La posición constitucional del poder judicial (un caso de diplopia constitucional)

AutorRafael de Mendizábal Allende
Páginas127-141

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1. El Poder Judicial como estructura

Pues bien, para empezar por el principio como es costumbre sana, la balanza de la justicia, con el fiel puesto en la espada y los dos platos para el peso, nos da una imagen exacta de su estructura y de su función esencial. En efecto, el Juez es Poder Judicial, pero no todo el Poder Judicial y sirve de eje al conjunto. Con él son también elementos del artilugio sus colaboradores, la oficina judicial, escribanía, relatoría o secretaría, no sólo como unidad de apoyo burocrático sino como factor de garantía del proceso por incorporar la fe pública. La STC 76/1997 habla de “la fe pública del Secretario Judicial, una de cuyas funciones y la principal razón de su existencia es precisamente esa”. Ahora bien, el elenco de los dramatis personae incluye también otros dos personajes, protagonista y antagonista, sin cuya presencia no se concibe el juicio como litis o lucha. Por una parte, el Ministerio Público, que la Constitución coloca en el corazón del mismo Título VI y, por la otra, la Abogacía como ejercicio privado de la función pública de patrocinio, así como la Procura que sirve a la postulación. En la Abogacía incluyo tanto su ejercicio libre como la que defiende al Estado, a las Comunidades Autónomas o a ciertos Ayuntamientos (Letrados Consistoriales), así como sus distintas modalidades en otros países (attorney, barrister, sollicitor). La tutela judicial, para su existencia, necesita que se produzca sin indefensión, su tacha más grave hasta el punto de volatizarla, hasta no ser tutela judicial. Pues bien, ello hace que el meollo de esta se encuentre en el derecho a la defensa y, por tanto, a la defensa letrada desde el principio, nada mas formulada la acusación aun sin palabras, con el hecho manifiesto de

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la detención, sin olvidar los derechos de la víctima. Así, la Abogacía adquiere rango constitucional en el mismo núcleo del sistema judicial. He dicho muchas veces que no puede imaginarse siquiera una judicatura independiente sin una abogacía libre1.

En definitiva, los personajes de este espectáculo en que consiste el juicio en un estrado son los hombres y mujeres togados que enumera el art. 187 de la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial, donde se exige a los Jueces, Magistrados, Fiscales, Secretarios, Abogados y Procuradores el uso de la toga en audiencia pública, reuniones del Tribunal y actos solemnes judiciales. Un rápido análisis pone de manifiesto, que, aun cuando se configure como un deber, visto desde la perspectiva del funcionamiento de la justicia como organización, o estructura-función, es también un derecho de ciertos profesionales, el derecho a vestir la toga, con exclusión de los demás. Por otra parte, el uso de esa prenda se produce no sólo en los estrados, ocasión máxima de la liturgia judicial, sino en otros escenarios y para otras representaciones, tanto internas -reuniones para deliberar a puerta cerrada- como en actos judiciales solemnes, aunque no procesales sino gubernativos -posesiones, apertura de Tribunales- y fuera de éstos también, recepciones rituales del Rey y otros fácilmente imaginables. La toga, en definitiva, no es un disfraz para un acto, el juicio en audiencia pública, sino la vestidura tradicional de los juristas, jurisconsultos o jurisperitos no sólo en España sino en toda Europa, en Amé-rica e incluso en otros países africanos o asiáticos, a imagen y semejanza de sus antiguos colonizadores europeos.

El elenco de quienes pueden y deben vestir la toga abarca a todos los actores en el gran teatro de la justicia que, hoy por hoy, son necesariamente Letrados, aunque en épocas pasadas no se les exigiera tal condición. Lo fueron siempre, por definición, Jueces o Magistrados y Abogados. Han de serlo ahora todos los Secretarios de la Administración de Justicia y los Procuradores, que cuando carecieron otrora de tal calificación habían de utilizar traje negro sin más (arts. 207, 209, 219 y 880 L.O.P.J. de 1870). La legitimación profesional, proporcionada por la Universidad a través de la Facultad de Derecho y sólo por ella, es tan antigua y tan tajante e inconcusa que en los viejos Consejos del sistema polisinodial español se distinguía entre los Consejeros o Ministros “de capa y espada”, nobles sin cualificación universitaria y “togados”, que eran los juristas. Todo ello pone de manifiesto que en

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la versión originaria del art. 187 de la Ley Orgánica no hubo omisión alguna por olvido o ligereza, sino la exteriorización de un criterio, pacíficamente aceptado por todos desde hace diez siglos al menos en nuestro contexto cultural, que utiliza la toga como signo de identidad de los Letrados y como ropaje ceremonial con una misión simbólica. Por tanto, en el precepto analizado están todos los que actúan con tal carácter en los actos judiciales o en otros públicos. No sería necesario pero tampoco es inoportuno decir que el derecho a vestir toga, privilegio de los juristas, o traje negro, si se trata de funcionarios judiciales o colaboradores profesionales carentes de aquella condición, o cualquier otro en el caso de quienes acudan como testigos o peritos o asistan como espectadores, no afecta en ningún aspecto a la dignidad de la función, de la profesión o de la persona, actuando tan sólo como signo distintivo, eso sí para un mayor esplendor de la justicia en el sobrio y austero estilo que le es propio2.

