Pasado y futuro del albaceazgo

AutorJuan Álvarez -Sala Walther
CargoNotario
Páginas195-209

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I El modelo de albaceazgo según el sistema sucesorio

Hace unas semanas vino a la Notaría un amigo de hacía tiempo. Me anunció que quería hacer testamento. «Un testamento sencillo -dijo-: tengo dos hijos de mi primer matrimonio, ambos ya mayores y económicamente bien situados, con un piso cada uno, cuyo precio, en buena parte, además se lo pagué yo. Con quien tengo que cumplir ahora es con mi segunda esposa, de quien no he tenido hijos. Mi patrimonio es modesto: el piso en que habito con ella, todavía hipotecado, y un chalet en la sierra, libre de cargas. Como ella sola no podrá seguir con la hipoteca cuando yo me muera, lo que quiero es que se venda el chalet de la sierra para pagar la hipoteca, adjudicándole a ella el piso, y el dinero que sobre de la venta, después de extinguida la hipoteca, que se lo repartan mis hijos. El problema es que uno de mis hijos no se lleva bien con mi actual esposa, pero me he enterado de que puedo nombrar (y puso un gesto así, extraño, como para pronunciar una palabra rara, como si fuera una especie de sortilegio) un albacea, alguien que se ocupe de todo y... ¡santas pascuas! Eso es lo que yo quiero. Un albacea. Tú me explicarás qué significa, pero se puede, ¿verdad ...».

Si mi amigo hubiera sido inglés o alemán, incluso catalán, su testamento hubiera sido cosa sencilla, desde luego, igual que su voluntad clara y simple. Lo difícil era explicarle: «Tú tienes un problema con tu testamento y es que eres de Valladolid».

Efectivamente, en todos los territorios españoles en que rige el Código Civil, el albacea, lejos de ser un quitapesares, es más bien, al contrario, fuente de problemas y complicaciones. Una figura ambigua surgida en la evolución histórica del Derecho de Sucesiones por una especie de efecto colateral, si se me permite esta terminología tan manida para justificar el resultado de los conflictos bélicos (que no dejan de ser también a menudo conflictos territoriales particionales).

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El albaceazgo ha sido históricamente el artilugio para eludir el orden legal imperante en la sucesión. Como todos los trucos, tiene por eso mucha ambigüedad. También se ha dicho que la indefinición del albaceazgo en nuestro Código deriva de su falta de entronque con el Derecho romano que inspira, en general, nuestro Derecho sucesorio, aunque en Roma el mismo resultado se conseguía a través del fideicomiso bajo la fórmula codicilar de un ruego (rogo, peto, fidei tua conmito), que era el modo de favorecer por una vía indirecta a las personas afectadas en Roma por alguna incapacidad sucesoria, como la que clásicamente se aplicó, por ejemplo, a las mujeres y a los peregrinos (es decir, los extranjeros), y también, en la época de Augusto (que estaba, al parecer, obsesionado por el descenso de la natalidad), a los solteros y a los casados sin hijos (los orbi), salvo que tuvieran la dispensa del ius liberorum, es decir, que estuvieran dispensados por el Emperador del deber de tener hijos para poder heredar.

Esa ingeniería sucesoria -diríamos hoy- para burlar prohibiciones legales explica también los orígenes de la ejecución testamentaria en Inglaterra. La propiedad de la tierra estaba vinculada históricamente por un determinado orden sucesorio, inalterable, que eran los mayorazgos. De los inmuebles no se podía disponer por eso mortis causa. Todavía hoy el término en inglés con que se denominan los inmuebles, real estate o real estate property, hace referencia a una propiedad bajo un estatuto jurídico-real, a diferencia de los bienes muebles (o, en general, los bienes no inmuebles, incluidos créditos y derechos de todas clases), denominados, por el contrario, bienes personales o personal property, propiedad personal, por ser una propiedad vinculada solo a la persona, sus bienes personales o individuales. Por testamento se podía disponer así solo de los bienes personales, pero no de los inmuebles, cuya herencia estaba vinculada a un orden estatutario preestablecido que era el mayorazgo. Para conseguir la transmisión de un inmueble después de la muerte, eludiendo las reglas del mayorazgo, se acude entonces al artilugio de una supuesta transmisión inter vivos en favor de un fiduciario, un trustee, encargado de entregar los bienes, cuando muera el transmitente, a determinados destinatarios. Se trataba de un encargo basado en la confianza. Por eso era un trust, aunque más adelante la ley terminará atribuyendo a los beneficiarios una acción judicial para exigir su cumplimiento. Lo curioso es que esta forma indirecta de transmitir mortis causa los inmuebles a través de un intermediario se repite, por efecto reflejo, también en el testamento, quizá porque lo lógico era volver a encargar a la misma persona, pero ahora, sí, en el testamento, la entrega de los demás bienes (no inmuebles), la personal property, a los beneficiarios. A quien se le da este encargo en el testamento se le denomina, por ello, personal representative, es decir, representante personal o encargado de la propiedad personal. Tras la abolición de los mayorazgos, la actuación de ese encargado o ejecutor testamentario deja de estar ya limitada solo a la propiedad personal, y puede también extenderse (desde la Land Transfer Act de 1897) a los inmuebles. Por

