La posición del Tribunal Constitucional español tras su Sentencia 31/2010

AutorPaloma Requejo Rodríguez
Páginas317-341

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1. Introducción

Más allá de la evidente relevancia de la STC 31/2010 para el Estado autonómico, en tanto viene a recuperar el modelo de organización territorial anterior a la STC 247/2007 y a negar la posibilidad de potenciar el autogobierno de un cierto modo, también merece la pena destacar su considerable impacto sobre el propio Tribunal Constitucional. No nos estamos refiriendo al desgaste que éste ha sufrido por diferentes causas a lo largo del proceso, sino a la definición, explícita o implícita dependiendo del caso, que realiza la Sentencia del lugar que ocupa el Tribunal respecto del poder constituyente y de los poderes constituidos, y, con ello, del lugar que ocupa su jurisprudencia respecto de la Constitución y de la ley.

Esa es la perspectiva de la STC 31/2010 que aquí se pretende abordar y convertir en objeto de refiexión, y no otras ya suficientemente estudiadas, más próximas a la cuestión de fondo, vinculada con distintos aspectos de la descentralización del Estado, a las que también se aludirá pero con carácter meramente instrumental y ejemplificativo.

En primer término, incidiremos en la relación entre Tribunal Constitucional y poder constituyente y en la discutible asimilación que se propugna entre ambos a partir de la función de intérprete supremo de la Constitución que desarrolla aquél y de la equiparación entre el resultado de esa interpretación y la norma interpretada. Intentaremos argumentar como la interpretación jurídica del Constitucional no es incompatible con la que en otro plano, el político, pueda realizar el legislador, siendo conscientes de que, cuando se enfrenta a una apertura y no a una mera abstracción de la Constitución, el Tribunal Constitucional no debería suplantar al legislador ni reducir a cero su margen decisorio; debería limitarse a precisar, como garantía de pluralismo, el marco que ha de respetar cuando cierre lo que la Constitución ha querido dejar abierto para él. De no ser así, el Tribunal estaría sustituyendo la misma voluntad del constituyente.

Pero la vis expansiva del Tribunal no acaba ahí.

A continuación trataremos la relación entre Tribunal Constitucional y poder legislativo. Además de incidir en la actuación de este último cuando expulsa del ordenamiento la ley contraria a la Constitución, en esta Sentencia

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el recurso a la fórmula de la interpretación conforme se ha llevado en ocasiones a tal extremo que da la impresión de que el Tribunal, no contento con situarse a la par que el constituyente, también pretende suplir al legislador. Lo que debería ser muestra de una «deferencia» hacia el legislador por exigencia del principio democrático, al intentar conservar su obra, puede derivar en un resultado totalmente opuesto, ya que, cuando la interpretación no respeta el tenor de los preceptos elaborados por aquél, el Tribunal acaba por cortar el vínculo que los une, excediendo con mucho las funciones que constitucionalmente se le atribuyen. Veremos algunos casos en los que así parece suceder.

2. Tribunal Constitucional y poder constituyente

La definición del Tribunal Constitucional como intérprete supremo de la Constitución, efectuada por el artículo 1 LOTC y derivada del papel que aquella le confiere como garante de su posición en el ordenamiento, condiciona la naturaleza de dicha función y del resultado de su ejercicio.

El Tribunal es un órgano constituido, cuya función jurisdiccional se fundamenta en la aplicación de una norma constitucional que por la peculiar indeterminación de algunos de sus enunciados debe concretar antes de su utilización como parámetro para resolver los asuntos de los que conoce. Por mucho que en último término la Constitución diga lo que el Tribunal Constitucional dice que dice, esto es, por mucho que la interpretación tenga el valor de la norma interpretada, esto no permite identificar poder constituyente y Tribunal, por tratarse de un órgano creado por la Constitución, que desarrolla la misión por ella encomendada a través de los procedimientos que ella misma establece y que siempre está limitado por el texto que ha de interpretar conforme a métodos y argumentos jurídicos. Su legitimidad y aceptación dependen de la existencia y el respeto de tales premisas.1

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La supremacía del Tribunal Constitucional como intérprete de la Constitución permite deducir que este no es el único llamado a cumplir tal papel. La interpretación de la norma constitucional que también puede efectuar el legislador cuando ejerce sus funciones en nada tiene que ver con la que puede realizar el Tribunal Constitucional en su tarea de control. Las diferencias alcanzan a la naturaleza política y jurídica de sus respectivas argumentaciones. Como señalaba Ignacio de Otto, la decisión judicial no se fundamenta, como la decisión política, en los fines que persigue, sino en criterios de común aceptación: la sumisión a la norma, por mucho que en el caso de la Constitución la predeterminación sea mínima, y el manejo de reglas de aplicación admitidas por la conciencia jurídica general, como las de interpretación, los precedentes y la dogmática. El acto de creación que hay en toda aplicación del derecho, también a nivel constitucional, no convierte al Tribunal Constitucional en poder constituyente ni en poder legislativo, a no ser que los suplante esgrimiendo motivaciones políticas, pues, a pesar de realizar esa función de intérprete supremo de la Constitución, encuentra en ella los elementos en los que ha de basar su razonar jurídico;2esa interpretación jurídicamente fundada conformará el contenido de la norma constitucional vinculando al legislador y al resto de poderes públicos.3El legislador plasma implícitamente en cada ley que aprueba una precomprensión de las categorías constitucionales limitadoras de su actuación, sin perjuicio de que pueda llegar a explicitarla con el valor que luego comenta-

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remos, condicionado por la definición última y vinculante que corresponde al Tribunal de conceptos formulados con gran abstracción en la norma constitucional. Estas interpretaciones legislativas, implícitas o explícitas, son provisionales a la espera de lo que con carácter definitivo y general pueda decir el Tribunal Constitucional, si es que aún no se ha pronunciado sobre el sentido de las mencionadas categorías; de haberlo hecho, su respuesta obliga a un legislador que debe respetar la jurisprudencia existente, en tanto sólo puede quedar fuera de juego por un cambio de la misma en el seno del Tribunal o por el poder de reforma constitucional.

