Los Precedentes Españoles

AutorJuan Gómez Calero
Cargo del AutorProfesor titular de Derecho Mercantil (excedente)
  1. Introducción

    La ley 12/1991, de 29 de abril, reguladora de las agrupaciones de interés económico, proviene directa e inmediatamente del Reglamento (CEE) número 2137/1985, de 25 de julio, emanado del Consejo de las Comunidades Europeas y relativo a la creación de una «agrupación europea de interés económico». Y también se inspira de algún modo, aunque en muy inferior medida, en determinados ordenamientos extranjeros; particularmente el francés -pionero en la materia- y el alemán.

    Esto no quiere decir, sin embargo, que dentro de nuestro Derecho positivo no puedan encontrarse disposiciones normativas susceptibles de ser consideradas como antecedente de la institución que nos ocupa; bien entendido que los precedentes legislativos que pueden señalarse sobre la agrupación de interés económico (AIE) no se refieren en concreto a esta figura sino a otras modalidades de concentración o cooperación empresarial en que la misma pudiera inscribirse.

    Partiendo de la distinción -recientemente puntualizada entre nosotros (1)- entre «concentración» y «cooperación» empresarial, creemos que el término «concentración», en la medida en que es utilizado para designar un fenómeno que hace surgir una nueva empresa, alberga no solamente los supuestos en que dos o más empresas se extinguen para dar vida a otra de mayores dimensiones, sino también aquellos otros en que se genere una entidad distinta sin que por ello deba desaparecer la autonomía e independencia económica de los sujetos que la forman o la integran. En este sentido amplio, los diferentes mecanismos de concentración empresarial no son sino manifestaciones de la tendencia a aglutinar medios patrimoniales y financieros -en definitiva, poder económico- que constituye nota característica del moderno capitalismo industrial (2); en cuyo apogeo, dicha tendencia comenzó a difundirse y a generalizarse, para tratar de corregir la excesiva «atomización» de las unidades productivas en determinados sectores económicos, y promover el nacimiento y desarrollo de grandes empresas mercantiles o industriales, aptas para actuar ventajosamente en todos los mercados.

    Y es precisamente en esta mayor capacidad de penetración y competencia donde anida el peligro de la concentración. Porque resulta difícil incentivar (con decisiones normativas «ad hoc») la formación de grandes organizaciones económicas, fuertemente competitivas, sin desembocar en posiciones de dominio del mercado (susceptibles de propiciar indebidas limitaciones de la libertad de empresa y de competencia) e incluso en situaciones de monopolio. La dificultad se pone de manifiesto cuando nos encontramos con que «disposiciones legales con distinta finalidad» (como la normativa fiscal de estímulo a la concentración de empresas y las disposiciones que intentan defender la libre competencia) «parecen apuntar hacia soluciones irreconciliables» (3). En síntesis, «el fenómeno de la concentración y unión de empresas se debate, desde el punto de vista legislativo, entre su fomento (a fin de alcanzar una dimensión empresarial óptima) y su recelo (como peligro de restricciones a la competencia)» (4). Acorde con ello, el examen de nuestro ordenamiento positivo nos ofrece esta doble vertiente: la preocupación por la salvaguarda de la libertad de competencia, junto al esfuerzo por evitar la proliferación de pequeñas células empresariales no rentables y promover el desarrollo de grandes unidades económicas, eficientes y productivas.

    La preocupación por salvaguardar la libre competencia se tradujo -en un determinado momento histórico- en un movimiento legislativo que alcanzó un importante desenvolvimiento allende nuestras fronteras (5). España se incorporó con retraso a este movimiento, y, aun cuando podría citarse algún que otro atisbo legislativo anterior (6), es lo cierto que la primera disposición relevante con rango de ley, directamente encaminada a defender la libre competencia frente a posiciones de monopolio o de dominio del mercado, fue la ley 110/1963, de 20 de julio, sobre «represión de prácticas restrictivas de la competencia»; ley que hunde sus raíces en las «normas sobre la competencia» (arts. 85 a 94) del Tratado de Roma (7) y que declara expresamente su propósito de proteger la libertad de competencia empresarial sin atentar «contra la concentración económica, deseable por tantos conceptos en España». Esta ley fue derogada y sustituida por la ley 16/1989, de 17 de julio, de «defensa de la competencia»; la cual se ocupa precisamente «de las concentraciones económicas» como posible origen de «efectos restrictivos sobre la competencia» en el mercado nacional, con alteración de su estructura «en forma contraria al interés público» (8).