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eso en inglés los términos personal representative o executor se emplean hoy indistintamente.

El ejecutor testamentario pasa a ser entonces el gran protagonista de la sucesión, con un poder de actuación que alcanza a todos los bienes en general, tanto muebles como inmuebles. Ya no tiene las manos atadas por ninguna regla. Solo necesita la adveración por un tribunal del testamento en que se contiene su nombramiento, y esa corte judicial o tribunal que lo nombra, que es la Court of Probate, a la que incumbe (como su nombre indica) la prueba o comprobación de la autenticidad del testamento, procede a emitir entonces un certificado (grant of probate) que sirve como título de legitimación en el tráfico, de modo que el ejecutor testamentario inglés, sin necesidad de ningún consentimiento ulterior de los herederos ni del juez, queda investido de plenos poderes para llevar a cabo su misión, que es liquidar la herencia y entregar el remanente a los beneficiarios que corresponda según lo establecido en el testamento. Es así el liquidador plenipotenciario de la herencia, de una herencia que está en liquidación. Por eso él es el protagonista, no los herederos, que pasan a tener un papel secundario, con una posición meramente pasiva o expectante, a la espera de la liquidación que resulte, como simples beneficiarios del posible remanente. Lo importante es la actuación del ejecutor testamentario. La sucesión no puede concebirse sin él, sin liquidador. Tan es así que si no hubiera testamento (por tratarse de una sucesión intestada) o hubiera un testamento en el que faltase el nombramiento de un ejecutor, o coincidiera con el beneficiario mismo de la herencia, el propio juez proveería entonces a su designación dotándole de la carta o documento de habilitación para la administración o ejercicio del cargo (la denominada letter of administration).

La prioridad tras la muerte es resolver cuanto antes las cuestiones pendientes del difunto. Aquí se demuestra el sentido práctico de la mentalidad inglesa. La herencia se entiende como un problema liquidatorio. Lo más importante, en interés de todos, es aclarar rápidamente las cuentas, poner blanco sobre negro para poder liquidar el activo y el pasivo, a fin de entregar a los herederos lo que resulte.

Esa prioridad liquidatoria, en cambio, no se daba en el Derecho romano. La muerte no planteaba tanto esa necesidad. La prioridad era otra. De tipo religioso. Asegurarse de que alguien continuara el culto de los antepasados en lugar del difunto, alguien que ocupara su lugar (successio in loco et in ius) como un continuador del causante, sucediéndole en esos deberes religiosos y, por lógica derivación, también en todos sus bienes y obligaciones patrimoniales. La herencia no era, por definición (como en el sistema inglés), un patrimonio en liquidación. No había necesidad de liquidar la herencia, pues el heredero sucedía en la universalidad del patrimonio del difunto, adquiriendo per universitatem todos sus bienes y sus deudas. Por virtud de esa successio in universum ius quedaba el heredero obligado a responder personal e ilimitadamente de las

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deudas del causante y de las cargas de la herencia o el pago de legados, de modo que sobraba encargar a nadie más la ejecución del testamento. Habiendo heredero, no hacía falta ejecutor testamentario, pues esa función la cumplía el propio heredero, único protagonista de la sucesión, sin nadie que se le antepu-siera o interpusiera en el proceso sucesorio.

Pero con la caída del Imperio romano y la invasión de los pueblos bárbaros, se impone un nuevo orden sucesorio en Occidente, gobernado por las costumbres germánicas, un Derecho consuetudinario en el que no tiene ya cabida el testamento, que pasa a ser una institución inaplicada o incluso con el tiempo desconocida, cuya práctica desaparece durante siglos. No es necesario el testamento, porque al heredero lo nombra Dios (nur Gott, nicht der Mensch, macht den Erbe), aunque ello no quita que...

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