La STC 31/2010 entra de lleno en este asunto, aclarando la posición del Tribunal Constitucional como intérprete de la Constitución en relación al papel de intérprete que pudiera jugar en este caso el legislador estatutario.

En efecto, después de configurar a los estatutos como leyes orgánicas con funciones específicas que en nada alteran ni su posición jerárquicamente subordinada a la Constitución ni sus relaciones en términos de competencia con otras leyes, así como de describir su contenido, en el fundamento jurídico 5 de la mencionada Sentencia se señalan los límites cuantitativos y cualitativos que alcanzan a éste. Estos últimos, los cualitativos, marcan «la diferencia de concepto, naturaleza y cometido que media entre la Constitución y los Estatutos», entre poder constituyente y poderes constituidos, en definitiva. Entre ellos destacan los relativos a la definición de las categorías y conceptos constitucionales, o, más exactamente en esta ocasión, a la definición «de la competencia de la competencia que como acto de soberanía sólo corresponde a la Constitución», inaccesible a cualquier legislador y «sólo al alcance de la función inter-pretativa de este Tribunal Constitucional».

Más adelante, en el fundamento jurídico 57, se detalla hasta donde llega este límite cualitativo del contenido estatutario, cuya precisión ha de quedar en manos del constituyente y de su intérprete supremo:

«Un límite cualitativo de primer orden al contenido posible de un Estatuto de Autonomía es el que excluye como cometido de este tipo de norma la definición de categorías constitucionales. En realidad, esta limitación es la que hace justicia a la naturaleza del Estatuto de autonomía, norma subordinada a la Constitución, y la que define en último término la posición institucional del Tribunal Constitucional como intérprete supremo de aquélla. Entre dichas

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categorías figuran el concepto, contenido y alcance de las funciones normativas de cuya ordenación, atribución y disciplina se trata en la Constitución en cuanto norma creadora de un procedimiento jurídicamente reglado de ejercicio de poder público. Qué sea legislar, administrar, ejecutar o juzgar, cuáles sean los términos de relación entre las distintas funciones normativas y los actos y disposiciones que resulten de su ejercicio; cuál el contenido de los derechos, deberes y potestades que la Constitución erige y regula, son cuestiones que, por constitutivas del lenguaje en el que ha de entenderse la voluntad constituyente, no pueden tener otra sede que la Constitución formal, ni más sentido que el prescrito por su intérprete supremo (art. 1.1 LOTC) [...] El Estatuto puede atribuir una competencia legislativa sobre determinada materia, pero qué haya de entenderse por «competencia» y qué potestades comprenda la legislativa frente a la competencia de ejecución son presupuestos de la definición misma del sistema en el que el Ordenamiento consiste y, por tanto, reservados a la Norma primera que lo constituye. No es otro, al cabo, el sentido profundo de la diferencia entre el poder constituyente y el constituido ya advertido en la STC 76/1983, de 5 de agosto».

Se pone de manifiesto como el Tribunal Constitucional, a pesar de ostentar un poder tan derivado de la Constitución como el del legislador, no se equipara a él, pues la función de intérprete que en ciertos casos se reserva en exclusiva,4cuando se trata de concluir la definición de la competencia de la competencia, le aproxima al poder constituyente y le aleja de los poderes constituidos.5Prueba de ello es que no duda en autoproclamarse poder constituyente prorrogado o sobrevenido, sin reparar en lo que los separa:

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En su condición de intérprete supremo de la Constitución, el Tribunal Constitucional es el único competente para la definición auténtica -e indiscutible- de las categorías y principios constitucionales. Ninguna norma infraconstitucional, justamente por serlo, puede hacer las veces de poder constituyente prorrogado o sobrevenido, formalizando uno entre los varios sentidos que pueda admitir una categoría constitucional. Ese cometido es privativo del Tribunal Constitucional

.

Las razones que se esgrimen para justificar este monopolio interpretativo de las categorías competenciales son dos: «la acomodación de su sentido a las circunstancias del tiempo histórico» y que «consistan en facultades idénticas y se proyecten sobre las mismas realidades materiales [...] si no se quiere que [el Estado] termine reducido a la impotencia ante la necesidad de arbitrar respecto de cada Comunidad Autónoma, no sólo competencias distintas, sino también diversas maneras de ser competente».

Tras la imprecisión, indeterminación, vaguedad y otros sustantivos similares a los que se suele acudir a la hora de caracterizar los enunciados constitucionales, se pueden esconder, a nuestro entender, dos conceptos muy diferentes, el de apertura y el de abstracción de las normas constitucionales, que permitirán modular el papel del Tribunal Constitucional y del legislador como intérpretes de la Constitución. A esta distinción, clave para nosotros, no se le da, sin embargo, relevancia alguna en la Sentencia objeto de análisis.

Cuando hablamos de apertura constitucional nos estamos refiriendo a una indefinición inequívoca de los principios estructurales que identifican la organización y el funcionamiento del ordenamiento jurídico o de su contenido, que puede ser completada por otros sujetos a los que la Constitución habilita para realizar esa función de cierre estructural con respeto a los límites procedimen-tales y materiales que ella misma impone. Por su parte, la abstracción constitucional sería una formulación genérica de aspectos que la Constitución ha prefijado de modo concluyente y que pueden ser concretados por remisión, complementando, que no completando, una configuración ya conocida.6

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El caso que nos ocupa puede ser un buen ejemplo. La Constitución no ofrece un modelo acabado de organización territorial del Estado. Fija una estructura centralizada de implantación subsidiaria tan sólo si el legislador no aprueba las normas de rango infraconstitucional a las que potestativamente remite para que establezcan y diseñen una descentralización que desde ella tan sólo es una posibilidad. Estas normas a las que la Constitución reenvía permiten identificar los rasgos definitorios del ordenamiento como un Estado compuesto y pasan a ser las normas institucionales básicas de los entes que crean, determinando como mínimo su denominación, delimitación territorial, composición orgánica y competencias. El beneficiario de la apertura estructural, por expreso encargo de la Constitución, es en primer término el legislador estatutario, pues al Estatuto le corresponde aportar datos relativos a la estructura del ordenamiento de imposible conocimiento atendiendo al texto constitucional, como son la existencia misma de Comunidades autónomas, y consiguientemente la definición del Estado como descentralizado, y su configuración. Este protagonismo no significa ni que el Estatuto sea la única norma de cierre de la apertura estructural, ni que pueda efectuar esta función como desee, ni que el Tribunal Constitucional carezca de papel alguno en tal proceso. Desarrollemos cada una de estas afirmaciones.

