Rafael Altamira y el grupo de Oviedo

AutorSantos M. Coronas González
Páginas63-89

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Introducción

Una parte sustancial de la vida académica de Rafael Altamira y Crevea (Alicante, 1866-México, DF. 1951), el primer catedrático por oposición de Historia del Derecho de la Universidad de Oviedo, está indisolublemente unida al «grupo de Oviedo», a cuya caracterización universitaria contribuyó de manera decisiva con su magisterio científico y divulgador y su obra escrita de fines del siglo XIX y principios del XX. Si el rector Canella supo convertir la Universidad de aquellos años en un hogar, alegre a veces hasta la francachela, Altamira puso el contrapunto formal, grave y circunspecto, en una actitud de austera afirmación de su individualidad levantina no siempre comprendida por sus compañeros de claustro, preludio de su marcha en solitario hacia las altas esferas del reconocimiento oficial. Pese al progresivo distanciamiento académico, Altamira, que se consideraba a sí mismo un hombre de corazón más que una inteligencia, nunca olvidó a sus colegas de Oviedo, ni tampoco a los alumnos de la Facultad de Derecho con los que había compartido la ilusión pedagógica de sus primeros años universitarios. Casi al final de sus días, en el exilio mejicano, estos recuerdos se hicieron más vivos -tamizados siem-Page 64 pre por el afán de reproducir viejos comentarios y discursos, una constante de su obra que hace bien difícil separar la aportación original de la mera reproducción de trabajos anteriores-, incluyendo entonces, junto a los inolvidables hombres de Asturias (Canella, Aramburu, Buylla, Clarín...), antiguas impresiones de la bella naturaleza asturiana, en especial de las playas e islotes próximos a su residencia veraniega de San Esteban de Pravia. Fue entonces cuando, de manera fugaz, casi tanto como la luz de ese rayo verde del atardecer que describe, reveló la hondura de su sensibilidad romántica y su simpatía oculta por esas formas de vida despreocupadas que encarnara algún bohemio de la rivera. Al tiempo que corregía la imagen de su frialdad académica, legó un postrer recuerdo de esas tierras y hombres de Asturias, a las que quiso rendir, con uno de sus últimos libros1, su propio homenaje sentimental.

1. Una valoración previa: la vocación histórica y pedagógica de altamira

La figura de Altamira, un hombre que lo fue todo académicamente en la España del primer tercio del siglo XX2, ha padecido un cierto obscurecimiento incluso en los ámbitos científicos de su especialidad. Hoy apenas si es mencionado en algún que otro manual de Historia del Derecho y sólo en la rama del Derecho indiano parece mantenerse indeleble la huella de su magisterio por obra de sus discípulos americanistas3. Fuera de estos ámbitos científicos es posible, sin embargo, constatar la revitalización de su recuerdo en su comunidad de origen al calor del localismo imperante, en justa correspondencia al amor que siempre declaró a su terreta valenciana, aunque con la contrapartida del olvido relativo en otras de adopción, como la asturiana. La razón de este aparente olvido científico debe buscarse en su propia obra, dispersa, plural, omnicomprensiva, propia de un humanista que fue a la vez o sucesivamente literato, periodista, pedagogo, iushistoriador, americanista y juez del TribunalPage 65 Internacional de Justicia de La Haya. En la maraña de sus títulos y obras, cifradas ya al final del período referido en unos cincuenta volúmenes 4, cabe rastrear el triunfo de una vocación tardía: la histórica, metodológica y divul-gativa, y la pedagógica5. En estos campos, Altamira fue y será siempre el hombre grande, el maestro «agitador de la conciencia histórica; orientador de la juventud», que destacara hace tiempo García-Gallo 6. En los otros, y especialmente en los iushistóricos de su especialidad, el avance de la ciencia discurrió por otros derroteros de investigación original y rigor heurístico marcados ya en su época por Hinojosa, el maestro admirado a quien dedica alguna de sus obras de divulgación, pero cuyo ejemplo de callada entrega intelectual a la obra real de regeneración científica patria no quiso o no pudo seguir 7.Page 66

Frente a este ejemplo señero de honestidad intelectual que literalmente hizo escuela, la obra de Altamira aparece contaminada frecuentemente por una retórica que no fue, sin embargo, vana y estéril al contribuir a difundir el propio valor de la ciencia en todas las capas sociales, además de ofrecer el mérito intrínseco de su permanente lección pedagógica.

