Prólogo

AutorManuel Álvarez Tardío
Páginas11-18

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La Segunda República española cuenta, como es sabido, con una bibliografía profusa, aunque a nadie puede ocultársele que una parte importante ha perdido mucho de su valor inicial en la medida en que los moldes metodológicos sobre los que se construyó se han demostrado poco o nada provechosos, cuando no fraudulentos. Es verdad que casi ningún aspecto relevante de aquel período está desprovisto de algún tipo de estudio o aproximación. Y sin embargo, resulta sorprendente la existencia de un claro desequilibrio en el tratamiento de unas y otras temáticas. Hasta hace relativamente poco no contábamos, por ejemplo, con un estudio completo de la derecha liberal republicana; y no son una ni dos las biografías de personajes centrales de la vida republicana que están por hacer, aun cuando recientemente hemos tenido importantes contribuciones en ese terreno con los estudios biográficos de Niceto Alcalá Zamora (Gil Pecharromán, 2005), Marcelino Domingo (Pujadas i Martí, 1996) o Francisco Largo Caballero (Fuentes, 2005).

En realidad, si atendemos al terreno de la historia de la vida política, esto es, al funcionamiento de las instituciones representativas, el sistema de partidos, las elecciones, la cultura política o las biografías políticas, no puede decirse, ciertamente, que exista una inflación de estudios para el caso de la Segunda República. Las razones son varias, aunque no cabe duda de que una de las decisivas ha sido el impacto negativo de todos aquellos años en los que la historia política pasó a ser considerada una historia tradicional, y por tanto prescindible para la correcta comprensión del devenir histórico. Al parecer, ni la política ni los políticos podían explicar las complejas tramas sociales y culturales que daban sentido al paso del tiempo; es más, la política no aportaba pero contaminaba, sólo servía para distraer la atención a favor de quienes tenían en sus manos la producción del discurso y los medios para perpetuar un sistema de dominación que les era favorable. En definitiva, en una historia construida desde abajo, la historia política sólo era un recuerdo curioso del pasado.

No nos hemos librado del todo, pero es evidente que desde un tiempo a esta parte es un hecho cierto el resurgimiento de la biografía y de una historia de la política renovada, bien consciente, en muchos casos, de las nuevas propuestas que tan buenos frutos han dado en la historia del pensamiento político y en la llamada nueva historia cultural. No con toda la fuerza que sería deseable, pero la historia política aplicada a la mejor comprensión de nuestra historia contemporánea, ha conseguido resultados de indudable calidad. Hoy conocemos mucho mejor que hace treinta años aspectos múltiples de la vidaPage 12 política del siglo XIX, por no hablar del período de la Restauración. La Segunda República también ha salido beneficiada; y sin embargo, las numerosas carencias que siguen apreciándose llaman la atención, por ejemplo en el terreno de la vida parlamentaria, y particularmente en el caso de los grupos parlamentarios.1

No hace falta un estudio sistemático de la historiografía de la Segunda República para advertir el desequilibrio entre los trabajos dedicados al primer bienio y todo lo referido al segundo. Quizá porque el cambio político que tuvo lugar en las elecciones del 19 de noviembre de 1933 fue despachado durante mucho tiempo como la simple reacción de los agraviados por las reformas del bienio presidido por Manuel Azaña, como la antesala de una operación de acoso y derribo a la legalidad constitucional protagonizada por la coalición derechista de la CEDA. Interiorizada la propaganda del "bienio negro", resultó que la vida política después de las navidades de 1933 dejó de ser relevante ante la más que justificada reacción de las izquierdas que habría de culminar en el heroico Octubre de 1934. Una y otra vez, los años 1934 y 1935 no merecían otra calificación que, a lo sumo, "bienio rectificador", período de desmontaje de la gran obra reformista dirigida por Azaña y avalada por los socialistas. Y puesto que de destruir se trataba, a muchos historiadores no parecía importarles otra cosa que la descripción y comprensión del fenómeno de respuesta de las izquierdas ante esa operación de destrucción de la República. Sin olvidar, además, que la presencia de una revolución como la de octubre de 1934, justo en el ecuador de ese segundo bienio, eclipsaba cualquier intento razonable de comprensión de la política radical-cedista en su propia lógica interna y desde la perspectiva de quienes legítimamente habían ganado las elecciones generales y movilizado a una parte muy amplia del electorado español.

¿Para qué estudiar, por tanto, las elecciones de noviembre de 1933? ¿Acaso no era más interesante, en la lógica interpretativa de bienio reformistabienio negro, ocuparse de las elecciones fundacionales de 1931 y acto seguido de las que, en 1936, habrían de servir para recuperar ese mismo período fundacional y sepultar para siempre la reacción? ¿Para qué estudiar el parlamento presidido por un ex monárquico como...

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