El perfil del nuevo directivo público para la gestión de intangibles

AutorMaría José Canel/Paloma Piqueiras/Gabriela Ortega
Páginas189-213

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Según Martínez (2006: 17-18) la democracia representativa ha pasado por cuatro fases claramente diferenciadas: la primera fase se caracterizó por el auge del parlamentarismo en el siglo xix; la segunda fase, por la emergencia de los partidos políticos de masas, a principios del siglo xx; la tercera fase fue testigo la erosión de la representación política y del debilitamiento de los partidos políticos, a partir de los años setenta; y, la cuarta fase (en la que nos encontramos inmersos en estos momentos), definida por la crisis de la democracia representativa, directamente relacionada con el proceso de globalización y con la irrupción de las nuevas tecnologías de la comunicación, que obliga a buscar nuevas instituciones y a reformar las preexistentes.

Y es precisamente en esta cuarta fase, la de la crisis de la democracia representativa, la que más preocupa a los principales teóricos de las ciencias políticas y sociales (Munck y Snyder, 2007). Actualmente el Estado se encuentra desbordado por un mundo vertiginoso, en el que se percibe un cambio de paradigma en el que el autoridad política «es tan solo una dimensión del poder, ya que las relaciones de poder se construyen en una interacción compleja entre diversas esferas de la actividad social» (Castells, 2009: 25).

Hoy los ciudadanos exigen lo que Dahl (1973) denominó hace décadas como instituciones para la reconciliación política. Es decir, en pleno siglo xxi la ciudadanía ya no se conforma con una democracia meramente formalista (elecciones periódicas, división de poderes entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial y partidos políticos como vehiculadores de la representación pública), sino que exige un mayor diálogo, una mayor participa-

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ción y una mayor implicación en el proceso de toma de decisiones. El objetivo es lograr «gobiernos abiertos», un concepto ya central en los debates sobre el futuro de la democracia, ya que se refiere, fundamentalmente, a nuevos valores en el ámbito de la gestión pública (Calderón y Lorenzo, 2010). Bajo esta aproximación teórica, el modelo de Estado heredado del siglo xx muestra claros síntomas de agotamiento, como consecuencia de los efectos de la globalización (cambios fundamentales en el «multilateralismo hegemónico» de Bretton Woods y en el orden internacional de posguerra), la redefinición del Estado de bienestar (welfare State vs workfare State), la precarización del mercado laboral, las constantes y rápidas revoluciones tecnológicas (internet, teletrabajos, inmediatez, smartphones, etc.), el aumento de las desigualdades sociales (traducido en la merma de las clases medias) o la complejidad de los lujos migratorios (Bauman, 2013). Son síntomas de agotamiento que se identifican tanto en el Estado como en las instituciones en las que se sustenta: las administraciones públicas.

Castells ha dibujado una robusta teoría de la comunicación y el poder, que abarca desde el poder en la sociedad red, hasta la comunicación en la era digital, las redes de mente y de poder, la política mediática y los movimientos sociales en el nuevo espacio público. En síntesis, el catedrático de sociología sostiene que el poder no puede reducirse al Estado tradicional4, sino que debe relacionarse con el «nuevo Estado red», que se caracteriza por compartir la soberanía y la responsabilidad entre distintos Estados y niveles de gobierno; la flexibilidad en los procedimientos de gobierno y una mayor diversidad de tiempos y espacios en la relación entre gobiernos y ciudadanos en comparación con el anterior «Estado nación» (Castells, 2009: 70); un «Estado red» que enfrenta un evidente problema de coordinación en cinco niveles: organizativo, técnico, político, ideológico y geopolítico.

Este nuevo complejo escenario afecta de manera muy especial a la representación política, al papel del Estado, cada vez más relegado a un rol regulador, es decir, garante de reglas de juego, produciendo leyes y haciéndolas cumplir, pero cada vez menos proveedor de bienes y de servicios universales de calidad. En consecuencia, esta «jibarización del Estado», así llamada por Verdú (2009: 63-81), afecta a la calidad de la democracia y de sus instituciones, ya que no surgen nuevas instituciones sociales que lo sustituyan.

Pues bien, este es, sin duda alguna, otro de los principales problemas de las democracias occidentales: la pérdida de confianza de los ciudadanos en la poliarquía, en sus instituciones y en sus líderes.

