La posesión y el registro en la adquisición y tutela de la marca

AutorJosé Luis Lacruz Berdejo
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil

Revista crítica de D.Q Inmobiliario, 1976, págs. 1297 a 1333.

  1. Observaciones previas sobre el concepto y función de la marca.

    Para el objeto del presente trabajo conviene reparar desde el primer momento en cómo es la participación de los consumidores la que da valor e importancia a la marca. Importancia que hoy ha crecido desmesuradamente. En una época como la nuestra, de productos idénticos o similares en precio y calidad que se ofrecen conjuntamente en el mercado, las preferencias del público se dirigen a aquellos que por haberse anticipado en la oferta, por una propaganda hábil y bien dirigida o por su presentación, etc., han logrado atraerlas y crear en torno a sí una demanda fiel y constante. Tal éxito muchas veces es el resultado de la honestidad comercial de un productor que, a costa de mermar sus ganancias, ha sabido servir siempre una calidad superior por un precio módico, y a él contribuye, sin duda en gran medida, una propaganda máxima y continuada, que puede hacer pasar a un segundo lugar las consideraciones más importantes de calidad de la mercancía y adecuación de su precio. Todo ello supone, en último término, una inversión (dinero dejado de ganar o gastado en propaganda), que puede ser muy elevada, pero que tiene como contrapartida la vendibilidad del producto acreditado y solicitado por una masa de compradores. La marca acreditada, la que representa una llamada a la atención de cualquier comprador y posee una demanda propia, tiene así un elevado valor económico actual, resultado de una labor destinada a grabar en la mente del público su relación con un determinado producto y las virtudes de éste.

    Como dice Fernández Novoa(1): «...si nos limitamos a decir que la marca es una unión entre un signo y un determinado género de mercancías, no estamos realmente describiendo una marca viva y operante, sino tan sólo un proyecto de marca: una marca en potencia a la que le falta un segundo ingrediente básico para convertirse en una marca auténtica. Este segundo ingrediente es psicológico. La marca en sentido propio es la unión entre signo y producto, en cuanto que tal unión es aprehendida por los consumidores. La unión entre signo y producto es obra del empresario. Pero esta unión no desemboca en una auténtica marca hasta el momento en que los consumidores la captan y la retienen en su memoria.

    «La unión entre signo y mercancía, al ser captada por los consumidores y convertirse de este modo en una verdadera marca, desencadena, por su parte, ciertas representaciones en el ánimo del consumidor. Estas representaciones son fundamentalmente dos: la primera, sobre el origen de la mercancía que aparece unida al signo, y la segunda, sobre las características de tal mercancía. Al contemplar un signo unido a un artículo, el consumidor piensa lógicamente que este artículo procede de una determinada empresa: de aquella empresa de la que proceden todos los artículos dotados de ese mismo signo. La contemplación de la marca sobre una mercancía hace que el consumidor adscriba la misma a cierta empresa. En segundo término, la contemplación de la marca sobre una mercancía suscita en el ánimo del consumidor el pensamiento de que ésta posee unas determinadas propiedades y características.

    El signo -continúa más adelante- añadido a los productos por el empresario se convierte en una verdadera marca cuando la contemplación del signo desata en el ánimo del público de los consumidores aquellas representaciones en torno al origen y características de la mercancía que anteriormente hemos visto. Cuando así ocurra, a la unión entre signo y mercancía se habrá sumado el perfil psicológico, que -como sabemos- es también arte integrante del bien inmaterial llamado marca. Es, por tanto, innegable que la marca no puede surgir sin la participaciódn de los consumidores. El público de los consumidores no es un simple destinatario de la marca: es un protagonista activo que desempeña un relevante papel en el proceso de indicación y posterior consolidación de la marca.

    Esta participación del público había sido puesta ya de relieve hace casi medio siglo por Isay(2), quien contemplaba en la marca, junto a las funciones de indicar el origen de la mercancía y garantizar su calidad (para las cuales no es precisa la cooperación del público), otra de ser un medio de publicidad y propaganda. La doctrina moderna puntualiza más exactamente que la marca es un medio de convocatoria de la clientela, con fuerza a veces incontrastable, atribuida por la propaganda que la ha introducido en la inteligencia y la voluntad de los consumidores. La publicidad, por sí sola, es capaz de centuplicar las ventas de una marca y crearle un público devoto. La marca es en tal planteamiento el pivote sobre el cual gira el reclamo y despierta en torno a ella, a medida que se van practicando sucesivas inversiones en propaganda, una serie de apetencias y reflejos condicionados. La marca adquiere un valor separado del producto al cual se aplica, de su calidad y origen; un valor que expresa la demanda creada por la propaganda, que es el alma del comercio actual. Un valor tal que entonces la marca puede servir como colector de clientela aplicada a otro producto distinto e incluso muy lejano del originario: simplemente por las reminiscencias que despierta en la subconciencia o la conciencia de los consumidores. Cuando la propaganda se emplea en una marca con intensidad e ingenio, el valor de convocatoria de clientela de ésta puede llegar a ser muy elevado, y tan desvinculado del objeto como lo sería cuando la publicidad versa sobre un producto que todavía no ha aparecido en el mercado, cuyas virtudes no son conocidas realmente y sí sólo ponderadas mediante el anuncio: el signo llega a tener valor por sí, separado de la mercancía a la cual se aplicará luego.

