Publicación de las actas, privacidad de los hechos y prueba secreta (CAN. 1598 §1 CIC 83 / art. 230 DC)

AutorMonseñor Enrique De León Rey
Cargo del AutorJuez del Tribunal de la Rota de España
Páginas157-169

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Introducción

En la época de la guerra fría, especialmente, se formulaba un principio, todavía vigente, que definía con bastante precisión el espíritu de los distintos ordenamientos jurídicos en función de la ideología que los inspiraba. Según ese principio, en un Estado liberal todo está permitido salvo aquello que la ley prohíba expresamente, mientras que en un Estado totalitario, como lo eran los pertenecientes al bloque soviético, todo está prohibido excepto aquello que expresamente se autorice. Entre estas dos posibilidades, la primera obviamente en mejor sintonía con la herencia secular del ius commune europeo, con los principios del humanismo cristiano, me parece evidente que el ordenamiento canónico estaría más próximo al Estado liberal que al totalitario, aunque se debería decir que en dicho ordenamiento –el canónico– solamente hay prohibiciones absolutas sobre aquello que expresamente establece el derecho divino, y ello porque redunda en la salvación de las almas.

Podría pensarse que esta afirmación es quizá demasiado radical porque de hecho en el ordenamiento canónico existen muchas prohibiciones de derecho humano y no sólo de derecho divino; sin embargo

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insisto en mi afirmación porque solamente las prohibiciones de derecho divino no son dispensables, o para decirlo con mayor propiedad, todas las prohibiciones de derecho humano pueden dejar de serlo por la vía de institutos tan genuinamente canónicos como la dispensa, el privilegio y hasta la equitas canonica1.

Mi intervención en esta Jornada sobre Procesos Matrimoniales tiene como título: “Publicación de las actas, privacidad de los hechos y prueba secreta”, aunque dada la extensión del tema2me centraré especialmente en el tercer aspecto referido a la “prueba secreta”. Porque es en este tema –entre otros muchos del derecho canónico– en el que tiene especial aplicación la consideración que acabo de exponer como introducción y que me dispongo a desarrollar brevemente, lo suficiente para ofrecer una propuesta de solución.

1. Finalidad del ordenamiento canónico

Sin entrar ahora en consideraciones más profundas, me interesa recordar los distintos fines que persiguen los ordenamientos jurídicos secular y canónico, con el objeto de dar a éste último la dimensión que, en mi opinión, le corresponde. Así, y siguiendo la famosa formulación de Santo Tomás sobre la Ley, podemos afirmar que el fin último de todo ordenamiento jurídico secular consiste en la consecución del bien común social, y a él debe someterse siempre –también en caso de conflicto– el bien particular (piénsese, por ejemplo, en casos de expropiación forzosa, exponer la propia vida en caso de guerra, etc).

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Sin embargo, en el caso del ordenamiento canónico, su fin último, no es, ni puede ser, el bien común de la que podríamos llamar “sociedad eclesiástica”, sino la salus animarum, que a mí personalmente me gusta traducir como la salvación de cada alma. Éste, y no otro, es el fin último al que está ordenado todo lo canónico de la realidad eclesial, aquello a lo que sirve –a lo que debe servir– el ordenamiento canónico. En este sentido, no deja de resultar paradójico que la razón de ser del derecho canónico, se recoja en el último canon del Código de Derecho Canónico, de forma indirecta, y con referencia a un tema no precisamente crucial para el derecho canónico como es la remoción del párroco. Sobre esta expresión del can. 1752 (“…teniendo en cuenta la salvación de las almas, que debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia”), quisiera precisar que en buena lógica, debería decirse ‘fin supremo’ en lugar de ‘ley suprema’ ya que es la ley (el Código y todas las normas del ordenamiento canónico) la que se ordena al fin que se persigue: la salvación de cada alma.

Por tanto, en el ordenamiento canónico, el bien particular se identifica con un hipotético “bien común eclesial”, que, en buena lógica, no existe como tal, pues no hay ningún fin societario por encima de la salvación de cada alma. En esta dinámica, nunca se podría decir –como en la sociedad civil– que en caso de conflicto el bien particular debe ceder ante el bien común, ya que ese bien particular en la Iglesia –la salvación de cada alma– nunca, sin excepción, se puede “sacrificar” en función de un hipotético bien común.

Como consecuencia de cuanto venimos diciendo, si una norma es perjudicial para una sola alma o para un grupo de ellas, se deja sin efecto esa norma solamente para ese fiel o grupo de fieles: tal es el sentido de la institución de la dispensa3. Y si para un solo fiel, o un grupo de ellos, fuese necesaria la promulgación de una norma particular, también se haría, y ese fue, de hecho, el sentido original del privilegio4. Por eso, no hay injusticia en tratar “desigual” a los “desiguales”, porque cada uno en concreto, para alcanzar su fin, necesita o puede necesitar un tratamiento distinto, y así se aplica el derecho canónico en la Iglesia a diferencia de lo que ocurre en la sociedad civil donde

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todos los ciudadanos, por principio y sin excepción, se entiende que deben ser iguales ante la ley.

Cuanto acabo de decir, tiene también su fundamento evangélico en el pasaje de Lucas 15, 4-7: “¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: ‘alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido’. Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión”. E igualmente en Mateo 18, 12-14 que dice así: “¿Que os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas, ¿no dejará en los montes las noventa y nueve, para ir en busca de la descarriada? Y si llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las noventa y nueve no descarriadas. De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños”.

Los textos de esta parábola tienen pleno sentido, y descubren la razón íntima de ser del ordenamiento canónico en la Iglesia como sociedad. En ella todo lo canónico al igual que el poder, están al servicio de la salvación de cada alma. Y esto ha de entenderse no sólo con respecto a la conversión de un alma –en el aspecto espiritual– sino también en el sentido disciplinar de arbitrar siempre todos los medios necesarios para acompañar, ayudar, subvenir a las concretas necesidades uti singuli de cada fiel. Esta reflexión, en la que no puedo detenerme por evidentes razones, tiene múltiples consecuencias. Una de las principales, a mi entender, es que en lugar de ius...

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