Poderes normativos y fuentes de regulación de la relación de trabajo: una relectura del diseño clásico

AutorLucía Dans Álvarez de Sotomayor
CargoProf. Ayudante Doctora del Área de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. Universidad de La Laguna
Páginas73-96

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1. Introducción

En nuestro ordenamiento jurídico-laboral conviven, en constante pugna, los tres poderes reguladores de la relación de trabajo: el Estado (la ley y el reglamento), la autonomía colectiva (el convenio colectivo) y la autonomía individual (el contrato de trabajo). De entre ellos, y en contraste con lo que ocurre en otros sectores, destaca de forma señalada la presencia de la autonomía colectiva, hasta el punto de haberse afirmado que ésta constituye la «característica verdaderamente diferenciadora»1del Derecho del Trabajo; más aún teniendo en cuenta lo que de excepcional tiene la atribución a sujetos colectivos privados de la capacidad de obligar a terceros. Pues bien, el producto de la autonomía colectiva -el convenio colectivo- constituye hoy instrumento imprescindible, junto con la ley, para regular democráticamente las relaciones laborales, si bien es cierto que, según el plano en que se ha ido situando el papel que desempeñan uno y otro, junto con el del contrato de trabajo, el equilibrio de fuerzas entre esos tres grandes poderes se ha manifestado de forma desigual durante el transcurso del tiempo2.

Aunque sea a trazos muy gruesos, no está de más recordar que el Derecho del Trabajo ha conformado desde siempre un sistema de límites a la autonomía individual; y concretamente, al poder unilateral del empresario sobre la relación de trabajo y sobre la persona del propio trabajador3. De hecho, nuestra rama de conocimiento descansa desde sus orígenes sobre una premisa que es básica: el trabajador se encuentra en una posición de subordinación y de especial vulne-

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rabilidad frente al poder de dirección del empresario y sus eventuales arbitrariedades. Residenciar por completo la determinación de las condiciones laborales en el contrato de trabajo acarreó en su momento «consecuencias catastróficas de explotación desmedida»4, de ahí que la negociación colectiva hubiese arraigado con fuerza en nuestra historia más reciente, no sólo como el instrumento idóneo para contrarrestar el fuerte intervencionismo del Estado que había imperado en el régimen anterior -y que se plasmó en la figura de las Reglamentaciones de Trabajo aprobadas por la Administración Laboral5-, sino para reducir la función reguladora del propio contrato, de manera que éste sólo pudiera mejorar las condiciones de trabajo fijadas por la negociación colectiva y, en su caso, por la ley6.

Con el inevitable trasfondo ideológico que subyace en esta concreta materia, y con la crisis económica como «compañero de viaje histórico»7, la cesión -o en su caso, sustracción- de espacios más o menos amplios a la autonomía colectiva, y la consiguiente alteración en los equilibrios de poder entre las distintas fuentes de la relación de trabajo, se ha producido sobre todo a propósito de las más importantes reformas laborales acaecidas en nuestro país. Y de forma señalada, desde la reforma de 1994, uno de cuyos pilares básicos consistió precisamente, tal y como se afirma en la Exposición de Motivos de la Ley 11/1994, de 19 de mayo8, en «potenciar el desarrollo de la negociación colectiva, como elemento regulador de las relaciones laborales y las condiciones de trabajo». El legislador parte aquí de la idea de que la negociación colectiva es un instrumento fundamental de adaptabilidad empresarial, por su capacidad de acercamiento a las diversas y cambiantes situaciones de los sectores de actividad y de las empresas. Para ello, espacios hasta entonces reservados a la regulación estatal pasan al terreno de la negociación colectiva; lo que se denomina «cesión de la norma estatal a favor de la ley convencional»9. En este sentido, la novedad más sobresaliente en cuanto al papel que se otorga al convenio colectivo, en su interacción con la ley, se va a poner de manifiesto en el reparto funcional de espacios o «territorios normativos»10sobre

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los contenidos relativos a la relación individual de trabajo. La negociación colectiva se convierte así en la pieza angular sobre la que se vertebra el otro gran objetivo perseguido por el legislador: la «adaptabilidad».

