Presentación a la edición española

AutorPaul Coleman
Páginas13-24

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Presentación a la edición española

Después de la Segunda Guerra Mundial, la comunidad internacional se reunió y creó la Organización de las Naciones Unidas. Los Estados miembros de este cuerpo recién formado procedieron a redactar y adoptar la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), no vinculante pero fundamental, y una serie de tratados vinculantes de derechos humanos, como la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial (1965) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966).

Durante la redacción de estos tres documentos, la libertad de expresión fue un tema especialmente debatido entre quienes sostenían puntos de vista radical-mente opuestos. Las democracias liberales occidentales reclamaban una defensa a ultranza de la libertad de expresión, al considerarla la piedra angular sobre la que se apoyan muchos otros derechos humanos.

Eleonor Roosevelt se opuso a la aprobación de restricciones a la libre expresión, al entender que no solo eran innecesarias, sino que también podían ser perjudiciales; sostenía que, permitiendo una posible limitación al libre discurso, “cualquier crítica a las autoridades públicas o religiosas podría describirse fácilmente como una incitación al odio y, por consiguiente, prohibida”. Por otro lado, la Unión Soviética y las naciones del Este de Europa abogaban por mayores restricciones al discurso. Consideraban que la libertad de prensa y la libertad de expresión no podían servir de pretexto para difundir puntos de vista que envenenaran la opinión pública.

De ahí que en los textos de algunos tratados internacionales de derechos humanos sea posible entrever las posiciones marcadamente diversas que tenían sus redactores. Mientras que se hacía un claro énfasis en la libertad de expresión dentro de dichos documentos, se aprobaron diversas restricciones a la libertad de expresión por parte de algunas naciones con gobiernos comunistas para evitar los delitos de “odio”.

Alemania aprobó una de las leyes más duras en torno al discurso de odio, incluyendo penas de privación de libertad, por la negación del Holocausto y la incitación al odio contra las minorías.

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Años después, en la mayor parte de los países de Europa, han proliferado leyes nacionales con el mismo propósito, de forma generalizada. Primero se orientaron especialmente a sancionar el discurso racista; posteriormente, el discurso contra la religión y, en los últimos tiempos, el discurso homófobo.

Sin embargo, en Estados Unidos, el planteamiento sobre la cuestión ha sido completamente diverso hasta ahora. Ya Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, en el siglo XVIII pronunció unas palabras que han pasado a la Historia: “Those who give up their liberty for more security neither deserve liberty nor security” (quienes sacrifican la libertad por la seguridad no merecen tener ninguna de las dos). También Hugo Black, juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos, en el caso Milk Wagon Drivers Union of Chicago v. Meadowmoor (1941), declaró en su voto particular que “la libertad de hablar y escribir sobre asuntos públicos es tan importante para el gobierno en América como el corazón para el cuerpo humano. La libertad de expresión —decía— es el corazón mismo del sistema de gobierno norteamericano. Por eso cuando el corazón se debilita desfallece el sistema y cuando se silencia el resultado es su muerte”.

Al firmar la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial (1965), Estados Unidos rechazó asumir la obligación de restringir el libre discurso. En el mismo sentido, al firmar el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, insertó una reserva por la que establecía que el Tratado no autorizaba ni exigía legislación o cualquier otra acción de los Estados Unidos que restringiera el derecho a la libertad de expresión y asociación protegida por la Constitución y las leyes de los Estados Unidos.

Paul Coleman, a lo largo de las páginas de este libro, expone y alerta sobre cómo las leyes contra la «incitación al odio» en Europa están teniendo un efecto muy negativo en la libertad de expresión y avisa sobre el peligro de que el legislador americano importe la misma tendencia. Cuando publicó la primera edición de este volumen en 2012 se adelantó varios años con su alerta a quienes hoy anuncian los posibles efectos negativos de la Network Enforcement Act, en vigor en Alemania desde enero de 2018. Según esta ley, las plataformas on line pueden ser sancionadas con multas millonarias si no eliminan el discurso de odio “claramente ilegal” dentro de las 24 horas siguientes desde el momento en que reciban una notificación. El discurso del odio encuentra en internet una vía para extenderse rápidamente. Las publicaciones que fomentan ofensas, amenazas y ataques contra individuos o colectivos étnicos, religiosos o sexuales, los lemas y consignas racistas; los rumores, prejuicios e intolerancia en las redes sociales, podrían circular impunemente tras cuentas y nombres falsos. Con esta nueva ley, las grandes empresas de las redes sociales han adquirido un nuevo rol de vigilancia y decisión sobre la acepta-

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bilidad de los contenidos publicados por los usuarios. No es improbable que esta ley sea aprobada con fórmulas similares en otros países de Europa.

Como el autor advierte, no existe una definición clara de la incitación al odio, o más bien, no hay consenso por parte de la doctrina y de la jurisprudencia.

Cita con gran acierto la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos Féret contra Bélgica (2009), un caso que consideró irrelevante la necesidad de que haya una efectiva incitación a la violencia, cuando se trate de víctimas susceptibles de configurar grupos vulnerables o categorías sospechosas; el discurso de odio existirá sin necesidad de concurrir tal criterio, un enfoque que discute detenidamente el autor.

Esta doctrina volvió a aparecer en la Vejdeland y otros contra Suecia (2012). Se afirmó en el fallo que «la incitación al odio no necesariamente implica una llamada a la violencia y otros actos criminales. El ataque a personas cometido mediante el insulto, exponiendo al ridículo o a la difamación de grupos específicos de la población es suficiente razón para que las autoridades combatan el discurso racista de frente a la libertad de expresión ejercida en una manera irresponsable». Y en 2016, la Recomendación de la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia (ECRI), relativa a la lucha contra el discurso de odio, insiste en que la intención de incitar a la comisión de actos de violencia, intimidación, hostilidad o discriminación no es imprescindible para que pueda calificarse una acción como discurso del odio. Además, se declara la conveniencia de que existan leyes penales que tipifiquen estas conductas.

Ahora bien, ¿conocen los ciudadanos europeos con certeza dónde está la línea que marca lo que está permitido y lo que no está permitido decir? La cuestión tiene importancia, ya que una valoración errónea puede llevar a un sujeto al banquillo de un proceso penal ¿Estamos asistiendo a la construcción de una cultura de censura a través de las leyes anti-discurso del odio? ¿Existe un derecho a no ser molestado en el ejercicio de las propias creencias tanto por medio de la palabra como a través de la libre creación artística? ¿Podrían ser utilizadas las leyes contra la incitación al odio para socavar los derechos de los grupos étnicos y religiosos minoritarios, así como para debilitar los movimientos a favor del cambio social en todo el mundo?

Como destaca el Informe Internacional sobre la libertad religiosa, elaborado por la Universidad colombiana de la Sabana en 2016, más de 50 millones de personas en todo el mundo son perseguidas por sus creencias; 394 millones de cristianos viven en países donde no hay libertad religiosa. Los pronósticos no son positivos, puesto que aumenta la extensión y la intensidad de las violaciones de la libertad religiosa en el mundo cada año, según la Comisión de Estados Unidos para la libertad religiosa de 2017.

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Navarro-Valls, en...

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