Pino Abad, Miguel: La pena de confiscación de bienes en el Derecho histórico español. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba. Córdoba 1999, 442 pp.

AutorAgustín Bermúdez
Páginas648-686

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La Constitución de Cádiz dejó consagrado en su título V, capítulo III, entre otros mandamientos fundamentales encaminados a garantizar el respeto a los derechos en ella misma proclamados, el principio de que ningún ciudadano español fuera condenado en lo sucesivo a la pena de confiscación de bienes (art. 304). Bajo la vigencia de este mandato constitucional el Código Penal de 1822 no la mencionaría en su extenso artículo 28, en el que quedaron enumeradas con carácter excluyente las veintiséis penas de las que los jueces españoles podían hacer uso en sus sentencias. Desaparecía así definitivamente del panorama jurídico español, salvadas posibles manifestaciones residuales en la década ominosa, una pena que había estado hasta entonces tradicio-nalmente presente en todos los ordenamientos jurídicos europeos desde la época romana, las incidencias de cuya prolongada trayectoria a lo largo de nuestra historia jurídica podemos conocer ahora a partir de esta excelente monografía en la que Miguel Pino Abad recoge los resultados de una investigación de muchos años, presentada en su día como tesis doctoral y que ahora ofrece cuidadosamente reelabora-da, en cinco capítulos concebidos conforme al clásico método histórico-cronológico.

En el primero de ellos aparecen analizadas las tres figuras institucionales que en el Derecho romano designaron, bajo diferentes manifestaciones terminológicas, otros tantos supuestos de confiscación: en un primer momento, la consecratio bonorum, en la que los bienes se aplicaban a fines relacionados con la religión; más tarde, la publicatio y la ademptio. La publicatio aparece originariamente como una consecuencia directa del exilio de quienes hubieran incurrido en la interdictio aquae et igni, y determinaba el paso de todos los bienes del condenado a la comunidad, constituyendo, pues, el tipo básico de confiscación propiamente dicha. En el siglo II, la Lex Julia de adulteriis coercendis consagra una publicatio concebida ya como pena independiente del exilio y susceptible, además, de gradación, al proyectarse no sobre todo el patrimonio, sino sobre una parte proporcional del mismo. La ademptio, por el contrario, surge como pena accesoria ligada a la aparición de formas extraordinarias de exilio, como la relegatio o la deportatio. Tal vez hubiera sido conveniente, para la buena orientación de un posible lector inadvertido, haber deslizado aquí algunas consideraciones sobre la muy improbable aplicación de buena parte de esta normativa en tierras de una Hispania, en estas etapas iniciales, tan alejada cultural como geográficamente dePage 649 Roma. Pero no cabe duda de que la minuciosidad con que el A. ahonda en el estudio de estas instituciones, disecadas con irreprochable rigor, constituye una preciosa referencia de innegable utilidad a la hora de representarnos las circunstancias que contribuyeron a componer lo que debió constituir el universo mental de los juristas romanos en materia penal.

Tras el análisis de las variantes conceptuales que se encuentran en el origen de la confiscación, se aborda el análisis de la tramitación procesal que determinaría el tránsito de los bienes desde el patrimonio del condenado a su nuevo destino, que en principio se presume no debería ser otro que el fisco. A propósito de esta temática, el A. considera los efectos que la confiscación produce sobre el patrimonio de los parientes del condenado desde una doble perspectiva: la de las diferentes posibilidades que el Derecho arbitró para que quienes tuvieran expectativas hereditarias sobre los bienes del reo pudieran retener o recuperar alguna parte del patrimonio confiscado, y la de los supuestos de confiscación de la herencia que se producen en los delitos de per-duellio y suicidio, dos excepciones tardías, de época imperial, al principio general que impedía iniciar procesos contra difuntos. Con respecto a los extraños, los efectos de la confiscación quedaron regulados sobre el principio de la protección a los derechos de los terceros de buena fe.

A continuación, como modalidad distinta de la pérdida total o de una parte proporcional del patrimonio que suponen la publicado y la ademptio, estudia la confiscación de objetos determinados o individualizados impuesta como pena para una larga serie de delitos a partir de cuyo casuismo el A. acierta a clasificar por una parte las confiscaciones de inmuebles determinados (aquellos en los que tuvo lugar la celebración de actividades delictivas de especial gravedad), la de aquellos objetos que fueron instru-mentalizados en la comisión de algún delito, y la confiscación de esclavos provocada indistintamente por su condición de sujeto activo o pasivo de actividades delictivas.

Una vez agotado el tratamiento de lo que pudiéramos considerar parte general de la institución, el A. procede a examinar los diferentes delitos que llevaban consigo, como pena principal o accesoria, la de confiscación: homicidio, aborto, castración, rapto, adulterio, lenocinio, violación, homosexualidad, coacciones, soborno y otros abusos de funcionarios de la administración imperial, peculado y plagio.

