Proceso penal canónico y colaboración con la justicia estatal en los delitos de abusos sexuales

AutorJesús Rodríguez Torrente
Páginas23-66

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Introducción

Según el manual de diagnóstico de los trastornos mentales, la pedofilia se encuentra dentro de la categoría de parafilias, ubicada dentro de la categoría mayor de Trastornos sexuales y de la identidad sexual. La pedofilia se define como fantasías sexuales recurrentes y altamente excitantes, impulsos sexuales o comportamientos que implican actividad sexual con niños (13 años o menos) durante un periodo no inferior a los seis meses. El manual indica que estas fantasías e impulsos sexuales provocan un malestar clínicamente significativo o un deterioro social, laboral o de otras áreas de la actividad del individuo. Indica, además, que se debe distinguir a su vez, en el diagnóstico, cuándo se trata de una situación incestuosa, si es exclusivo hacia niños o también hacia niñas.

En la articulación judicial del Estado Español, los artículos 180-181 del código civil consideran delito de agresión sexual o de abusos, la relación sexual con un menor de trece años. Para la Iglesia quedan calificados como pecados criminales, por lo tanto, delictivos. Hemos de reconocer que, lo cierto es que, la existencia de abusos en la Iglesia es un hecho pero, también, que es un hecho que no es específico de la Iglesia. Por lo que creo que no deberíamos jamás minimizar el problema, pero tampoco entender que su extensión es exclusiva de la Iglesia1.

La realidad que estudiamos y que se centra en la relación pederastia-clero ha sido utilizada por los medios de comunicación, desde hace años, para

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presentar una imagen distorsionada de la realidad de la Iglesia y, sobre todo, de los sacerdotes o religiosos, identificando su persona dentro de la misma como abusadores de menores por ser ministros sagrados o de vida consagrada. Quizás sea bueno recordar, a este respecto, parte de la homilía del Papa Benedicto XVI en la clausura del año sacerdotal cuando afirmaba que: Era de esperar que al enemigo no le gustara que el sacerdote brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y, así ha ocurrido que, precisamente en este año de alegrías por el sacramento del sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños, en el cual el sacerdote, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario2.

El final del siglo XX y el comienzo del siglo XXI ha estado marcado en la Iglesia por el problema de los abusos a menores, que ha puesto en el punto de mira a la misma por parte de todos los grupos sociales. Bien sea por la repercusión de la situación vivida en EEUU, Irlanda, Alemania, Australia o en otros países que, siendo de incidencia menor, fueron suficiente escándalo; bien por los menores abusados; bien por la aparente negligencia o silencio con el que actuó la jerarquía responsable de la Iglesia; o bien por la incidencia de fundadores religiosos o eclesiásticos que, bajo su pretendida santidad, escondieron delitos y aberraciones impensables e inimaginables. Lo cierto y verdad es que, desde finales del siglo pasado y, sobre todo, en el decurso del nuevo siglo las posiciones y visiones sobre el tema se han ido modificando y afrontando de modo muy diverso tanto en las sociedades civiles como en la Iglesia. En ésta hay una actuación cada vez más determinante para intentar aclarar los procedimientos y modos de acción jurídica para afrontar interna y externamente el problema de los abusos. Tanto en la reparación a las víctimas como en la aplicación de la justicia a los que han cometido el delito, es decir: a los abusadores.

Nadie pone en duda que las consecuencias de estos abusos afectan, ante todo, a las propias víctimas de los mismos y a sus familiares, pero también es claro que afecta a los sacerdotes y religiosos/as que son objeto de juicios negativos generalizados a los que es imposible o muy difícil responder con el efecto colateral de un daño o la misión evangelizadora de la Iglesia. En muchos sacerdotes, religiosos/as, se está produciendo un desánimo constante al asistir a un cotidiano juicio sobre su persona y actuación sin poder responder y sin credibilidad, dando lugar a una mayor privatización de la fe y a un ocultamiento de la presencia pública de la Iglesia misma3.

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En este marco social es donde ubicamos también la relación con los Estados y sus órganos de justicia correspondientes4. De todos es conocida la dificultad de hacer coincidir en un sano entendimiento ambos foros jurídicos y que estos mantengan una sana colaboración. Ni para los estados está siendo fácil reconocer la jurisdicción de la Iglesia en temas que le conciernen, y, sin engaños, no se dirigen a ella con la humildad de la colaboración. Ni la Iglesia ha caído en la cuenta de que se trata también de delitos que el Estado no puede ignorar y, en consecuencia, Iglesia y Estado deberían buscar la actuación de una línea de eficaz colaboración, según lo exige el bien común.