En primer lugar, si bien los Estatutos son los únicos capaces de actuar como norma que permite reconocer la estructura descentralizada del ordenamiento, la Constitución admite que otras leyes puedan incidir en el reparto de competencias entre Estado y Comunidades autónomas; son las previstas en el artículo 150 de la Constitución española (CE) y las llamadas leyes de delimitación competencial. Carentes de la función fundacional específica del Estatuto y de su dimensión como norma de autoorganización del ordenamiento parcial que crea, las leyes mencionadas cumplen, sin embargo, desde la heteroorganización, una función genérica de definición del contenido de la estructura descentralizada, determinando cuáles son y qué alcance tienen algunas de las competencias que van a poder ejercer los entes territoriales que lo integran.

En segundo lugar, el Estatuto, por mucho que esté llamado a cumplir la función descrita, debe llevarla a cabo respetando los límites materiales y procedimentales que la propia Constitución establece. La Constitución es abierta respecto del modelo, centralizado o descentralizado, de organización territorial de nuestro ordenamiento. Nada dice respecto de la existencia o no de Comunidades autónomas, ni sobre cuál ha de ser su denominación y delimitación

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territorial; no les impone tampoco un único diseño de organización institucional, ni les atribuye sus competencias, sino que se limita a indicar tan sólo cuáles eran en ciertos casos de posible asunción en un primer momento y cuáles eran y son en todo caso inasumibles por corresponder al Estado según ella misma dispone sin necesidad de norma interpuesta. La apertura constitucional no tiene la misma amplitud para todos los entes territoriales que conforman el Estado compuesto. Como se acaba de señalar, es mucho mayor respecto de los entes autonómicos que respecto del Estado. A diferencia de las Comunidades autónomas, el Estado es un ente de existencia necesaria cuya organización institucional y grueso de competencias son enumeradas abstractamente en el texto constitucional; la única apertura que le afecta se refiere a las llamadas competencias residuales, puesto que su existencia está condicionada por la amplitud de la asunción estatutaria. En materia competencial, los Estatutos atribuyen directamente a las Comunidades autónomas que crean, las competencias que estiman convenientes dentro de las que la Constitución permite e identifican indirectamente aquellas que con carácter residual van a revertir a favor del Estado al no ser contempladas por el motivo que sea en el texto estatutario. Más allá de la mera mención, el Estatuto debería poder precisar el alcance de las competencias que atribuye a la Comunidad autónoma y de las materias sobre las que recaen dichas competencias con respecto al abstracto marco constitucional y a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional que termina de perfilarlo. Así lo creyó el legislador estatutario que nos ocupa y así lo hizo, determinando con detalle el contenido de las competencias de la Generalitat, al ver el Estatuto como un complemento de la Constitución. Pero al legislador estatutario se le prohíbe efectuar esa concreción de competencias propias mediante técnicas características del constituyente y de su intérprete supremo, como la definición genérica de tipos competenciales -exclusivos, compartidos, legislativos, ejecutivos- o de las materias objeto de los mismos, que limiten el contenido y el alcance de las competencias estatales y pretendan resultar vinculantes para el legislador estatal y para el propio Tribunal Constitucional. El legislador estatal, como el autonómico, cada vez que ejercen sus funciones dejan entrever en las normas que aprueban una determinada lectura del título competencial constitucional o estatutario que las respalda. El Tribunal Constitucional, al hilo del control de las normas que implícitamente plasman esas interpretaciones, puede acotar la definición genérica del título competencial, realizando una interpretación de la misma definitiva y frente a todos. El legislador estatutario, por su parte, podrá, a tenor de la STC 31/2010, describir con precisión el contenido de las competencias que atribuye a su Comunidad, no

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sólo con respeto al marco constitucional que ha debido interpretar para poder llevar a cabo esa asignación explicitándolo en el texto, sino también a una doctrina constitucional que condiciona la validez de su interpretación, en tanto fija el sentido último del mencionado marco, en vez de quedar vinculada por ella, pues sólo el mismo Tribunal o el poder de reforma constitucional pueden cambiarla.7

En tercer lugar, de lo dicho se desprende que el legislador no es el único que tiene algo que decir en el reparto competencial; como hemos visto, el Tribunal Constitucional también juega su papel. La apertura de nuestra Constitución ha de ser cerrada por el legislador; al Tribunal Constitucional le corresponde supervisar la corrección constitucional de la norma que efectúa ese cierre y aclarar el marco abstracto que debe respetar el legislador cuando pro-cede a ejercer dicha función. Obviamente, sólo el legislador estatutario puede crear la Comunidad autónoma, establecer su denominación y delimitar su territorio, sus órganos y sus competencias, sin perjuicio de que el legislador estatal pueda en más o en menos incidir sobre estas últimas. En ningún caso el Tribunal Constitucional puede suplir al legislador en estas tareas; no es el llamado por la Constitución a efectuar el cierre de una apertura política estructural, sino el llamado a controlar su validez jurídica y a clarificar las normas constitucionales procedimentales y materiales a las que se somete el proceso de definición del modelo de organización territorial. Estas normas no son abiertas; aparecen predeterminadas en la Constitución mediante enunciados abstractos que las formulan genéricamente. Siguiendo con el ejemplo, el legislador estatutario, a la hora de atribuir competencias a la Comunidad autónoma, sabe a qué atenerse; no puede asignar aquellas que enumera la Constitución como

