Las penas del suicida

AutorVictoria Sandoval Parra
Páginas205-256

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La costumbre de la que vamos a hablar como determinadora de la pena del suicidio está vinculada a un uso sancionado por la práctica judicial de la que la literatura jurídica se hace eco, planteándose las razones de su legitimidad. En realidad, respecto de este último tema, todo está dicho cuando comentamos la triple injuria (a Dios, a la naturaleza y a la república) que entraña el suicidio, y todos los doctores, tanto del siglo xvi como del xvii, explican la atrocidad del crimen como merecedor de un castigo que implique tanto a la justicia civil como a la justicia eclesiástica1. Y esto se debe a la inexcusa-

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bilidad del suicidio, del que no puede ser explicación, como ya hemos visto, ninguna de las causas ordinariamente referidas, ni otras que puedan aventurarse, como el alcance acelerado de la felicidad eterna: liberarse de una vida miserable con este fin no es sino un craso error, y en definitiva no hay razón justa para admitir el suicidio. Es imperativo el precepto divino que reza «No matarás», y es sabido el ataque a la caridad como virtud teologal que implica el suicidio2. Esta cualificación del delito, moral y técnicamente, es la

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que ha impuesto en la práctica una forma de ejecución condicionada por el hecho de que en el suicidio, como es evidente, el reo ha muerto ya, por sus propias manos3. Ahora bien, como nos explica la lite-

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ratura jurídica del xvi, menos analítica en este asunto que la del xvn aunque bien es cierto que más contundente al respecto, el arrastramiento, desde el lugar en el que el reo se causó a sí mismo la muerte hasta el lugar del suplicio, para quedar expuesto a la vergüenza de

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ser el centro de todas las miradas, contemplando sus despojos, es una forma típica de cualificación de la ejecución perfectamente man-tenible respecto del cadáver, con su efecto infamatorio4. Como sos-

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tiene Damhouder, el efecto ejemplarizante puede culminar también con el ahorcamiento del cadáver, a continuación, y tal es la costumbre que sigue la justicia. Después, sólo el juez está autorizado para recoger el cuerpo ahorcado, infamado, manteniendo el control público en el levantamiento del cadáver, y evitando manipulaciones de los cadáveres tan torticeras como las que pueden estar motivadas en devociones de supuestos martirios. Además, la atrocidad del delito se refleja en la imposición de la pena ordinaria de confiscación de bienes5. Como explica Giovanni Baptista Ziletti, los bienes del suicida han de formar parte del dominio temporal del fisco precisamente porque éste representa a la máxima autoridad de la justicia terrenal, y la injuria a la república que supone el suicidio puede comprenderse como un crimen de lesa majestad6.

Siguiendo a Damhouder, las penas impuestas por la costumbre de la autoridad judicial pueden ser mitigadas. A estos efectos se valoran factores que pueden afectar a la capacidad de dolo del suicida, particularmente aquéllos que tienen que ver con la propia condición psíquica del sujeto: el frenesí, el furor, la melancolía, el defecto de los sentidos, la impotencia en el alma o la pobre fortaleza. Por supuesto, pueden valorarse causas objetivas, como la enfermedad grave, que dan lugar a vicios de la voluntad, como el miedo. Por esta vía, que afecta sobre todo al suicidio que carece de objetivación procesal de su causa —es decir, al que no se produce por conciencia de crimen o miedo a la pena, sino por tedio vital o dolor—, va restringiéndose en la práctica la aplicación de la pena de horca al cadáver del suicida, se limitará la confiscación de bienes en función de los derechos de los herederos legítimos y aun se concederá eventualmente la sepultura eclesiástica7.

De esta manera, va tomando peso el problema, esencial en todo crimen, simple o cualificado, grave o atroz, de la voluntad criminal, de la intencionalidad maliciosa, del dolo. Y si por la vía de la capacidad (o también por la vía de las circunstancias del delito, en general) puede comprenderse que existieron perturbaciones mentales que imponen la culpa respecto al dolo en el criterio de valoración de la con-

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ducta delictiva, entonces las penas que la costumbre ha vinculado a la cualificación y a la atrocidad no podrán cuajar o deberán aminorarse. La desesperación del suicida ha de convertirse en un propósito doloso, para que la contundencia punitiva sea la mayor, como mayor es este crimen que injuria a Dios, a la naturaleza y a la república, pero si ese mal propósito resulta infundado, la costumbre punitiva más dura se interpretará restrictivamente8.