Abordaré el tema en cinco apartados, siendo consciente de que, el tema no está cerrado y que, sobre todo, se ofrecen en un marco de reflexión y búsqueda de caminos conjuntos en una problemática en la que la Iglesia, madre y maestra, debe ser la primera que no sólo proteja sino que en justicia corrija y colabore para que el daño de las víctimas no se minimice teniendo en cuenta a quienes, con efecto de estos abusos, se encuentran ya separados de la Iglesia.

Primero, nos detendremos en la visión de la Iglesia sobre el abuso de menores y el cambio de mentalidad en el último periodo del siglo pasado hasta nuestros días. En un segundo momento, dirigiremos la mirada sobre el marco jurídico de la Iglesia en España. En tercer lugar, haremos algunas observaciones sobre la ley española sobre abuso de menores, con especial incidencia en la ley de 28 de julio de 2015. En el punto cuarto, estudiaremos la implicación del Papa Francisco sobre el tema y por último, en quinto lugar, las problemáticas que se derivan de la colaboración.

1. El abuso de menores, un crimen en la iglesia: el cambio de mentalidad y su repercusión en la colaboración con la justicia civil en los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI

Ya en el pontificado del Papa Juan Pablo II se había hecho frente a las acusaciones de pederastia y a los abusos a menores cometidos por parte del clero. Sin embargo, su tratamiento, siendo firme, no fue lo suficientemente eficaz como para crear una conciencia fuerte tanto en obispos, como en sacerdotes y en fieles. Las víctimas tuvieron, casi siempre, una situación marcada por la impotencia de no ser atendidas y, en muchos casos, no creídas. No obstante en el año 2002 el Santo Papa Juan Pablo II afirmó que No hay sitio en el sa-

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cerdocio o la vida religiosa para los que dañen a los jóvenes5. En el año 2001 el mismo Papa había promulgado una Carta Apostólica en forma de motu proprio Sacramentum Sanctitatis Tutela por la que se promulgan normas que modifican algunas actuaciones procesales canónicas e indica que el abuso sexual de un menor de 18 años cometido por un clérigo se añade al elenco de los delicta graviora reservados a la Congregación para la Doctrina de la Fe. Delito que prescribirá a los 10 años después de cumplir la víctima 18 años. En el año 2003, el entonces cardenal Ratzinger, obtuvo del Papa la concesión de prerrogativas especiales tanto para flexibilizar los procedimientos como la aplicación de los mismos. En la mentalidad del Papa ya estaba presente la situación por la que estaba atravesando EEUU, algunos otros países, y la voz de las víctimas era cada vez más potente. Juan Pablo II no dejó de señalar fuertemente la responsabilidad de obispos y superiores mayores en la formación, elección y discernimiento de los sacerdotes o religiosos y una y otra vez les señalaba la importancia de estar cercano a las personas y realizar verdaderos discernimientos.

Juan Pablo II calificó siempre la conducta del abusador de menores como un acto criminal. En 1979, en un discurso a la Rota Romana, dijo: “En la visión de una Iglesia que protege los derechos de cada creyente, pero va más allá al promover y proteger el bien común como una condición indispensable para el desarrollo de la persona, del cristiano, una disciplina penal también juega un papel importante… en el sentido de reparar las deficiencias del bien individual y del bien común que la conducta anti-eclesial, ofensiva y escandalosa de cualquier miembro del pueblo de Dios6”.

En el Código, can. 1341, ante la conducta criminal, o crímenes, se exige reparar el escándalo, restaurar la justicia y la enmienda del reo. Sin embargo, seguir a Cristo y la salvación de las almas es mucho más que una reparación; por eso debe ser penalizado quien impide acercarse a la salvación. Podemos afirmar que, en la mente clara del legislador, se reconoce y sabe que el escándalo y la injusticia rompen la comunión eclesial. De hecho el código del 83 tipifica los delitos de abusos sexuales y recoge los principios del código anterior, de instrucciones de 19227y 1962 y que se tienen en cuenta a la hora de aplicar las normas del 2001. A tenor del canon 1395 en su parágrafo 2 de forma explícita, se afirma que el clérigo que cometa de otro modo un delito contra el sexto mandamiento del Decálogo, cuando este delito haya sido cometido con violencia o amenazas,...

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