La proyección internacional de la marca comunitaria

AutorÓscar García Maceiras
Cargo del AutorUniversidad de A Coruña

La proyección internacional de la marca comunitaria (*)

INTRODUCCIÓN

El fenómeno de internacionalización de la vida económica ha alcanzado en nuestra época un desarrollo espectacular(1). Los intercambios de bienes y servicios han traspasado definitivamente el ámbito estatal y lo que anteriormente era regulado por los ordenamientos jurídicos nacionales ahora requiere respuestas más complejas en forma de normas cuyos efectos vayan más allá del territorio de un único Estado.

La tendencia globalizadora que caracteriza a la actual regulación del comercio internacional, cuya más reciente manifestación es la creación de la Organización Mundial del Comercio tras la Ronda Uruguay, implica, junto a una mayor eficacia de los mecanismos de represión de las prácticas ilícitas, el progresivo debilitamiento de las diferentes trabas que a los bienes y servicios no nacionales se imponen para su acceso y presencia en un determinado mercado. Casi definitivamente superadas las clásicas manifestaciones restrictivas como los aranceles o las restricciones cuantitativas, desde la década de los setenta las diferentes políticas comerciales contemplan nuevos medios -más sofisticados e imprevisibles- que, de modo indirecto, limitan los intercambios transnacionales. Estamos ante lo que la doctrina económica internacional denomina «neoproteccionismo» y que puede definirse como la aplicación por parte de las autoridades de un determinado Estado -o de una organización económica de integración (supuesto de «neoproteccionismo zonal»)- de una serie de medidas que, si bien encuentran su justificación en ámbitos alejados de la política comercial, inciden notablemente sobre las corrientes comerciales (2). Junto a otras -uso de normas técnicas y sanitarias o medidas antidumping- nos interesa destacar la incidencia que para el intercambio transnacional tiene el «signo o medio que distinga o sirva para distinguir en el mercado productos o servicios de una persona, de productos idénticos o similares de otra persona», esto es, la incidencia de los derechos de marca, tal y como ésta aparece definida en el artículo 1 de la Ley 32/1988, de 10 de noviembre, de Marcas.

En este sentido, si la actuación de un gran número de empresas se desarrolla más allá del ámbito de un único Estado, el resultado final de tal actuación -un producto o servicio específico y determinado- es susceptible de ser disfrutado en territorios diversos, siendo conveniente tanto para el productor como para el consumidor que tal diversidad no sea obstáculo para una común caracterización externa del producto, esto es, para que una misma marca esté presente en los diferentes mercados de los diferentes países a los que concurra(3). La regulación estrictamente estatal de los derechos de propiedad industrial y, en concreto, de los derechos de marca, enunciada en torno al clásico principio de territorialidad, limita la capacidad de acceso a una pluralidad de mercados en tanto que la necesidad de acudir a protecciones jurídicas estatales múltiples e independientes entre sí supone, al conllevar diferentes requisitos, procedimientos, etc., importantes costes de gestión que o bien aconsejan competir únicamente en el mercado nacional, o bien repercuten en el consumidor o usuario con la consiguiente pérdida de competitividad.

Estas ideas rigen la aprobación de distintos instrumentos internacionales que, en tanto que han debilitado las trabas impuestas por las normativas estatales, son manifestaciones evidentes de extraterritorialidad y que, pese a su diferente alcance -menor, en los supuestos basados en la armonización y en la reciprocidad; mayor, cuando se posibilita, con base en un registro único, la protección simultánea-, hemos convenido en denominar «Sistemas Internacionales de Marcas».

Paralelamente a la internacionalización de la vida económica, la década de los cincuenta marcó el inicio de la aparición de fenómenos de integración económica de carácter regional en el seno de organizaciones internacionales que han venido asumiendo importantes competencias anteriormente reservadas a los Estados. Junto a otros (NAFTA, Mercosur o la Comunidad Andina), el supuesto que ha alcanzado mayores cotas de integración es el de las Comunidades Europeas, en las que de una inicial asociación de libre comercio -sin aranceles internos ni contingentes pero con aranceles externos independientes- se pasó a una Unión Aduanera, que impone un arancel exterior común, para llegar, tras el 31 de diciembre de 1992, al Mercado Único, en el que, junto a los caracteres propios de la Unión Aduanera, se han de verificar definitivamente las cuatro libertades básicas en torno a las que se ha venido articulando el proceso europeo: libre circulación de personas y servicios, libertad de establecimiento, libre circulación de capitales y libre circulación de mercancías.

