Prólogo

AutorRafael de Mendizábal Allende
Páginas17-26

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En 1959 tuvieron lugar las primeras oposiciones para seleccionar a los llamados “Magistrados especialistas de lo contencioso-administrativo”, que creó la Ley de esta Jurisdicción de 1956. Dado el nivel de preparación realmente excepcional de los opositores (como los de las siguientes en que siguió rigiendo el programa durísimo publicado en el BOE de 8 de septiembre de 1958), nos resultó muy difícil la selección a los que integrábamos el Tribunal. Lo presidía don José Castán, quien al final nos obsequió con una cajita de caramelos (como los que ahora nos siguen dando en las sesiones de la Academia de Jurisprudencia), que, según se decía, el Presidente del Tribunal Supremo solía costear con cargo a una partida presupuestaria destinada al pago de las costas a que podía ser condenado el Estado, que todos los años quedaba intacta por lo insólita que era entonces una condena semejante. Uno de los primeros números de aquellas oposiciones, creo que el 4, fue Rafael de Mendizábal, aunque luego sería el segundo de ellos en llegar al Tribunal Supremo.

Le había conocido mucho antes, porque cursó los estudios de bachillerato en el mismo colegio que yo (el Colegio San Ignacio). Pero de aquella época sólo me quedaba el recuerdo de uno de los chicos de los cursos posteriores, alumno brillante que, a pesar de la edad –todavía era un niño– estaba enamorado de una compañera que hacía versos, Teresa. Tuve ocasión de empezar nuestra amistad después de la oposición, cuando ya era magistrado de lo contencioso-administrativo, pues antes, durante los años previos de servicios judiciales (que eran requisito para poder opositar), los había prestado en órdenes jurisdiccionales en que sólo excepcionalmente he ejercido. Entonces pude apreciar que era un juez, con todo lo que ello significa. Porque ser juez supone una vocación y una consagración como muy pocas profesio-

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nes, según Rafael nos explicó en Códice con un juez sedente, delicioso discurso de ingreso en la Academia de Jurisprudencia, el 31 de mayo de 1999. Y ha sido juez, no solo en el orden jurisdiccional contencioso administrativo, en que ha tenido que juzgar día a día a la omnipotente Administración pública, sino ya fuera de todo orden jurisdiccional, durante los años en que fue Magistrado del Tribunal Constitucional. Así lo puso de manifiesto en los votos particulares que su conciencia y su sólida formación jurídica le obligaron a formular, en especial el ejemplar puesto a la Sentencia 105/2000, heredera de aquella otra nefasta, la 45/1986, de 17 de abril, que constituyó el primer gravísimo atentado al modelo de justicia que, a pesar del equívoco texto de su artículo 122.3, parece que trató de implantar en España la Constitución de 1978, como Mendizábal nos recordó años después en la Academia de Jurisprudencia y ahora recupera en el capítulo tercero de este libro. A aquel voto particular le dediqué la atención que merecía en mi inter-vención de aquel curso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas sobre Los atentados al modelo de justicia de la Constitución, que con ese título apareció en los “Anales” de la Corporación y en la “Revista Española de Derecho Administrativo”.

Como buen juez, con las virtudes que debe reunir y que Rafael nos dejó resumidas en su Códice, tuvo siempre las puertas abiertas a los abogados litigantes. Y sabía oír y escuchar con bondad, discreción, prudencia y –aunque esta virtud no la recuerde en su Códice– con paciencia, pues infinita paciencia es la que hay que tener para poder aguantar a algunos de nuestros colegas, como nos recordó hace años Calamandrei en aquel Elogio a los jueces hecho por un Abogado, escrito después de muchos años de ejercicio profesional. Puedo afirmar que siempre que acudí a él –y como es mi costumbre solo cuando lo he considerado estrictamente indispensable hacer fuera de los cauces procesales–, me escuchó y atendió procurando evitar lo que pudiera llevar a cometer una injusticia. Lo que no quiere decir que siempre me diera la razón. Aunque yo creyera que la tenía. Pero nunca llegamos en nuestras conversaciones a lo que según me contó un día D. Nicolás Pérez Serrano le había ocurrido con D. Manuel de la Plaza del que había sido compañero de Colegio en Granada. Al salir un martes de la sesión de la Academia de Ciencias Morales y Políticas y criticar D. Nicolás una sentencia de la Sala 1ª, le contestó Plaza: “no te quejarás de cómo te tratamos en la Sala, pues pocos son los re-

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cursos que pierdes”. Y D. Nicolás le replicó: “porque los he perdido antes en el despacho”. Al comentármelo D. Nicolás, añadía: “y de esos que yo pierdo por considerarlos inviables, algunos los acaba ganando cualquier otro Abogado”.

La vocación por el Derecho administrativo –solo así se explica someterse a aquellas oposiciones, preparadas mientras se prestaban servicios en otros órdenes–, no solo se manifestó en su aplicación a través de excelentes ponencias, sino en...

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