¿Democracia participativa + desarrollo sostenible = democracia ambiental? Preguntas y cuestiones para la democratización ecológica

AutorIñaki Barcena
Páginas127-153

    La tierra tiene fiebre necesita medicina y un poquito de amor que le cure la penita que tiene.

    La tierra tiene fiebre, tiembla, llora, se duele del dolor más doloroso y es que piensa que ya no la quieren...

    Y es que no hay respeto por las causas de los pueblos, y es que no hay respeto desde los gobiernos, y es que no hay respeto por los que huyen del dolor, y es que no hay respeto y algunos se creen Dios.

    Bebe

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1. Democratización ecológica ¿Por y para qué?

En primer lugar debiéramos preguntarnos si no estamos asistiendo a una interesada unión, a un descomunal sofisma que diagnostica adecuadamente los males de los sistemas políticos y naturales pero enmascara las verdaderas causas y orígenes de los mismos. La promiscua y abusiva utilización de los términos «desarrollo sostenible» y «democracia participativa» lejos de aunar esfuerzos y acercar discursos y prácticas en la búsqueda de alternativas a crisis ambiental y política, suele remitirnos a un maremagno de confusión y a una hipotética confluencia de intereses de todos los sectores sociales en lid, que en vez de dar señales de cambio político y mejora ambiental, suelen perpetuar un statu quo insostenible e injusto.

Es por ello útil saber en lo político, en lo económico, en lo social y en lo ambiental de dónde nacen las propuestas y quién habla de qué yPage 128 para qué. Nuestra intención es observar la evolución en las últimas décadas de las formulaciones de democratización y de la superación de la crisis ambiental y tratar de observar cuándo el binomio suma y cuándo resta. En ocasiones las reivindicaciones democráticas y medioambientales caminan de la mano, como nos recordaba la kenyata Wangari Muta Maathai al recibir el Nobel de la Paz del 2004: «Plantar un árbol encierra un mensaje muy claro, con ese simple acto usted puede mejorar su habitat. La población cobra así conciencia de que puede influir en su entorno, y ello es un primer paso hacia una mayor participación en la vida de la sociedad»1. Durante décadas esta activista ecologista ha buscado en la democracia ambiental el nexo de unión que dé respuesta a los problemas socio-políticos más urgentes del olvidado continente africano. Sin embargo existen diferentes posibilidades y no siempre los defensores de la democracia son respetuosos con los ecosistemas, ni en multitud de ocasiones los intereses ambientales de ciertos grupos sociales buscan su apoyo en tesis democráticas.

Las relaciones entre democracia y medio ambiente no son pacíficas, y así como la Nueva Izquierda nacida en el 68 ha tendido a unir la lucha por la democratización a la resolución de los conflictos ambientales, no debemos olvidar que han existido y existen pensadores y activistas medioambientales que desde posiciones fundamentalistas o bio-céntricas han despreciado la igualdad y la dignidad de todos los seres humanos. El ecofascismo ha sido y es posible (Biehl y Staudenmaier 1995).

La diplomacia internacional, desde la cumbre de Estocolmo («Man and Biosphere«) en 1972, no ha cejado de simultanear las declaraciones a favor del reforzamiento de la democracia con la preservación del medio ambiente. No obstante, los ataques a los derechos humanos o las invasiones sangrientas de países incluso contra la voluntad de la ONU, como la última de Irak, marcan el duro panorama de la coyuntura internacional actual. Y tales ataques se hacen en nombre de la democracia. Esto no se le escapa a una buena parte de la denominada sociedad civil global, que en su expresión movilizadora más brillante y plástica, y siguiendo el llamamiento del Foro Social Europeo, organizó el 15 de Febrero del 2003 una jornada contra la guerra que hizo levantarse cerca de 15 millones de personas en todo el planeta.

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Democracia y medio ambiente ocupan cada vez un mayor espacio en los estudios políticos. Tras la caída en cadena de los regímenes del socialismo burocrático ligados a la Unión Soviética, el mundo entró en una época gobernada por lo que Ignacio Ramonet definió como el pensamiento único, en la cual los regímenes democráticos representativos se han convertido en el modelo a seguir y exportar y los procesos electorales son -a pesar de la corrupción, del clientelismo, de la falta de libertades y de igualdad de oportunidades y de los abundantes casos de fraude electoral- el modelo de legitimación que impera en el planeta desde Colombia a Zimbabwe, desde Irán e Irak a los EE.UU., pasando por Kirguizistán y Filipinas. Existen procesos electorales en una cada vez mayor cantidad de estados en el mundo, lo cual es indudablemente positivo, pero la calidad de esos procesos, en múltiples ocasiones, deja mucho que desear. Los escándalos se suceden y a pesar de que en el mapa mundi el número de gobiernos nacidos de las urnas aumenta, los procesos electorales son tan fraudulentos que la crisis de la democracia no cesa.