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pertenecientes al Estado. Lo que el legislador desconoce, al estar plasmado en el texto constitucional sin mayor concreción, es qué ha de entenderse por competencia exclusiva, compartida, legislativa o ejecutiva estatal o por cada una de las materias sobre las que recaen éstas. Descifrar su significado con alcance definitivo y general es lo que corresponde al Tribunal Constitucional con ocasión del control, bien de la norma estatal que resulta del ejercicio de esas competencias y que ofrece una lectura implícita de las que cree que le dan cobertura, bien de la norma estatutaria que tácita o expresamente interpreta indirectamente estas categorías cuando atribuye las competencias autonómicas, bien de la norma autonómica que, considerándose amparada en un título competencial, realiza implícitamente una interpretación del mismo que invade un espacio que no corresponde a su Comunidad autónoma.8En resumen, en todo este proceso de construcción del estado autonómico es posible distinguir una etapa inicial en la que la Constitución llama a otras instancias legislativas para cerrar la apertura estructural en la que incurre; una segunda fase en la que los Estatutos y otras leyes estatales cierran esa apertura constitucional, entrando a partir de ese momento en juego los legisladores ordinarios en el ámbito de sus competencias respectivas, y una tercera etapa en la que el proceso queda concluso con la intervención del Tribunal Constitucional cuando comprueba que las normas mencionadas no vulneran los límites formulados con mayor o menor grado de abstracción y que a él le corresponde interpretar.

En ese tránsito, se corre el riesgo de ver como se distorsionan algunas de las etapas antedichas, al producirse una suplantación de los sujetos a los que la Constitución encomienda diferentes funciones.

En el caso del Tribunal Constitucional, para poder pronunciarse sobre la validez de la norma impugnada debe elegir una de las posibles interpretaciones del parámetro de enjuiciamiento. Si éste es abstracto, la selección encierra una labor creativa de carácter limitado, pues en ningún caso puede suponer una innovación de lo dispuesto en la Constitución, en la que debe encontrar su

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apoyo. Si la norma a utilizar como parámetro no sólo es abstracta, sino que también ha sido dejada abierta para ser cerrada por el legislador, se incrementa el peligro de que la función interpretativa del Tribunal Constitucional se desborde hasta llegar a hablar de un «activismo judicial», en el que la faceta constituyente del Tribunal destaque más que su aspecto propiamente constituido. Con ocasión de la aplicación de la norma constitucional, el Tribunal puede dar un salto cualitativo que le aproxima al plano de la definición política y a una labor verdaderamente creadora que troca el papel que la Constitución le confiere de mero cierre de indefiniciones jurídicas de las normas con incidencia en la configuración de la estructura del sistema. Cuando esta es dejada abierta por la Constitución para que sea concluida por el legislador sin contrariar sus disposiciones de fondo y forma, el Tribunal Constitucional no ha de interpretar estas últimas de modo que deje inoperante la apertura y sustraiga al legislador la adopción de una decisión política de calado que debe ser ajena al Tribunal al moverse fuera de la libre apreciación y de razones de oportunidad.9La jurisdicción constitucional tiene que dejar abierto el sistema al legislador, si eso es lo que quiere el constituyente, favoreciendo el cambio sin que resulte imprescindible una reforma de la Constitución, por otro lado siempre posible.

El Tribunal Constitucional no puede predeterminar la elección por el legislador estatutario de una de las opciones constitucionalmente posibles en detrimento de otras tan respetuosas como ella con los límites que se le imponen. Lo que puede es aclarar el alcance de éstos y utilizar un parámetro complejo, integrado por la Constitución y la jurisprudencia, que los concreta cuando valore si el legislador se mueve dentro o fuera de los mismos. No es posible que el Tribunal Constitucional cierre lo que la Constitución deja abierto para otro; se debe ceñir a indicar qué interpretaciones de la Constitución efectuadas por el legislador resultan incompatibles con ella, «delimitando el camino dentro del cual la interpretación política resulta admisible o no arbitraria».10No puede convertir al legislador en un mero ejecutor de lo que según el Tribunal

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Constitucional «dice» la Constitución, anulando su margen de libre decisión,11 tan sólo debe corregir y no conformar su actuación.12De no hacerlo así, suplantaría no sólo al legislador, sino a la misma voluntad del constituyente que así lo quiso.

En el supuesto que nos ocupa, el Tribunal Constitucional no podría cues-tionar que el Estatuto es la norma adecuada para atribuir a la Comunidad autónoma las competencias elegidas dentro de las que cabe conferir, así como para definir su alcance. Pero lo que sí puede y debe es comprobar que con esa atribución y delimitación de las competencias autonómicas no se está condicionando indebidamente el contenido de unas competencias estatales predeterminadas en la Constitución, que serán precisadas por el legislador estatal cuando realice su interpretación concreta al hilo de su puesta en práctica y, en último término, perfiladas por el Tribunal Constitucional con carácter general en su función de control.

En conclusión, en la Sentencia 31/2010 el Tribunal se sitúa de forma cues-tionable en el mismo plano que el constituyente y afirma su monopolio sobre la definición in genere de las categorías constitucionales, sin que paradójicamente, atendiendo a su argumentación, ello suponga la nulidad de las disposiciones estatutarias que a su juicio la llevan a cabo por invasión de un espacio que parecía pertenecer sólo al órgano jurisdiccional; la nulidad tendría lugar en el caso de que la definición del legislador se apartase del texto constitucional y de la interpretación que el Tribunal ya haya realizado del mismo, o en el caso de que, siendo respetuosa con ambos, pretenda obligar a todos los poderes públicos. De no ser así, será admitida, no debido a la función que cumple el

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Estatuto, sino con un valor meramente descriptivo, sin fuerza vinculante, por una razón de tan poco peso como la contribución de esta sistematización a la reducción de la incertidumbre que provoca una jurisprudencia constitucional dispersa

No hay ninguna modulación, por tanto, de la tarea interpretativa del Tribunal en atención a si la concreción afecta a aperturas o a abstracciones constitucionales, ni consiguientemente del papel interpretativo de un legislador, tan criticado por haber desempeñado una función ajena al hilo del cumplimiento de otra que le es propia, como por su intento de impedir otras lecturas futuras de la Constitución por parte del legislador estatal y del Tribunal Constitucional.