Es aquí donde, a mi juicio, se manifiesta por primera vez ya con claridad patente una cuestión previa que quizás hubiera merecido la pena que el A. hubiera afrontado desde el principio: la de precisar qué es lo que debemos entender exactamente por confiscación. Porque si atendemos a lo que nos dice la RAE, confiscar es «privar a uno de sus bienes y aplicarlos al fisco», y confiscación «acción y efecto de confiscar», definiciones académicas técnicamente inobjetables, como no sea para precisar que ese uno privado de sus bienes ha de ser un reo condenado judicialmente a sufrir la privación de bienes.

Y si aceptamos estas acepciones, la mayor parte de los casos contemplados en este apartado debieran haber quedado fuera del presente estudio. O, al menos, hubiera sido procedente dejar constancia de las substantivas diferencias conceptuales, algo más que matices, que separan a la confiscación propiamente dicha de todas aquellas situaciones en las que el reo es castigado con la pérdida de sus bienes, pero en las que éstos no van a parar al fisco sino que tienen otro destino, como el de indemnizar a la víctima del delito o a sus parientes: así ocurre, por ejemplo, en el delito de rapto, en el de adulterio y lenocinio, o en el de plagio.

La cuestión brota aquí por primera vez, pero va a permanecer latente a lo largo de toda la monografía para resurgir y recrear la duda cada vez que nos encontramos ante una norma que sustraiga los bienes del reo total o parcialmente en beneficio de sujetos particulares. Sólo tardíamente, ya en página 282, al ocuparse de la ley delPage 650 Fuero Real que pone a disposición del marido ofendido los patrimonios de la adúltera y de su cómplice, el A. afronta el asunto de manera un tanto oblicua al afirmar que se trata de una «confiscación en sentido amplio, pues en realidad no acontecía con ella ningún enriquecimiento de las arcas públicas, sino que el beneficiario exclusivo era un particular».

El estudio de la confiscación en la época visigoda se combina desde dos ángulos extraordinariamente interesantes para conseguir una concluyente aproximación a la realidad jurídico-pública de ese período: el delito de traición en sus diferentes manifestaciones y la política de represión antijudaica. El primero de ellos fue, sin duda ninguna, la principal fuente de confiscaciones, a partir sobre todo de la severa regulación implantada por las leyes de Chindasvinto y Recesvinto, tan incitadoras de las delaciones que se hizo necesario castigar con la pena del talión las denuncias infundadas.

A este propósito, el A. deja buena constancia de que, si bien el Derecho visigodo mantuvo los criterios romanos en torno a la confiscación, ésta se revistió inevitablemente de un tinte político desde el momento en que los monarcas trataron de convertirla en un mecanismo del que servirse para debilitar a sus adversarios y, al mismo tiempo, en un filón del que obtener ingresos con los que recompensar a sus partidarios; por ello los inmuebles confiscados ya no se subastan, como en el régimen romano, sino que se ceden a las personas a las que el rey quiere beneficiar. Pero la nobleza consiguió que la jerarquía eclesiástica asegurase el respeto a determinados mecanismos garantizadores de protección frente a las posibles arbitrariedades regias: por ejemplo, el de que sus miembros fueran juzgados públicamente y ante un tribunal integrado por obispos y nobles en todos los procesos penales que pudieran terminar con una sentencia de muerte o de confiscación. En líneas generales, las páginas dedicadas a la institución desde este punto de vista consiguen transmitir una lograda recapitulación sobre la importancia que aquélla tuvo en la vida pública visigoda, trascendiendo con mucho los ámbitos estrictamente técnicos del Derecho penal.

Por lo que respecta a la política represora de los judíos, la legislación canónica y la civil se coordinaron desde Recaredo para mantener a la población hebrea sometida a una continua presión jurídica fuertemente discriminatoria y de claro carácter persuasorio de la conversión (prohibición de mantener relaciones sexuales con los cristianos, de tener siervos cristianos, de ejercer cargos públicos que llevaran aparejada alguna forma de jurisdicción, etc.), que alcanza su punto culminante con las campañas exterminadoras del judaismo que se proyectaron en los reinados de Ervigio y Égica. Instrumento jurídico de significativa importancia para alcanzar los fines propuestos resultó ser, desde el primer momento, en combinación con otras sanciones de diferente naturaleza, la confiscación de bienes, que también por este capítulo procuraría importantes ingresos al tesoro regio.

De este modo, con una rigurosa utilización de la historiografía y con un detallado estudio de las fuentes jurídicas conciliares y civiles, la confiscación le sirve al A. de hilo conductor del discurso...

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