    Es lo cierto, sin embargo, que la preocupación por salvaguardar la libertad de empresa y de competencia no ha impedido -ni pretendía impedir- la aparición de múltiples fenómenos de concentración empresarial. Estos fenómenos han adoptado las más diversas modalidades; porque, «cuando se habla de concentración, se está utilizando una expresión fundamentalmente económica, que no hace referencia a una institución jurídica unica»; lo que quiere decir que «la concentración puede tener lugar por medios de muy distinto significado jurídico» (9), con la consiguiente complicación para la labor sistematizadora de los juristas y también «del propio legislador cuando ha deseado someter los distintos procedimientos de agrupación a una disciplina» (10).

    Entre estos «medios» de concentración empresarial, habría que mencionar en primer término la institución de la «fusión» de sociedades mercantiles (11), así como los diversos tipos de «grupos» societarios (12). Pero nos parece evidente que ninguna de estas modalidades de concentración empresarial está en directa relación con la figura de la «agrupación de interés económico», ni, por tanto, puede ser considerada como antecedente jurídico-positivo de la misma.

    Los precedentes legales españoles de la institución de que se trata han de ser localizados en el ámbito de las «uniones de empresas». A este respecto, se puede afirmar que las «uniones de empresas», en cuanto asociaciones o agrupaciones constituidas por empresarios, se caracterizan por estas tres notas: a) los empresarios que se unen no tienen por qué ser -como en los «grupos»- sociedades mercantiles; pueden ser empresarios individuales, o bien empresarios colectivos no constituidos en forma societaria; b) todos los empresarios agrupados mantienen su propia independencia económica y autonomía jurídica; y c) de uno u otro modo, con creación o no de una nueva persona jurídica, en la «unión» hay una dirección económica unitaria o, al menos, una finalidad económica común.

    Las formas que pueden revestir las «uniones de empresas» son muy variadas; y, en ocasiones, se les atribuyen modos de vinculación o aglutinación que generalmente se predican de los «grupos de sociedades» (13).

    En nuestro ordenamiento sustantivo, la norma legal más importante y temprana en esta materia fue la ley 196/1963, de 28 de diciembre, sobre «asociaciones y uniones de empresas».

    Nacida (muy poco tiempo después que la ley de represión de prácticas restrictivas de la competencia) para «facilitar el desarrollo conveniente de las empresas medianas o pequeñas», el objeto de la ley 196/1963 consistió en promover las uniones y asociaciones empresariales, siempre que fueran beneficiosas para la economía nacional. Más concretamente: el legislador se propuso «facilitar e impulsar la creación de grupos de empresas o de sociedades, uniones o vínculos empresariales», siempre que se dedicaran «a actividades de interés para la economía nacional». Y puesto que, dentro de aquella gama, las «sociedades de empresas» constituyeron «el motivo fundamental de esta disposición», la promoción de las mismas se estimulaba mediante dos clases de incentivos: el acceso al crédito y al mercado de capitales y las ventajas de índole fiscal.

    Esta ley reguló separadamente las «sociedades de empresas» (arts. 2 a 6), la «agrupación temporal de empresas» (art. 7) y la «cesión de unidades de obra» (art. 8). Fue modificada por la ley 18/1982 de 26 de mayo, sobre «régimen fiscal de las agrupaciones y uniones temporales de empresas y de las sociedades de desarrollo industrial regional»; y, finalmente, derogada por la ley 12/1991 de 29 de abril, reguladora de las «agrupaciones de interés económico» (14).

    La segunda de las disposiciones de nuestro Derecho interno de algún modo concernientes a las «uniones de empresas» es el real decreto 1885/ 1978 de 26 de julio, sobre «régimen jurídico, fiscal y financiero de las sociedades de garantía recíproca»; entidades de base mutualística que asocian o agrupan un número plural de empresas en el marco de una organización societaria.

    Y la tercera y última de las normas legales aludidas es la ya citada ley 18/1982 de 26 de mayo; la cual se ocupó por separado de las «agrupaciones de empresas» (arts. 4 a 6), las «uniones temporales de empresas» (arts. 7 a 10), la «cesión de unidades de obra» (art. 19) y las «sociedades de desarrollo industrial regional» (arts. 20 a 23). Esta ley fue modificada y parcialmente derogada por la ley 12/1991 de 29 de abril, sobre agrupaciones de interés económico.

    Precisamente en virtud de las previsiones derogatorias de esta última ley, han dejado de existir legalmente dos de las modalidades de «uniones de empresas» a que acabamos de hacer referencia: las «sociedades de empresas» (reguladas por la ley 196/1963) y las «agrupaciones de empresas» (objeto de la ley 18/1982). Por consiguiente, nuestro ordenamiento jurídico actual nos ofrece un panorama legislativo en el que las modalidades de «uniones de empresas» están representadas por tres instituciones: a) las «sociedades de garantía recíproca» (forma de «unión de empresas» que conlleva el nacimiento de una persona jurídica nueva); b) las «uniones temporales de empresas» (como prototipo de asociación transitoria de la que no emerge un nuevo ente jurídico); y c)...

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