3. Tribunal Constitucional y poderes constituidos Especial referencia al poder legislativo

No satisfecho con ocupar la posición del constituyente, el Tribunal Constitucional parece adentrarse en esta Sentencia también en el campo del poder legislativo por medio de una técnica, las sentencias interpretativas, llevada al extremo. El Constitucional hace mucho que ha dejado de actuar exclusivamente como legislador negativo; no se está cuestionando entonces el empleo de fórmulas que potencian su dimensión de legislador positivo, perfectamente admisibles, como diremos, desde el prisma del principio de conservación de las normas, mediante una interpretación de las mismas conforme a la Constitución que subraye su presunción de legitimidad constitucional y la «deferencia» del Tribunal con el legislador democrático.13Va de suyo que en esta tarea hay una considerable labor creadora, pues nos muestra qué normas de las que se encierran en el enunciado normativo no vulneran la Constitución y qué otras, por el contrario, sí lo hacen,14de tal modo que sólo cabría declarar la inconsti-

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tucionalidad del texto enjuiciado en el supuesto de una contradicción insalvable con la Constitución, al ser imposible hallar un sentido que permita superar dicha incompatibilidad.

Esa interpretación conforme, de existir, debe derivar del enunciado normativo; por eso lo criticable aquí, a nuestro entender, es lo forzada que resulta en algunos casos, hasta el punto de hacer decir a la norma algo que en realidad no dice, sin olvidar tampoco, aunque no incidiremos en ello, el hecho de que no siempre esas interpretaciones tienen su refiejo en el fallo, apareciendo dispersas en los fundamentos jurídicos con el consiguiente peligro para la seguridad jurídica.

El Tribunal Constitucional ya había tenido ocasión de pronunciarse sobre el alcance de esta interpretación conforme en términos similares. Desde su temprana Sentencia 11/1981, fundamento jurídico 4, no dudó en afirmar que el Tribunal puede establecer « un significado de un texto y decidir que es el conforme con la Constitución. No puede, en cambio, tratar de reconstruir una norma que no esté debidamente explícita en un texto, para concluir que esta es la norma constitucional». Esta doctrina es recogida con posterioridad por la STC 24/2004, en su fundamento jurídico 6, que ofrece un completo repaso de la jurisprudencia constitucional sobre los límites y riesgos que rodean la inter-pretación de la ley conforme a la Constitución:

«En efecto, en virtud del principio de conservación de la ley, este Tribunal ha declarado reiteradamente que sólo cabe declarar la inconstitucionalidad de aquellos preceptos «cuya incompatibilidad con la Constitución resulte indudable por ser imposible llevar a cabo una interpretación conforme a la misma» (STC 111/1993, de 25 de marzo, FJ 8, citando entre otras muchas las SSTC 93/1984, de 16 de octubre, 115/1987, de 7 de julio, 105/1988, de 8 de junio, 119/1992, de 18 de septiembre), habiendo admitido desde nuestras primeras resoluciones la posibilidad de dictar sentencias interpretativas, a través de las cuales se declare que un determinado texto no es inconstitucional si se entiende de una determinada manera, si bien nuestra labor interpretativa tiene por objeto establecer un significado de un texto y decidir que es el conforme con la

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Constitución. No podemos, en cambio, tratar de reconstruir una norma contra su sentido evidente para concluir que esa reconstrucción es la norma constitucional (STC 11/1981, de 8 de abril, FJ 4). Y ello porque la efectividad del principio de conservación de las normas no alcanza «a ignorar o desfigurar enunciados legales meridianos» (SSTC 22/1985, de 15 de febrero, FJ 5; 341/1993, de 18 de noviembre, FJ 2). En definitiva, la interpretación conforme no puede ser una interpretación contra legem, pues ello implicaría desfigurar y manipular los enunciados legales, usurpando este Tribunal funciones que corresponden al legislador».

Estos límites no son otros, por tanto, que el respeto al tenor literal de las disposiciones impugnadas, sin ignorar o desfigurar enunciados meridianos con reconstrucciones contrarias a su sentido evidente. De no ser así, se suplantaría al legislador, al estar creando una norma nueva sin apoyo en el texto legal, como, entre otras, pone de manifiesto la STC 235/2007, en su fundamento jurídico 7, por remisión a la STC 138/2005:

En definitiva [...] [no] compete a este Tribunal la reconstrucción de una norma no explicitada debidamente en el texto legal y, por ende, la creación de una norma nueva, con la consiguiente asunción por el Tribunal Constitucional de una función de legislador positivo que institucionalmente no le corresponde

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A la luz de esta reiterada jurisprudencia, sorprende aún más encontrar en la Sentencia 31/2010 un uso de la técnica de la interpretación conforme que sobrepasa ampliamente lo descrito.

El supuesto analizado en el epígrafe anterior, el de la definición estatutaria de las tipologías competenciales y de las materias sobre las que estas recaen, puede servirnos para ejemplificar lo que aquí se mantiene.

Según se expuso en detalle, el Tribunal excluye como cometido del Estatuto de autonomía la definición de categorías constitucionales, en tanto está reservada a él como intérprete supremo de la Constitución.15No obstan-

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te, acaba por aceptar que el legislador estatutario relacione «sin definir, esto es, sin otro ánimo que el descriptivo de una realidad normativa que le es en sí misma indisponible [...] las potestades atribuidas en el marco de la Constitución, a las respectivas Comunidades autónomas» (fundamento jurídico 58).

