La prohibición de demolición y su alcance en una novela de mayoriano

AutorBelén Malavé Osuna
Páginas305-322

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Las disposiciones normativas concernientes a la conservación, reparación y estabilidad de los edificios, tanto privados como públicos, han sido particularmente prolijas desde tiempos muy remotos; tanto es así que un importante sector doctrinal opina incluso que la norma de las Doce Tablas que prohibía separar el tignum iunctum del edificio de otro, sancionando en cierto modo la integridad de la unidad constructiva, en definitiva, cubría el interés de la permanencia estable de los edificios, aunque resulta arriesgado afirmar que se tratase de una auténtica limitación1. Sea como fuere, lo cierto es que ha existido desde siempre un empeño denodado en evitar la destrucción de los edificios en todas sus posibles variantes, es decir, ya fuese total o parcialmente, incluso teniéndose en cuenta además, el objetivo perseguido con la destrucción2. Es obvio que la destrucción de los edificios se produce de ordinario bajo la forma genérica de demoliciones, que pueden realizarse respecto al edificio en su totalidad o sólo respecto a específicas partes del mismo, retirando ciertos elementos constructivos de la unidad que representa la edificación, normalmente, para incorporarlos con posterioridad a otras obras. Tanto un tipo de demolición como otro fueron ya contemplados en toda esa vasta normativa, ya fuese desde el punto de vista puramente estético o exclusivamente práctico, como nos hemos encargado de revelar en el presente estudio. Es más,

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las leyes municipales y coloniales muestran con una cuidada precisión semántica cuáles eran las conductas vetadas, a saber, detegere, demoliri y disturbare. Si nos fijamos, no existe acto dañoso infligido a un edificio que no esté subsumido en alguna de tales categorías; en efecto, destejar o descubrir (detegere); demoler o derribar (demoliri) y arrancar o desmontar materiales (disturbare) son acciones contempladas paritariamente en estas leyes3, pues todas ellas atenían contra la imagen decorosa de las ciudades4 o disminuyen sensiblemente el número de habitáculos disponibles, dando ocasión a las despoblaciones masivas. Por tanto, en el ámbito de la edificación privada encontramos testimonios significativos de la preocupación por la estabilidad y permanencia de las construcciones, desde épocas tempranas, sin que olvidemos por otra parte las numerosas y diversas actuaciones imperiales en ese sentido. Efectivamente, disponemos de fuentes literarias5 y en mayor cantidad, jurídicas, que disponen ciertas restricciones a los propietarios respecto a la eventual demolición de sus casas y detracción de elementos y materiales de construcción, iniciándose de esta forma una sucesión de intervenciones legislativas de distintos emperadores, recogidas fundamentalmente en el Código de Justiniano6. Junto a éstas y por lo que hace a los edificios públicos, contamos con un nutrido muestreo de la acción imperial contra las demoliciones en el Título I De aedificiis publicis del Libro decimoquinto del Código Teodosiano, tal y como evidencian las diversas constituciones7. En ellas se

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atisba una progresión ascendente del control imperial, en el proceso edificatorio público, tal como mandan los cánones del Dominado, dado que la intervención del Emperador se reivindica en su calidad de máxima autoridad competente. En efecto, el monopolio imperial existente respecto a las obras públicas nuevas se ejercía en todas partes, aunque el servicio no contaba con una reglamentación completa ni permanente8; en cambio, el servicio de conservación no estaba estructurado como monopolio imperial, primero, porque cualquiera sin excepción podía restaurar (C.Th.15,1,11:...ea tamen instaurandi, quae iam deformibus rui-nis intercidisse dicuntur, universis licentiam damus) y segundo, porque estaba prohibido recurrir al emperador para asuntos menores (C.Th.l5,l,2:...Z)e rebus autem praecipuis maximisque, non de quibuscumque vilissimis nostrum debent interpellare consilium.) No obstante, constatamos que a buen seguro la consideración de "asunto menor" fue transformándose con los años, de tal forma que el Emperador va cobrando cada vez mayor protagonismo en todo el iter seguido por las edificaciones públicas, a prescindir del servicio de que se tratase. Tanto es así que, por decirlo gráficamente y tras haber revisado los textos, en ellos se requiere la participación de la autoridad imperial hasta en tres fases distintas9: al inicio del citado proceso, es decir, en el momento en que van a comenzarse las obras10;

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en la fase intermedia, es decir, durante su ejecución11 y, finalmente, también se requiere la participación del Emperador cuando, por los motivos que fuesen, se decide demoler los edificios ya erigidos12. Por tanto y visto el asunto globalmen-te, podemos decir que apenas nada quedaba fuera del control imperial, pues, a lo sumo, este control se completaba con la obligada participación también de otros poderes públicos involucrados. Siendo así las cosas, vamos a centrarnos en esta

