La porción legítima en la familia del Derecho romano

AutorRafael Bernad Mainar
CargoCatedrático de Derecho Civil. Investigador Asociado. Instituto de Investigaciones Jurídicas (IIJ). Universidad Católica Andrés Bello (UCAB)
Páginas1765-1805

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I Introducción: una visión histórica

El Derecho primitivo romano consagra abiertamente en la Ley de las XII Tablas una libertad de testar casi ilimitada1. Libertad que comenzó a recortarse paulatinamente en sede de legados, donaciones y desheredación. La legítima romana surge con base en el deber ético (officium pietatis) que recae sobre el paterfamilias de proteger a los parientes más próximos frente al riesgo de ser preteridos2. Será el derecho pretorio el que comienza a reconocer tal figura y la transformará en un deber de carácter legal3, consumando la conversión de una legítima de carácter formal en una legítima real.

Por fin, la legislación justinianea consagrará una nueva concepción familiar que abandona definitivamente el parentesco civil agnaticio y adopta exclusivamente la consanguinidad, eso sí, condicionada a la legitimidad matrimonial4, dada la influencia ejercida por el cristianismo en todos los ámbitos del Imperio una vez que se instala como religión oficial. Con ello se pretende fortalecer las relaciones interparentales basadas en un modelo familiar unido por vínculos de solidaridad, lo que contribuirá sobremanera a la consolidación de la institución de la legítima mediante la conservación de algunos de sus precedentes legislativos y la incorporación de novedades significativas en aspectos tales como su cuantía, relación de beneficiarios -legitimarios-, o las justas causas para desheredar (Novelas 18 del 536 d.C. Y 115 del año 542 d.C., respectivamente).

La legítima romana, en cuanto a los ascendientes y descendientes, constituyó una pars hereditatis, puesto que se prohibía la preterición o desheredación entre ellos, sin que se debiera entender satisfecha al haber dejado en el testamento la portio debita por cualquier otro concepto (legado, donación, o fideicomiso). Sin embargo, con relación al resto de los legitimarios, que sí podían recibir su respectiva portio debita por cualquier título5, la legítima pudo ser considerada más bien como una pars o quota bonorum, de manera que se les otorgaba a los legitimarios la titularidad sobre una parte de la herencia preestablecida.

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Por el contrario, el testamento era desconocido en el Derecho germánico6,

puesto que en él regía el célebre principio consuetudinario «der Erbe wird geboren, nicht erkoren», que pasó más tarde al antiguo Derecho francés bajo la expresión «heredes gignuntur, non fiunt; solus Deus heredem facere potest, non homo» (los herederos nacen, no se hacen; solo Dios puede hacer un heredero, no el hombre)7. En efecto, no son los sentimientos del padre, sino la voluntad divina, la que pone la herencia del padre en manos de sus hijos, aun cuando tanto los hijos naturales como las hijas fueran excluidos del reparto, a los fines de evitar que los bienes salieran de la familia. Precisamente por ello se consagra como regla general la prohibición de testar, para preservar una costumbre muy arraigada entre los germanos por la que el derecho hereditario, sobre todo con relación a los bienes inmuebles, estaba estrechamente ligado y orientado al cumplimiento de ciertos deberes políticos y militares que la mujer casada no podía cumplir. Al prohibirse la práctica del testamento, se evitaba que bienes familiares pudieran salir de la familia, tal como sucedería en el caso de que se atribuyeran tanto a los hijos naturales como a las hijas.

Frente a lo que sucedía en el Derecho romano, en donde la personalidad del difunto continuaba a través de la del heredero, el Derecho germánico hacía prevalecer la posición del heredero, quien adquiría la herencia, no por la deferencia que el de cuius tenía con él, sino por derecho propio, razón por la cual aquel nunca respondía personalmente de las deudas del difunto8, salvo que los bienes hereditarios estuvieran afectos al pago de los acreedores en todo su valor y, aun en este supuesto, nunca lo haría más allá del valor de los bienes hereditarios.

A estos usos largamente practicados debe añadirse la vigencia del principio de la copropiedad familiar9, que no es sino una manifestación concreta de la copropiedad germánica o en mano común, en cuya virtud los hijos no sucedían al padre en su patrimonio, sino que recibían lo que ya les correspondía por la propia configuración de la familia germánica, esto es, los hijos contaban con un derecho de copropiedad sobre el patrimonio del padre mientras este vivía y, tras su muerte, este derecho pasaba a ser de su propiedad exclusiva.