    La defensa de la marca es entonces la salvaguardia del patrimonio mercantil, que representa la unión del signo con el producto contemplada por el público: en definitiva, la defensa de la propia clientela y de la que potencialmente puede llegar a serlo.

    No quiero decir con esto que la clientela sea una cosa sobre la cual se puedan tener derechos reales, ni tampoco tiene autonomía en sí, pues siempre se es cliente per relationem, es decir, de una determinada empresa o comprador de cierto producto. La clientela representa un valor de la empresa o el producto, pero quien es dueño de aquélla o monopoliza la fabricación de éste no tiene un derecho que le permita mantener un volumen determinado de clientela. Esta «pertenece» a quien pueda tomarla, porque nuestro régimen es de competencia económica y libertad. Cuando un fondo de comercio se vende, por ejemplo, el valor del mismo se determina en función de la clientela y de los beneficios que ésta procura; pero es evidente que el cesionario no goza de ningún derecho que le asegure la continuidad de esta clientela; sólo de un derecho de crédito contra el cedente bajo la forma de una prohibición de volverse a establecer: derecho que es un crédito contra una persona determinada y no una pretensión frente al público en general.

    El derecho a la marca no sujeta, pues, a la clientela, y en ese sentido no es un derecho sobre ella. Pero sí regula la conducta de los competidores en el ámbito más importante de la captación de clientes. La ley conserva al empresario, mediante la tutela de la marca, los frutos de la actividad empresarial, o sea, el llamado valor de equipo del fondo de comercio, que se ha acumulado en él sobre la base de una serie de experiencias satisfactorias de la clientela (valor acumulado en la marca); de la correspondencia del producto con los gustos del público (y, por tanto, sobre la base de una experiencia que justifica la confianza); y también merced al eventual valor intrínseco de la gestión del signo por el empresario; a las inversiones en propaganda de cualquier clase; al esfuerzo para suscitar la demanda y satisfacerla, todo lo cual constituye la razón de ser de la marca, que no es el mero efecto de la formalidad de una solicitud ante el Registro y la consiguiente inscripción, sino el resultado de una labor y un esfuerzo, merced a los cuales un número más o menos grande de personas no sólo relaciona la marca con el producto, sino que demanda el de tal marca cuando (en intervalos más o menos largos, acaso todos los días) precisa la mercancía correspondiente. Mas la identificación del producto con la marca no impide que la adscripción de la clientela sea no una mera palabra o unas imágenes, sino, a través de ella, a una empresa que, a la vez, es fuente de la mercancía y -habitualmente- causante de la correlación, en la mente del público, entre marca y producto. Todo esto habrá de ser tenido en cuenta al interpretar la legislación aplicable a los problemas cuyo estudio va a ocuparnos.

  2. Presupuesto de la titularidad de la marca: la condición de «productor».

    En la mayor parte de los países la marca ha de pertenecer a una empresa: un simple particular, por capricho, no puede registrar una marca, que no podría poner sobre mercancía que no produce. La marca puede ser registrada exclusivamente por los industriales y comerciales para sus productos.

    Así, en Alemania, según el artículo 1.° de la Ley de Marcas, no se puede someter una marca a registro sino por quien quiera servirse de ella en su explotación industrial o comercial para distinguir sus productos de los de otro. Este texto se interpreta en el sentido de que es preciso, en principio, que exista una explotación de los productos que la marca está destinada a caracterizar. Supuesto que la Oficina de Patentes haya admitido erróneamente que el requirente posee una empresa correspondiente a una marca que solicita, cuando en realidad no ocurre así, el signo es susceptible de ser anulado de oficio. Por otra parte, si la empresa desaparece después del registro, cualquier tercer interesado puede solicitar la eliminación en los términos del artículo 11 de la ley citada.

    También Bélgica, Holanda e Italia (por...

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