2. Prolegómenos académicos

Altamira, según consta en su expediente académico, fue siempre un excelente estudiante, tanto en segunda enseñanza como en la Universidad8. Pero fue, y sobre todo, un ávido lector que «leía a todas horas» en palabras de su «Breve autobiografía» 9, base de una temprana vocación literaria expresada en semanarios como La Antorcha y La Ilustración popular. Con este bagaje de ensueños propio de un joven de quince años, entró a estudiar Derecho en la Universidad de Valencia, más por consejo familiar que por decisión propia. En los dos primeros cursos, algunas disciplinas humanísticas introductorias mantuvieron el fuego de su fervor literario, bien en solitario o en colaboración con su condiscípulo Blasco Ibáñez con el que pensó escribir una novela titulada Romeu el guerrillero. Después, influido sin duda por la seca realidad de sus estudios, derivó hacia un ensayismo de tipo más erudito, reflejado en la serie de artículos aparecidos en Las Gemianías a lo largo de 1882 («El libre pensamiento y la sistematización en España»), o, los publicados después en La Ilustración Ibérica («El realismo y la literatura contemporánea»), donde dejó constancia de su credo realista, tan en la línea de sus admirados Pérez Galdós y Zola10.

En esta evolución intelectual influyó largamente Eduardo Soler, un profesor de la Universidad valenciana vinculado a la Institución Libre de Enseñanza. Altamira lo recordaría años más tarde como su primer maestro universitario, «el primer hombre que contribuyó hondamente a formarme», al poner en sus manos «los primeros libros fundamentales que habían de labrar la base de mi futura labor científica». A los libros prestados de Krause, Sanz del Río, Ahrens o Giner de los Ríos sumó, en la mejor tradición institucionista, el sentimiento de la naturaleza y del paisaje que Altamira ya nunca abandonaría. El resultado fue una nueva inclinación filosófica racionalista y agnóstica, y una mentalidad más próxima al magisterio de la cátedra que al común destino profesional de sus compañeros de estudios 11.Page 67

3. La experiencia madrileña

Siguiendo el camino de la cátedra, se dirigió a Madrid en el otoño de 1886 para realizar el preceptivo curso de doctorado en Derecho, Sección de Civil y Canónico12. Iba provisto de cartas de recomendación de Soler para Gumersindo Azcárate, Nicolás Salmerón y Francisco Giner de los Ríos 13, llegando a integrarse de un modo natural en el círculo de la Institución Libre de Enseñanza, primero como auxiliar y después como director de su Boletín.

Dos corrientes contrapuestas parecían entonces empujarle, la política y social de Salmerón y Azcárate y la pedagógica y científica de Giner y Cossío, más próxima a sus antiguas aficiones literarias. Al fin triunfó esta última, aunque la influencia de Azcárate se dejó sentir en la elección y dirección del tema de la tesis doctoral («La propiedad comunal», 1887; publicada tres años más tarde con el título Historia de la propiedad comunal, que, calificada por él mismo como un tratado de legislación civil comparada, inicia propiamente la larga serie de escritos científicos de Altamira) y, sobre todo, en la colaboración primero y en la dirección después del diario La Justicia, órgano del Partido Republicano Centralista que, bajo el ideario de Salmerón y con la ayuda de personalidades como la de Azcárate, Labra o Pedregal, pretendía reunir las diferentes ramas del republicanismo español. Fracasado el empeño periodísti-Page 68co y aun su propio intento de ingresar en la política activa, Altamira volvió sus ojos a la política especulativa con el propósito de «educar a la juventud en la práctica y el amor al Derecho, a la Justicia, a la libertad y al progreso en todos los órdenes, sin doctrinarismos ni estacionamientos de escuela o secta».

La oportunidad de poner en práctica estas ideas se la brindó el Museo Pedagógico Nacional, a cuya plaza de secretario accedió por oposición el 23 de julio de 1888. El Museo, creado en 1882 y dirigido por Manuel B. Cossío, pretendía dar a conocer el estado de la primera enseñanza en España y en las demás naciones de su entorno cultural (de ahí su primera denominación de Museo de Instrucción Primaria), facilitando al tiempo el progreso de la pedagogía14. En él explicó Altamira diversos cursos, en especial uno sobre Metodología en la enseñanza de la Historia, fruto de su nombramiento en comisión por el Ministerio de Fomento para estudiar la organización de los estudios históricos en Francia en todos los grados de la instrucción pública, base de un nuevo libro La enseñanza de la Historia 15(1.a ed., Madrid, 1891; 2.a ed., Madrid, 1895), que obtuvo un juicio elogioso de la crítica; a este curso siguieron otros sobre Historia de España en el siglo XVIII, o de Historia de la civilización española, en la que mostraba su sintonía con las nuevas tendencias historiográficas europeas de la Kulturgeschichte. Paralelamente en su calidad de...

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