No entraremos a valorar esta exigencia, pues excedería con mucho el objeto y la pretensión de estas páginas, aunque ha de recordarse que hemos afirmado que el legislador debería poder concretar en el Estatuto, con la fuerza normativa que le es propia, «el alcance de las competencias que atribuye y de las materias sobre las que recaen, con respecto al abstracto marco constitucional y a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional que termina de perfilarlo», sin «condicionar indebidamente el contenido y el alcance de las competencias estatales predeterminadas en la Constitución» y sin pretender vincular al legislador estatal y al propio Tribunal Constitucional cuando procedan a su precisión por remisión constitucional. Pero lo cierto es que ese discutible valor meramente descriptivo, carente de naturaleza normativa y de carácter vinculante, que resulta imprescindible, según el Tribunal Constitucional, para poder dar por bueno cualquier precepto estatutario que defina competencias, no parece desprenderse del tenor de los artículos 110, 111 y 112 del Estatuto, que establecen respectivamente qué ha de entenderse por competencias exclusivas, compartidas y ejecutivas en alusión a las asumidas por la Generalitat. Aún así, ese es el sentido que el Tribunal obliga a darles para salvar su constitucionalidad. ¿No estamos ante una desfiguración de enunciados de claridad meridiana y una reconstrucción de su sentido evidente? ¿No se está fijando la «mejor» interpretación en vez de aceptar las interpretaciones tolerables o rechazar las intolerables? Más patente aún resulta esta recreación en la justificación que se efectúa de la regulación estatutaria de las competencias exclusivas; en el fundamento jurídico 59 se adelanta una interpretación, en la que se incidirá más adelante, que puede servir de buena muestra. Nos referimos a la lectura que se ofrece de un término aparentemente tan inequívoco como en todo caso, que de

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la mano del Tribunal pasa a ser entendido como «en su caso» y adopta un valor, de nuevo, tan sólo descriptivo:

«En definitiva, el Art. 110 EAC no es contrario a la Constitución en tanto que aplicable a supuestos de competencia material plena de la Comunidad Autónoma y en cuanto no impide el ejercicio de las competencias exclusivas del Estado ex Art. 149.1 CE, sea cuándo éstas concurren con las autonómicas sobre el mismo espacio físico u objeto jurídico, sea cuando se trate de materias de competencias compartidas [...], sin que tampoco la expresión «en todo caso», reiterada en el Estatuto respecto de ámbitos competenciales autonómicos, tenga otra virtualidad que la meramente descriptiva ni impida, por sí sola, el pleno y efectivo ejercicio de las competencias estatales».

Igual criterio se sigue a la hora de enjuiciar y de interpretar el alcance de las materias objeto de las distintas competencias autonómicas. Nada impide, según el fundamento jurídico 64, que un Estatuto «con la misma voluntad de descripción y sistema antes referida a los arts. 110, 111 y 112 EAC, utilice una técnica descriptiva de las materias y submaterias sobre las que la Comunidad Autónoma asume competencias», «sin que las competencias del Estado [...] resulten impedidas o limitadas en su ejercicio por esa atribución estatutaria "en todo caso" de competencias específicas de la Generalitat». Parece claro que la expresión en todo caso literalmente no puede tener otro significado que el de siempre; pretender darle otro sentido es distorsionar no ya la voluntad del legislador, pues eso resulta irrelevante en tanto no es ésta la que se enjuicia en un procedimiento de constitucionalidad, sino su resultado, la norma estatutaria, y con ello se puede terminar sustituyendo la obra del legislador democrático por la del Tribunal Constitucional. Descartada desde los planteamientos del Tribunal Constitucional una declaración de constitucionalidad de los preceptos estatutarios sin sujeción a reserva de interpretación, desde la perspectiva del legislador tan perjudicial resulta una declaración de inconstitucionalidad de los preceptos estatutarios en la línea propugnada en los votos particulares de los magistrados Rodríguez Arribas, Conde, Delgado y Rodríguez Zapata, como una interpretación conforme que exceda la literalidad de sus enunciados. Esta opción sería además, desde la óptica del Tribunal Constitucional, incoherente con su doctrina y posición, pues con ella sobrepasaría la función jurisdiccional que le es propia, creando nuevas normas que le llevan a ejercer potestades constitucionales que no le corresponden y a invadir espacios que pertenecen al legislador estatutario.

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Indudablemente, el principio de presunción de constitucionalidad de la ley obliga a que su expulsión del ordenamiento sea el último recurso una vez se haya argumentado su contradicción clara e inequívoca con la Constitución, y el principio de conservación de la ley obliga a buscar una interpretación de la misma conforme a la norma suprema.16También es sabido que cualquier sentencia interpretativa en menos o en más cambia el sentido de la ley, pues se descarta una de las lecturas posibles del enunciado normativo, la propuesta por los recurrentes, y se destaca otra que no vulnera el texto constitucional. Sin embargo, esta atención con el legislador que en principio muestran las sentencias interpretativas, en tanto mantienen su obra, no puede llevarse al límite de desvirtuar lo que la ley dice, ya que ello provocaría entonces un efecto contrario al pretendido.17Por mucho que pueda entenderse que la presunción de constitucionalidad y la «obligación» de interpretación conforme opera con mayor fuerza en el caso de normas como el Estatuto, cuya legitimidad demo-crática ha sido reforzada por el refrendo ciudadano,18este plus también debería elevar el nivel de exigencia de respeto a los límites a los que está sujeta dicha interpretación. De lo contrario, apartarse del enunciado estatutario, dándole un sentido diferente o atribuyéndole a algunos de sus preceptos un valor de simple descripción, sugerencia o propósito, acaba por ser más perjudicial que una declaración de nulidad, en tanto desnaturaliza el resultado de la voluntad del legislador y de los ciudadanos, y con ello sufre el principio democrático.19

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Quizás no hubiera estado de más haber explorado otras opciones que potenciaran la colaboración entre Tribunal Constitucional y poder legislativo, una vez constatados los riesgos de superar vía interpretativa la posible inconstitucionalidad.20Bibliografía

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[1] Eduardo García de Enterría, La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional, Madrid, Thomson Civitas, 2006, p. 197, 236 y 243, afirma que la legitimidad del Tribunal Constitucional nace de que se puedan «imputar razonablemente a la norma suprema sus decisiones singulares», puesto que su motivación descansa en ella. Por mucho que vea al Tribunal como comisionado del poder constituyente para el sostenimiento de su obra y para el mantenimiento de los poderes constitucionales como poderes constituidos, considera equívoca la identificación de un Tribunal creado y sometido a la Constitución con un poder constituyente «libre, radical e incondicionado», ni siquiera con un poder paraconstituyente de revisión o enmienda constitucional, pues con su jurisprudencia «innova pero no crea libremente derecho», en tanto haciendo uso de técnicas jurídicas interpreta y aplica la Constitución.