2. El modelo constitucional del sistema judicial y la mutación constitucional

El modelo virtual del sistema judicial, tal y como aparece diseñado en la Constitución, fue respetado en la primera Ley Orgánica del Consejo General del Poder Judicial 1/1980, de 10 de enero, anticipada para hacer posible que se completara la composición del Tribunal Constitucional, cuya natural evolución hubiera conducido a puertos muy distintos de los que hemos arribado a estas alturas. El primer embate, y muy fuerte, a ese modelo lo infligió en 1985 la Ley Orgánica del Poder Judicial, obra del primer Gobierno socialista ratificada con aspavientos retóricos por un Tribunal Constitucional en la misma sintonía. La STC 108/1986 apuntaló el giro copernicano dado en la forma de componer el Consejo General del Poder Judicial, expropiando doce plazas reservadas a la elección por los propios jueces y magistrados para dárselas a las Cortes Generales, a quienes se les había reservado constitucionalmente las otras ocho, lo que ha permitido el uso parlamentario de que los nombres de su presidente y su vicepresidente sean pactados desde fuera y votados luego formulariamente por el Consejo. No paró ahí la cosa y, desde los Jueces de Paz hasta el Tribunal Supremo, que se minimizó o los Tribunales Superiores, que se hi-

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pertrofiaron, el diseño ha sido deformado. La posición respectiva de éstos y aquél se ha subvertido ya que el Supremo ha sido gradualmente degradado a Tribunal Superior del Estado stricto sensu mientras que los territoriales muestran una clara vocación de convertirse en los Supremos de las Comunidades Autónomas, con una inversión radical del art. 123 CE.

Luego vendría la donosa invención jurisprudencial de una singular categoría, la “administración de la Administración de Justicia”, para hacer entrar a un personaje que no estaba en el reparto, el Poder Ejecutivo, único poder real –como se palpa– con una imparable tendencia expansiva y en una línea paralela advino la aparición de las “cláusulas subrogatorias” (STC 56/1994), tiñendo las aguas de un radiante color jacobino. Digo ya, sin ambages, que por debajo del tenor de la Constitución se está produciendo un desplazamiento de placas tectónicas que ha alterado el subsuelo del sistema judicial tal y como lo diseñó aquella en 1978, más allá de una interpretación evolutiva. En definitiva se ha operado una “mutación constitucional”, entendiendo por tal un cambio del contenido de las normas que, conservando la misma redacción, adquieren un significado diferente, como definió este fenómeno el Tribunal Constitucional de la República Federal de Alemania. Sin utilizar el mecanismo que para su reforma establece la Constitución, se ha ido transformando y deformando ésta. La mutación constitucional queda a la vista en más de un aspecto y no sólo en éste, pero en éste nos jugamos el Estado de Derecho. Ningún ejemplo mejor ni más cercano para mostrar cuánta razón llevaba Charles Evans Hughes. En paráfrasis de una famosa observación suya es cierto que “vivimos bajo una Constitución”, pero no lo es menos que “la Constitución es lo que el Tribunal Constitucional dice que es”3. De ahí al “despotismo de una oligarquía”, que profetizaba Tomas Jefferson, hay un paso pero también un abismo4.

No es esto que escribo ahora una ocurrencia nacida ocasionalmente sino una profunda y antigua convicción. El 10 de marzo de 1985, casi cuatro meses antes de ser aprobada la Ley Orgánica del Poder Judicial 6/1985 de 1 de julio, un Maestro del Derecho Político, el profesor Jiménez de Parga advirtió de tal cambio constitucional sin reforma del texto, concluyendo que «a partir de ahora hablar de “Poder Judicial” puede ser una broma, que algunos considerarán de mal gusto»5. Por mi parte unos meses más tarde, promulgada ya esa Ley

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Orgánica, dije públicamente que después de ella “hablar del Poder Judicial en España como poder autónomo es una entelequia y sería negar una realidad que vemos todos los días”. En la misma ocasión y en el mismo lugar, una Universidad cualquiera cuyo nombre no hace al caso, completé esa conclusión con otras dos reflexiones, una que “ahora mismo la responsabilidad del servicio público de la justicia...

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