Ahora bien, aunque es verdad que la reforma de 1994 trató de potenciar el desarrollo de la negociación colectiva, como elemento regulador de las relaciones laborales y las condiciones de trabajo11, dichos esfuerzos se centraron principalmente en estimular los acuerdos de empresa; cosa que con el tiempo puso de manifiesto ciertos excesos que, a su vez, evidenciaron cómo la reforma había propiciado una «revitalización del papel de determinación unilateral de condiciones de trabajo en manos del empresario»12. Las posteriores reformas de los años 199713y 199814no alteraron sustancialmente este panorama, aunque sí parece detectarse en ellas una cierta reacción frente a la potenciación de la figura del acuerdo de empresa que había realizado la del año 94, pasando así a quedar favorecida la negociación colectiva sectorial estatal15. Poco reseñables son asimismo los cambios operados por la reforma laboral del año 200116en la materia que ahora se analiza, pues -al margen de algunos supuestos de desregulación (en relación con las normas relativas al contrato a tiempo parcial) y de autonomización (se remite al convenio colectivo para la adopción de medidas de impulso al contrato de relevo)- tampoco parece que hubiese alterado sustancialmente la senda trazada a partir de 1994.

La recurrente búsqueda de la «adaptabilidad» vuelve a invocarse en la reforma laboral de 201117, para cuya consecución se introdujeron cambios de profundo cala-

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do en la regulación y la estructura de la negociación colectiva18; aunque desde luego no tan severos como han terminado siendo los operados por la reforma laboral de 2012. Se trata de la Ley 3/2012, de 6 de julio, uno de cuyos objetivos consistió en asegurar la descentralización de la negociación colectiva. Bien es cierto que había sido justamente la reforma de 2011 la que había abierto la veda para ello, al otorgar prioridad aplicativa al convenio de ámbito empresarial sobre otros convenios en ciertas materias, pero, a diferencia de lo que acontece con la de 2012, dicha posibilidad se había dejado en manos de la propia negociación colectiva, toda vez que los convenios estatales o autonómicos podían «impedir esa prioridad aplicativa»19.

Ahora bien, tan importante es entender las distintas formas en que se entablan las relaciones entre los tres instrumentos de regulación de las condiciones de trabajo (ley, convenio colectivo y contrato de trabajo), como identificar cuál es el espacio real que la propia ley ordinaria adjudica a la negociación colectiva. Y en este sentido, repárese en que la Ley 3/2012, de 6 de julio, pasa ahora a garantizar por sí sola la referida descentralización convencional20-sustrayendo pues ese espacio a la negociación colectiva- con el propósito explícito de «facilitar una negociación de las condiciones laborales en el nivel más cercano y adecuado a la realidad de las empresas y de sus trabajadores»21. Al margen de esto, la Ley 3/2012 incorporó, como se sabe, otras novedades importantes: a) ha limitado a un año la extensión de los convenios ya vencidos (ultraactividad), frente a la duración indefinida anterior; b) ha facilitado los descuelgues empresariales en materias distintas de las estrictamente salariales; y c) ha reducido ciertos obstáculos para la flexibilidad interna, ampliando notablemente el margen empresarial anterior sobre la relación laboral, incluidas las modificaciones unilaterales de las condiciones de trabajo. Todo lo cual, en fin, permite afirmar que, si ya en los últimos años se podían detectar ciertas «tendencias en orden a la recuperación del poder empresarial»22, tras la reforma laboral de 2012 se constata una clarísima revitali-

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zación de la autonomía de la voluntad individual, que ha incidido de lleno en el equilibrio de fuerzas de las partes, quebrándolo.

2. El soporte constitucional

La determinación de los espacios propios de la ley y de la autonomía colectiva en la regulación de las relaciones laborales tiene, sin duda alguna, un claro arranque constitucional. Excedería del objeto de este trabajo detenerse a enumerar los preceptos de nuestra CE que evidencian la posición de preeminencia que ésta reconoce al trabajo asalariado, en su dimensión social o colectiva, pero sí que resulta preciso recordar que es justamente a la CE, como norma de normas, a la que «le corresponde establecer un nivel básico de tutela material mediante una regulación mínima y general que, en todo caso, se debe respetar»23. A tal efecto, el Estado tiene encomendado el andamiaje básico de la legislación laboral, ex art. 149.1.7ª CE, según el cual aquél ostenta la «competencia exclusiva» sobre la «legislación laboral, sin perjuicio de su ejecución por los órganos de las Comunidades Autónomas». De ello se sigue la importancia de la previsión contenida en el art. 35.2 CE, precepto a cuya virtud «la ley regulará un estatuto de los trabajadores». Este mandato del constituyente al legislador se concretó, como se sabe, en la Ley 8/1980, de 10 de marzo, del Estatuto de los Trabajadores, que extiende su regulación al contrato de trabajo (Título Primero, bajo la rúbrica «De la relación individual del trabajo»), a la representación unitaria de los trabajadores (Título Segundo, bajo la rúbrica «De los derechos de representación colectiva y...

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