Se trata de corregir la pérdida de confianza en la capacidad del sistema para beneficiar a los ciudadanos, algo especialmente grave, ya que sin confianza en las instituciones no puede existir un buen funcionamiento de una sociedad. Y un agente de cambio fundamental

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para gestionar esa transformación será la figura del nuevo directivo público, con entrenamiento y capacidades para identificar y gestionar los bienes intangibles que pueden y deben proveer las administraciones públicas contemporáneas. Un nuevo directivo público y un nuevo directivo público de comunicación que, de acuerdo con lo que explico en este capítulo, serán la pieza central de la modernización de las administraciones públicas españolas. Porque en el siglo xxi hablar de sector público, hablar de instituciones públicas, hablar, en definitiva, del poder público, es hablar de un espacio público mediatizado, en el que los medios son el fundamento tanto de la comunicación ascendente como descendente entre los ciudadanos y el sistema político (Bennett y Entman, 2001: 5).

1. Una descripción del nuevo contexto general en el que se mueve el directivo de la administración pública

El papel de los líderes parece más importante que nunca. El siglo xxi está marcado por la globalización económica y ha iniciado un orden social postmoderno que ya se conoce como «la sociedad del riesgo» (Beck, 2000), «la sociedad individualizada» (Bauman, 2007) o «la era de la información» (Castells, 2002): una fase de desarrollo de la sociedad moderna en la que los riesgos sociales, políticos, económicos e industriales tienden cada vez más a escapar al control de las instituciones públicas y privadas tradicionales, y, en consecuencia, la experiencia subjetiva de los individuos hace que perciban su existencia con más incertidumbres y con más amenazas vitales.

Esto sucede, además, en conjunción con tres elementos que son inéditos en la historia de la humanidad:

- la inmediatez con la que se comunica cualquier suceso relevante que ocurra en prácticamente cualquier punto del planeta;

- la facilidad de acceso a las plataformas para producir y recibir información (redes sociales);

- la globalidad con la luye esa información, que ya no está tan territorializada como antaño (Harari, 2016).

De forma más precisa, el politólogo italiano Sartori escribió en 2002 que en el siglo xxi los medios de comunicación (prensa, radio, televisión e internet) no solamente difunden masivamente y al instante cualquier acontecimiento, convirtiendo un suceso acontecido en un rincón del planeta en un asunto global, con visibilidad mundial, si no que también crean las percepciones dominantes que acaban siendo asumidas como realidades inter-subjetivas por la mayor parte de la población y de las estructuras de poder, tanto públicas como privadas (Sartori, 2002).

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Se trata de un nuevo paradigma macroeconómico y social que está provocando cambios significativos y profundos en los modelos de gestión y relación de las empresas y de las instituciones públicas con su entorno. Tanto el sector privado como el sector público tienen por delante el reto de responder a una crisis de confianza y de credibilidad que afecta directamente a la democracia y a sus instituciones como sistema político. Un sistema político (la máquina de la democracia) que parece estar bien diseñado (o al menos no necesita excesivas innovaciones estructurales), pero que está mal gestionado por sus líderes o dirigentes (los maquinistas que conducen las democracias), a tenor del creciente descontento social sobre la política y los políticos (Sartori, 2009: 143-144).

Sartori fija, por lo tanto, el problema en la calidad de los que dirigen, más que en la calidad del diseño de las organizaciones y las instituciones públicas. Y de esos profesionales, de los directivos públicos, es de los que se ocupa este capítulo.

1.1. Las nuevas relaciones de poder

Las relaciones de poder en el siglo xxi han variado en dos sentidos: por un lado, el poder se ha construido alrededor de la articulación entre lo global y lo local, y, por otro lado, está organizado principalmente en redes, no en unidades individuales. Así, dado que las redes son múltiples, las relaciones de poder son específicas de cada red, definiendo quién queda incluido y quién queda excluido de ellas (Castells, 2009: 81-82). Además, hay que conocer las lógicas y las dinámicas de un actor fundamental del espacio político, los medios de comunicación (Arroyo, 2012). Ningún directivo puede operar (sea desde el sector público o desde el sector privado) sin tener en cuenta un profundo conocimiento de estos vectores del poder.

De hecho, en las democracias contemporáneas, uno de los pilares fundamentales sobre los que se produce la lucha por el poder, se gestiona el ejercicio del poder y se escenifica la representación del poder son los medios de comunicación, ya que nos encontramos inmersos en un espacio público...

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