode-radamente moderna, firme y sencilla, es la que producen nuestros artistas».6Si a ello se agrega la convocatoria que abre Eduardo Zalamea Borda en 1947 desde las páginas de un periódico capitalino, cuando al advertir la falta de nuevas propuestas literarias invita a los jóvenes poetas y cuentistas para que envíen sus textos, «dentro de ciertas normas de buen gusto»,7con el ánimo de difundirlos, se comprende que algo anda mal en el ámbito literario colombiano. De modo que a uno de aquellos jóvenes, Gabriel García Márquez, que aceptó la invitación de Zalamea Borda, no le faltaban argumentos para denostar la literatura que lo antecedía y para mostrarse rebelde frente

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a esa tradición a la que le tuerce el cuello desde sus primeras incursiones periodísticas, que lo llevaron como corresponsal a las selvas...

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