[2] Ignacio de Otto y Pardo, Obras completas, Oviedo, Universidad de Oviedo, CEPC, 2010, p. 1170.

[3] En la misma línea, Francisco Rubio Llorente, La forma del poder: Estudios sobre la Constitución, Madrid, CEC, 1997, p. 491, 577 y 585; Enrique Alonso García, La interpretación de la Constitu. ción, Madrid, CEC, 1984, p. 26; Luis Prieto Sanchís, «Notas sobre la interpretación constitucional», Revista del Centro de Estudios Constitucionales, nº 9 (1991), p. 176, consideran que, a diferencia del legislador, el Tribunal Constitucional, cuando afronta esa labor interpretativa, no desarrolla una actividad libre que atiende a razones de oportunidad, sino que está obligado a razonar en términos jurídicos, subrayando Juan José Solozábal Echavarría, «Notas sobre interpretación y jurisprudencia constitucional», Revista de Estudios Políticos, nº 69 (1990), p. 183 y 186, la necesidad de su realización «de acuerdo con los procedimientos de la argumentación jurídica» y el respeto al «tenor literal y al sentido lógico del texto constitucional» para asegurar «resultados dotados de las notas características del derecho: seguridad, objetividad y predecibilidad». Con esa tarea, capaz de innovar el ordenamiento, como señalan Luis López Guerra, «Tribunal Constitucional y creación judicial de derecho», y Francisco Balaguer Callejón, «Tribunal Constitucional y creación del derecho», en Eduardo Espín y Francisco Javier Díaz Revorio, La justicia constitucional en el estado democrático, Valencia, Tirant lo Blanch, 2000, p. 365 y 382, el Tribunal Constitucional condiciona la actuación del resto de poderes constituidos, ya sean legislativos o judiciales.

[4] Aún así, el Tribunal también reconoce en el fundamento jurídico 5 que el legislador estatutario puede llevar a cabo interpretaciones de la Constitución, pues el Constitucional, como ya se ha dicho, es su intérprete supremo, no el único:
«Son éstas, en cualquier caso, consideraciones de principio que habremos de concretar con el debido detalle al enjuiciar cada uno de los preceptos impugnados, determinando entonces la verdadera medida del grado de colaboración constitucionalmente necesaria y admisible por parte del legislador estatuyente en la tarea de la interpretación constitucional característica de una sociedad democrática».

[5] Mercè Barceló i Serramalera, «La doctrina de la STC 31/2010 sobre la definición estatutaria de las categorías competenciales», Revista catalana de dret públic. Especial Sentencia 31/2010 del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, 2010, p. 254, subraya entre las novedades que aporta la STC 31/2010 la creación de un nuevo poder constituyente, el Tribunal Constitucional, y su desaparición como parte de los poderes constituidos. También Miguel Ángel Aparicio Pérez, «Alguna consideración sobre la STC 31/2010 y el rol atribuido al Tribunal Constitucional», Revista catalana de dret públic. Especial Sentencia 31/2010 del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, 2010, p. 26, estima que el Tribunal Constitucional se sitúa en esta Sentencia «incluso como poder constituyente directo» cuando «el Tribunal Constitucional es un poder constituido que no puede dar ningún contenido a la Constitución si la Constitución no tiene por sí misma este contenido».

[6] Paloma Requejo Rodríguez, «Nuevos parámetros de constitucionalidad», Fundamentos, nº 4 (2006), p. 390.

[7] En la línea de la Sentencia en lo que se refiere a este punto, véase Luis Ortega Álvarez, «La posición de los Estatutos de autonomía con relación a las competencias estatales tras la Sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, de 28 de junio, sobre el Estatuto de autonomía de Cataluña», Revista Española de Derecho Constitucional, nº 90 (2010), p. 276; Tomás de la Quadra-Salcedo Janini, «El Tribunal Constitucional en defensa de la Constitución. El mantenimiento del modelo competencial en la STC 31/2010, sobre el Estatuto de Cataluña», Revista Española de Derecho Constitucional, nº 90 (2010), p. 305; Javier García Roca, «De las competencias en el Estatuto de Cataluña según la STC 31/2010, de 28 de junio: una primera lectura integradora», El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, nº 15 (2010), p. 56. Críticos con ella y con una minus-valoración de la función constitucional del Estatuto que a su juicio allí se efectúa, Enoch Albertí Rovira, «El estado de las autonomías después de la Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña», El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, nº 15 (2010), p. 94, y Marc Carrillo López, «Después de la sentencia, un Estatuto desactivado», El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, nº 15 (2010), p. 28.

[8] Tomás de la Quadra-Salcedo Janini, «El Tribunal Constitucional», p. 300, también distingue entre apertura e imprecisión de los preceptos constitucionales, considerando que en el ámbito de las competencias estatales la única apertura alcanza a las residuales, mientras que el texto constitucional ha dejado cerrado con su enumeración en el Artículo 149.1 el resto, correspondiendo al Constitucional precisar su alcance último.

[9] Paloma Requejo Rodríguez, Bloque constitucional y bloque de la constitucionalidad, Oviedo, Ediuno, 1997, p. 100, distingue entre los conceptos de bloque constitucional y bloque de la constitucionalidad según sus integrantes cierren aperturas estructurales o concreten abstracciones de la Constitución. De seguir este criterio, la doctrina jurisprudencial de un Tribunal Constitucional que cumpliera el papel que tiene asignado debería formar parte del bloque de la constitucionalidad, no así de un bloque constitucional, en el que sólo se incardinaría si intentara ponerse indebidamente en el lugar del constituyente o de aquellos llamados a cumplir funciones constitucionales.

[10] Luis Prieto Sanchís, «Notas sobre la interpretación», p. 177.Luis Prieto Sanchís, «Notas sobre la interpretación», p. 177.