La existencia de un único mercado en el que las mercancías y los servicios puedan circular de un modo libre es difícilmente compatible con el hecho de que, en ese mismo mercado, se encuentre una pluralidad de normativas en materia de derechos de marca. Esto ha dado lugar a una lenta pero tenaz evolución tanto jurisprudencial como normativa tendente al desarrollo de mecanismos, en un principio atenuantes y, posteriormente, superadores de la concepción estrictamente estatalista de la regulación de los derechos de marca y que, el 20 de diciembre de 1993, derivó en la aprobación del Reglamento del Consejo 40/1994 sobre la Marca Comunitaria, en el que se establece «un entero sistema de marcas (el sistema de marcas comunitario), tanto en lo que hace a su faceta sustantiva y procedimental, como a su faceta institucional» (4).

El presente estudio pretende acercarse a las relaciones entre el Sistema Comunitario y los diferentes Sistemas Internacionales de Marcas analizando las vías de acceso o «pasarelas» existentes entre los mismos. De lo que se trata es de analizar las posibilidades que una marca comunitaria tiene de acceder al Sistema de la Unión de Madrid o al ADPIC de la Organización Mundial del Comercio, y viceversa, en el entendimiento de que estamos ante una aproximación eminentemente comparativa en la que, más que en el funcionamiento interno de los distintos Sistemas -a los que someramente nos referiremos con carácter previo-, hemos de fijarnos en las condiciones de acceso a los mismos desde la perspectiva superadora del principio de territorialidad(5) que ha de informar los intercambios de bienes y servicios.

La regulación de los derechos de propiedad industrial partía, al inicio del proceso de construcción europea, de una concepción eminentemente estatalista, tal y como aparece consagrada en el artículo 36 del Tratado de la Comunidad Económica Europea (Roma, 25 de marzo de 1957). Así, aun cuando el artículo 30 prohibe «las restricciones cuantitativas a la importación, así como todas las medidas de efecto equivalente», tal prohibición no se considera «obstáculo para las restricciones a la importación, exportación o tránsito justificadas por razones de orden público, moralidad y seguridad públicas, protección de la salud y de la vida de las personas o animales, preservación de los vegetales, protección del patrimonio artístico, histórico o arqueológico nacional o protección de la propiedad industrial o comercial», si bien «tales prohibiciones o restricciones no deberán constituir un medio de discriminación arbitraria ni una restricción encubierta del comercio entre los Estados miembros» (art. 36 TCE; la cursiva es nuestra).

Aun cuando las legislaciones nacionales no constituyeran «un medio de discriminación arbitraria ni una restricción encubierta», el principio de estatalidad sobre el que se asentaba la regulación de los derechos de propiedad industrial, asumible en el estadio inicial del proceso de integración en tanto que «expresión de la política económica y cultural de cada Estado en uso de su soberanía, que implica la parcelación de los derechos reales y de las vías de protección de tales derechos» (6), se mostró insuficiente ante el progresivo aumento de los intercambios intra-comunitarios de bienes y servicios verificado tras el exitoso establecimiento de la Unión Aduanera(7).

La lenta pero tenaz evolución desarrollada en el ámbito de los derechos de marca en el contexto europeo ha sido protagonizada, en exclusiva hasta la pasada década, por el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas que ha interpretado, en una extensa pero no siempre convincente doctrina(8), el artículo 36 TCE en el sentido de limitar los efectos restrictivos que para la libre circulación de mercancías y el derecho de la competencia puede tener la actividad normativa y de gestión de los Estados miembros con respecto al Derecho de marcas.

En todo caso, la ausencia de un Derecho uniforme comunitario en materia de marcas, sustitutivo de los respectivos Derechos nacionales de los Estados miembros de la Comunidad, mantenía abierta, ante la tabicación que provocaba, la posibilidad de que se produjeran fricciones entre esos Derechos y los principios que sustentan el proceso de integración comunitaria, de entre los que la libre circulación de mercancías supone uno de los aspectos más significativos(9). Es por ello que, paralelamente a la labor del TJCE, el objetivo de configurar un sistema de marcas común a la generalidad del territorio de las Comunidades Europeas estuvo presente prácticamente desde los inicios de la construcción europea (10). Fruto de esta necesidad fueron la aprobación, respectivamente, el 21 de diciembre de 1988 y el 20 de diciembre de 1993, de la Primera Directiva de armonización de las legislaciones de marcas de los Estados miembros y del Reglamento sobre la Marca Comunitaria, que suponen los dos principales hitos que, respecto de los derechos de propiedad industrial, ha alcanzado el ordenamiento jurídico comunitario.

Al inicio de nuestra exposición mencionábamos el artículo 36 como el consagrado a la determinación de la concepción comunitaria de la...

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