Por otro lado, los conflictos ambientales son cada vez más y mejor conocidos. Locales, nacionales e internacionales, ya que los ecosistemas no entienden de fronteras políticas, las malas relaciones entre el crecimiento económico y la ecología, nos enfrentan diariamente a desaguisados ambientales por tierra, mar y aire. Son muchos los que piensan que en las democracias liberales realmente existentes gozamos de mejores herramientas para vivir de forma sostenible y más conciencia cívica para preservar los ecosistemas. Empero, indicadores medioambientales como la huella ecológica demuestran que las sociedades occidentales desarrolladas son mucho más depredadoras de los bienes comunes del planeta que los países empobrecidos, aunque sus regímenes políticos sean en general más autoritarios. Y la pregunta es, ¿cabría establecer algún tipo de relación entre la democracia como sistema político-social de toma de decisiones y la mejora del medio ambiente como resultado sustantivo real?

Lo que es evidente es que la crisis ambiental alimenta la crisis de la democracia, explícita la subyugación de las instituciones representativas a las poderosas élites económicas y pone sobre el tapete de los conflictos políticos cotidianos la convergencia de ambos factores, el democrático y el ambiental, aunque como veremos ambos responden intereses, lógicas y valores diversos.

Teniendo en cuenta y siguiendo la pista marcada por algunos estudios políticos recientes que relacionan la democracia con el medioPage 130 ambiente, nuestra intención es aportar nuestro grano de arena en el estudio de los discursos, de los actores y de las críticas que surgen en el ámbito de lo que podríamos denominar democracia ambiental.

2. ¿ Un adjetivo más para la democracia ?

Es curioso. Cuando la democracia se reivindica más y más sustancialmente es cuando más adjetivos se le añaden por detrás tratando de perfilar y explicitar ciertas cualidades que la democracia ha de cumplir. Permítaseme defender que esto, a priori, no tiene por qué ser contradictorio en sí mismo. Llevando el ascua a nuestra sardina, no ocultamos la intención desde un principio de defender el término de democracia ambiental como útil y apropiado para tratar de enfrentarnos al agudo vértice que forman la crisis ambiental y la crisis de la democracia en el mundo actual. En realidad de lo que nos interesa hablar es del proceso de democratización ecológica.

Traduciendo del catalán las palabras del ecoperiodista Jordi Bigues podemos decir que «el adjetivo ambiental apegado a la democracia es algo más que el resultado de una consciencia creciente, imparable de los límites de la crisis y su carácter global. Visto desde un punto de vista constructivo: es la posibilidad de adentrarnos en un camino complejo, pero no necesariamente complicado, en las propuestas de la regulación concertada» (Bigues 2000, sin paginar).

Empero, antes de entrar en los planteamientos de tal adjetivación sería interesante analizar el término sustantivo y ahondar en su caracterización para poder después abundar en lo que aporta la dimensión ambiental.

Estando de acuerdo con quienes tratan de sustantivar la democracia y remitirse a los sustratos centrales de su filosofía, hemos de considerar que lo básico es impedir que las adecuaciones de los modelos democráticos a cada circunstancia y lugar supongan su perversión y podredumbre. Darle a la democracia una adjetivación y un carácter particularista puede devenir de la pretensión de ofrecer al público intereses particulares travestidos de voluntad general. Como caso extremo conviene recordar que Franco llamaba democracia orgánica a su sistema dictatorial, basado en pilares tan orgánicos como la familia, el municipio, el sindicato y el Movimiento. También que los regímenes de partido único de Stalin, Mao o Hornecker se denominaban democracias populares.

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Asumiendo que el cúmulo de epítetos que se han escrito para calificar la democracia es tan amplio que a veces se han propuesto versiones adulteradas y devaluadas, sería interesante volver a los fundamentos, buscar en las esencias y decir que la democracia, además y más allá de ser una manera de organizar políticamente la sociedad, es una forma de ser y de vivir, individual y colectiva, que prima como principios, entre otros, la tolerancia y la defensa de las libertades, en plural y con mayúsculas; la igualdad sin menoscabo de la diversidad y del exquisito respeto a los derechos de las minorías, la horizontalidad y la resolución pacífica de los conflictos socio-políticos.

Esto es, la base de la democracia está en la no aceptación de la lógica de la sumisión a poderes establecidos por muy legítimos y mayoritarios que aparenten ser. Y está en el cuestionamiento permanente de la autoridad, pues en principio nadie...

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