[11] Francisco Rubio Llorente, La forma del poder, p. 577, y Javier Jiménez Campo, «Sobre los límites del control de constitucionalidad de la ley», en Eliseo Aja (ed.), Las tensiones entre el Tribunal Constitucional y el legislador en la Europa actual, Barcelona, Ariel, 1998, p. 177, ponen de relieve la necesidad de preservar el pluralismo político con una interpretación jurídica del texto constitucional que no sea impeditiva de diferentes interpretaciones políticas. En palabras de Ja-vier Jiménez Campo, «Sobre los límites del control», p. 181, «el juez constitucional no puede en-tender las normas constitucionales en términos de una acabada e ilusoria predeterminación de las opciones políticas (STC 11/81/7); ha de acercarse a ellas como a las estructuras abiertas que son, limitadoras, no sustitutivas de la decisión legislativa».

[12] Francisco Balaguer Callejón, «Tribunal Constitucional y creación del derecho», p. 386, subraya esta afirmación: «[...] la jurisprudencia tiene una función correctora o reparadora pero no conformadora de la legalidad por exigencia del principio democrático», por eso se muestra partidario de una autolimitación del Tribunal Constitucional para facilitar la intervención de legislador.

[13] Eliseo Aja y Markus González Beilfuss, «Conclusiones generales», en Eliseo Aja (ed.), Las tensiones entre el Tribunal Constitucional y el legislador, p. 260, explican esta evolución del Tribunal Constitucional de legislador negativo a legislador positivo aludiendo a razones estructurales, como el cambio de las instituciones, fruto del tránsito a un estado democrático y social, que provocó un mayor protagonismo de los tribunales constitucionales por el incremento de la legislación y la mayor relevancia de los derechos fundamentales, y el cambio de la propia justicia constitucional, con la ampliación del objeto y del parámetro de enjuiciamiento, de los legitimados para recurrir y de las funciones del Tribunal.

[14] En palabras de Pedro Cruz Villalón, «Jurisprudencia constitucional y ley», en Antonio López Pina (dir.), Democracia representativa y parlamentarismo, Madrid, Senado, 1994, p. 136, la ley «es la norma tal y como resulta de su revisión constitucional o de su control de constitucionalidad», lo que se hace más evidente cuando el fallo es interpretativo, de tal modo que «viene a fundirse con la Ley, transformando el mandato normativo contenido en la misma».

[15] Se abunda así en la idea de reserva de la Constitución ya apuntada en la STC 76/1983, con la salvedad indicada en el texto. Como pone de manifiesto Pedro Cruz Villalón, «¿Reserva de Constitución? (Comentario al Fundamento jurídico cuarto de la Sentencia del Tribunal Constitucional 76/1983, de 5 de agosto, sobre la LOAPA», La curiosidad del jurista persa, y otros estudios sobre la Constitución, Madrid, CEPC, 2006, p. 131, el Tribunal Constitucional en la mencionada Sentencia descarta que el legislador estatal pueda aprobar normas cuyo objeto sea precisar el único sentido que es posible conferir a un concepto constitucional no suficientemente claro, pues esta función está reservada extraordinariamente al poder constituyente-constituido de reforma y de ordinario al Tribunal Constitucional como intérprete supremo de la Constitución. Sin embargo, esa supremacía, que no exclusividad, en la función interpretativa permitiría al Tribunal, en opinión del autor, rechazar cualquier otra interpretación de la Constitución efectuada por la ley atendiendo a su contenido o a su ámbito de eficacia.

[16] Para Víctor Ferreres Comella, Justicia constitucional y democracia, Madrid, CEC, 1997, p. 141, cualquier duda sobre la interpretación de la ley debe resolverse a favor de su constitucionalidad y cualquier duda sobre la interpretación de la Constitución debe descartar aquellas lecturas que hagan que la ley sea inconstitucional.

[17] Javier Jiménez Campo, «Qué hacer con la ley inconstitucional», La sentencia sobre la constitucionalidad de la ley, Madrid, Tribunal Constitucional y CEC, 1997, p. 31, tras resaltar que el objeto de la doctrina constitucional es tanto la Constitución como la ley, estudia como la inter-pretación secundum constitutionem de la ley enjuiciada es un instrumento de reparación inmediata de su inconstitucionalidad, siempre que, como se afirma en el texto, «la interpretación conforme, como la que se estima contraria a la Constitución, deriven [...] del enunciado impugnado o cuestionado». Las formas interpretativas de decisión en sentido amplio son objeto específico de la obra de Héctor López Bofill, Decisiones interpretativas en el control de constitucionalidad de la ley, Valencia, Tirant lo Blanch, 2004, p. 274, en la que, sobre la base de que este tipo de decisiones son una vía de elisión de confiictos que debe fomentar el diálogo institucional, se reconoce que en ciertos casos éste puede verse menoscabado, pues, si se incurre en excesos como los que aquí se mantiene que existen, «se reducen las oportunidades para que el legislador se pronuncie de nuevo».

[18] Víctor Ferreres Comella, Justicia constitucional, p. 227.

[19] Este efecto rebote sobre el principio democrático es puesto de manifiesto en el voto particular del magistrado Vicente Conde.

[20] Por ejemplo, Francisco Tomás y Valiente, Escritos sobre y desde el Tribunal Constitucional, Madrid, CEC, 1993, p. 104, alude a diversos tipos de «recomendaciones», entre ellas la llamada «recomendación-transaccional», que el Tribunal Constitucional puede utilizar no sólo para «descargar tensiones internas», sino para que el legislador conozca su opinión sobre los riesgos que conlleva el tenor de un precepto declarado constitucional y pueda adoptar las medidas que estime oportunas; o Javier Jiménez Campo, «Qué hacer con la ley inconstitucional», p. 66, también apunta varias técnicas de «prevención de la inconstitucionalidad» cuya utilidad pudiera haberse valorado. En otros casos, Eliseo Aja y Markus González Beilfuss, «Conclusiones generales», p. 291, sugieren que el Tribunal pueda imponer al legislador la obligación de subsanar en un plazo razonable la inconstitucionalidad que se haya apreciado. Todas ellas son medidas que fomentan el diálogo entre instituciones, sin que tenga por qué producirse un solapamiento de funciones.

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