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Cuando se trata de conductas criminales semejantes al suicidio, o que forman parte de la perpetración de actos dirigidos a la consumación del suicidio, las penas son las mismas y están legitimadas de la misma manera, en la reflexión sobre las injurias derivadas del perjuicio causado al propio cuerpo. Pero, una vez más, la interpretación del acto delictivo y la pena impuesta dependerán del propósito doloso que se aprecie respecto de la perfección del suicidio. Así sucede en la au-tomutilación, fundamentalmente, que podrá ser castigada como el suicidio si la intención criminal tuvo ese fin, porque, desde este punto de vista, la situación jurídica es la de un conato de suicidio. Otra cosa es que, como dice Damhouder, la doctrina se divida en si el conato del suicidio merece la pena ordinaria, conforme a la consideración del régimen jurídico de la atrocidad, o no, según una práctica más benévola, a la que nos referimos anteriormente, y siempre teniendo en cuenta la comisión de actos próximos respecto de la consumación del delito, y no de meros actos remotos. Damhouder se refiere de forma expresa, en este sentido, a la confección de aparatos con el fin de provocar la propia muerte9. El mismo tipo de razonamiento entendemos que debe valer por lo que se refiere al mandato del suicidio.

Ahora bien, la apreciación de factores que reducen el dolo y aumentan la culpa, y por lo tanto abogan por la mitigación extraordinaria de la pena, en la atención primordial al grado del propósito criminal («qualitas doli»), tiene en el caso del suicidio, en términos

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generales por lo que se refiere a la doctrina y la costumbre judicial, un cierto sentido de círculo vicioso. Es decir, como hemos visto en las páginas anteriores la doctrina pretende ser contundente en el castigo del suicidio, porque este acto criminal produce un efecto injurioso tan grave que las motivaciones psicológicas han de ser apartadas o minus-valoradas, puesto que podrían funcionar como justificaciones que en la práctica estarían reduciendo la importancia de esas injurias a Dios, a la naturaleza y a la república tan importantes sobre todo en la teología dogmática. Si ahora, al fin, esas mismas motivaciones y esos mismos factores complejos y psicológicos pueden hacerse valer por la vía del examen del propósito criminal doloso y al fin reducir o mitigar la pena si se entiende que matizan el dolo y subrayan la culpa, estaremos asistiendo a una situación un tanto contradictoria. Esto explica que doctores como Tommaso Trivisano mantengan su contundencia absoluta contra el suicidio, contra el conato de suicidio o contra la auto-mutilación, defendiendo su castigo, en régimen de igualdad, sin que para él tengan importancia las causas que pudieron motivar el comportamiento. La dureza de sus argumentos se percibe en su insistencia en la imposición de la pena al cadáver, en defensa del Derecho natural. Asimismo, es muy significativo que desarrolle una crítica a la excesiva relajación de la administración de justicia, y destaque la necesidad y urgencia de que los jueces, en estos supuestos, lleven a cabo una exhaustiva investigación por el interés de la religión y el bien de la república, contra la impunidad de este crimen atroz. Su insistencia diagnostica una falta de interés judicial por el suicidio, quizá porque cuando está abierto un procedimiento en cierto modo se entiende inútil su dilatación a falta de reo (y de hecho, opera la presunción a favor del suicidio por conciencia del crimen o miedo de la pena), y cuando no hay procedimiento abierto la dificultad de prueba sobre las razones del suicida es muy aguda, y difícilmente salvable por la intervención de testigos, cuya posibilidad de penetración psicológica es evidentemente limitada, como si en esta injuria máxima contra Dios que es el suicidio sólo Dios pudiera conocer su motivación, sólo Dios a quien se ha usurpado el poder sobre la vida sin embargo mantuviera el conocimiento de la explicación última del comportamiento de su criatura10. La impresión es que sólo en el suicidio durante el desarrollo del proceso penal, por conciencia del delito o miedo de la pena,

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parece existir un criterio viable para la determinación de un propósito doloso pleno, articulado en su presunción, mientras que el suicidio en libertad permite una más fuerte, más amplia y difusa, apreciación de condicionantes psíquicos, mitigadores de la pena. Toda esta relajación judicial deriva finalmente en una cierta inaplicación de las penas de horca y confiscación que se refieren como costumbre punitivas en crisis a lo largo de la Edad Moderna.

En líneas generales, la doctrina jurídica del siglo xvi se muestra contundente y escueta al abordar el tema de la penalidad. La doctrina del siglo xvn no aporta ninguna novedad teórica que suponga cambio trascendental con respecto a la centuria anterior, pero es mucho más analítica y en definitiva condiciona la imposición de la pena al suicida en virtud de las cualidades o circunstancias que concurran en la comisión del crimen.

Ordinariamente, la administración de justicia impone al suicida la misma pena que al homicida, y en consecuencia habría de ser castigado con la pena (aun simbólica) de muerte y la confiscación de los bienes11. Ahora bien, en este sentido y de cara a la imposición efectiva de la condena, la legislación, y de manera mucho más minuciosa...

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