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ocasión en la injerencia imperial, cuando de demoliciones se trataba, ya fuesen totales o parciales; destinadas a obtener lo necesario para reparar otras obras, o destinadas sin más a levantar edificios nuevos con los materiales de derribo obtenidos; en definitiva, vamos a detenernos en una curiosa norma promulgada en la segunda mitad del siglo V, poco antes del eclipse total del Imperio de Occidente: nos referimos a la conocida como Novela IV de Mayoriano de aedificiispublicis. En ella late un profundo lamento por el esplendor perdido de Roma, al que han contribuido de manera precisa y contundente los particulares pero, sobre todo, la autoridad urbana que tal vez ha permitido expresamente las expoliaciones o, sin más, ha presenciado impasible la destrucción del patrimonio de la ciudad. Veamos primero el texto:

Nov. Maj. IV (de aedificiis publicis)

IMPP. LEO ETMAJORIANUSAA. AEMILIANO P U.

Nobis r(em) p(ublicam) moderantibus volumus emendari, quodiam dudum ad decolorandam urbis venerabilisfaciem detestabamur admitti. Aedes si quidem publicas, in quibus omnis Romanae civitatis constitit ornatus, passim dirui plectenda urbani officii suggestione manifestum est. Dum necessaria publico operi saxafin-guntur, antiquarum aedium dissipatur speciosa constructio et utparvum aliquid re-paretur, magna diruuntur. Hinc iam occasio nascitur, ut etiam unusquisque priva-tum aedificium construens per gratiam iudicum in urbe positorum praesumere de publicis locis necessaria et transferre non dubitet, cum haec, quae ad splendorem urbium periinent, adfectione cívica debeant etiam sub reparatione servari. Idcirco generali lege sancimus cincta aedificia quaeve in templis aliisque monumentis a veteribus conditapropter usum vel amoenitatem publicam subrexerunt, ita a nullo destruí atque contingi, ut iudex, qui hocfieri statuerit, quinquagenta librarum auri inlatione feriatur; adparitores vero atque numerarios, qui iubenti obtemperaverint et sua neutiquam suggestione restiterint, fustuario supplicio subditos manuum quoque amissione truncandos, per quas servanda veterum monumenta temerantur. Ex his quoque locis, quae sibi conpetitorum hactenus vindicavit revocanda subrep-tio, nihil iubemus auferri: quae ad ius publicum nihilominus redeuntia ablatarum rerum volumus reformatione reparari, submota in posterum licentia conpetendi. Si quid sane aut propter publicam alterius operis constructionem aut propter des-peratum reparationis usum necessaria consideratione deponendum est, hoc apud amplissimum venerandi senatus ordinem congruis instructionibus praecipimus adlegari et, cum ex delibéralo fieri oportere censuerit, ad mansuetudinis nostrae conscientiam referatur, ut, quod reparari nullo modo viderimus posse, in alterius operis nihilominus publici transferri iubeamus ornatum, Aemiliane p(arens) k(arissime) a(tque) a(mantissime). Quapropter inlustris magnitude tua saluberri-mam sanctionem propositis divulgabit edictis, ut, quae pro utilitate urbis aeternae provide constituía sunt, famulatu congruo et devotione serventur. DAT. VID. IUL. PAV.D. N. LEONEETMAJORIANOAA. CONSS.

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"Mientras gobernamos el Estado, es nuestra voluntad corregir una práctica que hemos detestado hace mucho tiempo y que consiste en estropear el aspecto de la Ciudad venerable. En efecto, es manifiesto que los edificios públicos en que consiste toda la belleza de la Ciudad de Roma están siendo destruidos por todas partes bajo la recomendación punible de la Oficina del Prefecto de la Ciudad. Bajo el pretexto falaz de una necesidad apremiante de piedras talladas para las obras públicas, se hace añicos la admirable estructura de los edificios antiguos y para restaurar tal o tal edificio pequeño, grandes edificios están siendo destruidos. Ahora surge la ocasión de que cada persona que construye un edificio privado no vacila en tomar los materiales necesarios de los edificios públicos y los transporta con el favor de las autoridades de la ciudad, aunque aquellas cosas que pertenecen al esplendor de las ciudades deberían ser conservadas por afecto cívico, incluso aunque necesiten reparación. Por lo tanto, mediante esta ley general sancionamos que nadie destruya el conjunto de edificios que han sido fundados por los antiguos, como templos y otros monumentos construidos para el uso o la amenidad pública, hasta el punto que un magistrado que decidiera hacer tal cosa será condenado a una pena de cincuenta libras de oro; en cuanto a los empleados y contables que obedecieran tales órdenes y no resistieran por propia iniciativa, se expondrán al suplicio de azotes y se les amputará las manos con las cuales han profanado los monumentos de los antiguos que debían haber salvaguardado. En cuanto a los locales que hasta el presente han reivindicado los solicitantes para ellos mismos, cosa que es necesario anular, ordenamos que no sea llevado nada de allí y es nuestra voluntad que tales sitios vuelvan a la titularidad estatal, siendo reparados con los...

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