Una vez que los bárbaros invadieron el Imperio romano, su Derecho coexiste con el Derecho romano10. Fruto de esta convivencia, se produjo una influencia recíproca entre ambos ordenamientos jurídicos y en el pueblo vencedor surge un Derecho germánico claramente romanizado. Precisamente, tras el contacto de aquellos con los galorromanos, quienes, al igual que los romanos, rechazaron la sucesión intestada y, ante un ferviente deseo en realizar legados de carácter piadoso «por bien del alma del donante o las de sus parientes», los pueblos bárbaros recurrieron a la institución del testamento11. Tal nuevo uso no solo ocasionó innumerables conflictos entre la Iglesia y las colectividades religiosas con los parientes más cercanos del difunto12, sino que también, por su través, logró consolidar el derecho de la familia y el respeto a la copropiedad familiar primitiva incluso sobre la voluntad del individuo13. Prueba de lo afirmado es

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que, para proteger a los herederos, se les concede un derecho de adquisición preferente -retracto gentilicio- ante las eventuales enajenaciones a título oneroso efectuadas por el de cuius, así como también se limitan las disposiciones a título gratuito al monto de lo que pudiera entenderse una limosna razonable, con el fin de evitar legados excesivos, práctica esta que se erigirá en el antecedente de la denominada parte de libre disposición de la herencia con la que cuenta el causante.

Así pues, aunque los pueblos germánicos llegaron a adoptar el testamento romano con sus requisitos, modalidades y consecuencias, conservaron el espíritu de una antigua regla propia según la cual «el derecho hereditario emana del parentesco, de los vínculos de sangre», de tal manera que los parientes eran llamados a la sucesión dependiendo de la mayor o menor proximidad de parentesco que mantuvieran con el difunto.

Del aparente antagonismo que resulta de la copropiedad familiar original del Derecho germánico y la libertad de testar propia del Derecho romano surge la reserva familiar germánica: así es, nace para el jefe de familia la obligación de conservar una porción de los bienes «propios»14, generalmente cifrada en los cuatro quintos, en favor de los hijos, y en su defecto, de los parientes de la línea de la que los bienes procedían, al margen de su mayor o menor vinculación con el de cuius (primero les correspondía a los descendientes del padre; en su defecto, a los del abuelo y, a falta de estos, a los del bisabuelo, sin admisión del derecho de representación15, lo que hará aplicable la ancestral regla paterna paternis, materna maternis). Aflora así la institución de la reserva como una consecuencia de la copropiedad doméstica16, de tal manera que, a los fines de proteger eficazmente a la familia, la parte disponible quedaba reducida, por un lado, al quinto de los bienes propios y, por otro, a todos los bienes adquiridos y todos los bienes muebles.

Vemos que la reserva familiar germánica, más que tratar de proteger a los herederos, que sí los protegió, tendía a evitar legados que excedieran de la parte de libre disposición, lo cual no aplicaba, como regla general, en sede de donaciones. Así pues, primigeniamente, la reserva familiar germánica representaba la antítesis de la institución romana de la legítima, al ser una consecuencia de la concurrencia de varios factores ligados estrechamente con principios consuetudinarios propios del Derecho germánico: el derecho hereditario proviene del parentesco, de los vínculos de sangre; la prohibición de testar; la afección del derecho hereditario al cumplimiento de deberes familiares y políticos; y la copropiedad familiar.

Sin embargo, a veces, esta reserva resultaba insuficiente para proteger los derechos de los hijos, tal como sucedía, por ejemplo, cuando el causante disponía mortis causa de sus bienes muebles y de los adquiridos, de ser estos los mayoritarios o los únicos que existieran en su patrimonio. En la medida que la mayoría de las costumbres no prohibían la enajenación inter vivos de los

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bienes propios y, a los fines de limitar este poder absoluto del padre de familia, se acudió con carácter subsidiario al auxilio que representaba la legítima romana, eso sí, mediante algunas modificaciones17: solo favorecía a los hijos y descendientes; recaía sobre todos los bienes, propios y adquiridos; constituía un derecho individual de cada legitimario y tenía por objeto una porción de la cuota de bienes que cada uno de ellos habría obtenido en ausencia de actos de disposición a título gratuito realizados por el de cuius. Es decir, dicha legítima garantizaba los derechos de los legitimarios, tanto frente a las donaciones entre vivos, como ante las disposiciones testamentarias18y, gracias a la labor de la jurisprudencia consuetudinaria, se llegó a considerar la legítima, no una cuota parte de los bienes, sino más bien una porción de la sucesión misma que devenía indisponible en protección del interés de los hijos y que, a diferencia de la legítima romana, de monto variable, resultaba fijada en la mitad de la porción hereditaria a la que tendrían derecho, en caso de que el difunto no hubiera...

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