Preámbulo. Un príncipe leal y un pueblo libre

AutorRafael de Mendizábal Allende
Páginas33-37

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Esta frase afortunada que a finales de 1874 escribió desde Sand-hurst quien pocos días después entraría en Madrid como Alfonso XII, condensa también la intersección histórica que haría posible un siglo después la Constitución de 1978. Efectivamente, el 22 de noviembre de 1975 el ya Rey don Juan Carlos I asumió el clamor de las gentes y la voz de la Historia en su jura ante las Cortes cuando en su mensaje prometió cumplir la “voluntad manifiesta” de su pueblo. Era un acto que inauguraba una nueva etapa, abierto a la esperanza y al futuro y fueron unas palabras concisas y graves, a la española, pero claras y dirigidas a todos los que las vieren y entendieren, según nuestra vieja formula de promulgación de las leyes. España, así guiada, puso rumbo a la libertad y desde las más opuestas perspectivas ideológicas, en un equilibrio de fuerzas que revelaba una gran madurez colectiva, buscó el camino de la concordia y la estabilidad por medio de una transición dialogada, a las veces con ribetes dramáticos, otras bordeando la tragedia. Hubo protagonistas, muchos, y antagonistas, algunos, pero el personaje principal en la escena, que se representaba a sí mismo, fuimos nosotros, el pueblo.

En una labor de orfebrería, con un gran sentido de la responsabilidad colectiva, nació primero la Ley para la reforma política como regalo de los Reyes Magos en 1977, que abrió las puertas a un período constituyente y, luego, en las Navidades del año siguiente, llegó la Constitución que desde entonces rige felizmente nuestro destino como Nación. Se consumaba de tal guisa el paso de un régimen autocrático a un sistema democrático con limpieza y sin represalias o reproches mutuos, como otrora, con la vista y el corazón puestos en el mañana, pero sobre todo con inteligencia y aun más, con la sabiduría de un pueblo viejo, cuyo cuerpo muestra demasiadas cicatrices, por fortuna restañadas. No tiene esta nuestra Constitución de hoy el aliento revolucionario y la palabra castiza que hicieron de “la Pepa”, en 1812, la más bella de nuestras Constituciones, modelo para tantas otras en Europa y América, ni el apasionamiento romántico que la “Gloriosa” nos dejó en 1869,

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pero con sus imperfecciones técnicas (para los puristas del Derecho, entre los que no me encuentro) o con su desaliño indumentario a veces, es obra del consenso y, por tal, ha funcionado durante estas dos décadas, quizá también porque en ella no se buscó el oropel de la mala retórica, siempre...

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