Las parejas de hecho

AutorJosé Ángel Torres Lana
Cargo del AutorCatedrático de Derecho civil. Universidad de las Islas Baleares
Páginas287-308

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8.1. La situación anterior a la eclosión legislativa

Los cambios producidos en la sociedad española en los últimos treinta o cuarenta años han transformado lo anómalo en normal y lo reprobable en aprobado o, cuando menos, admitido. Esto ha ocurrido con la convivencia de una pareja fuera del matrimonio, que ha pasado de ser denominada torpe concubinato a gozar de una aceptación social prácticamente unánime y, desde luego, con pocas sombras de rechazo o de censura.

La proliferación de las situaciones de convivencia extramatrimonial arranca seguramente de la ruptura de modelos de comportamiento producida a finales de los años sesenta. En aquellos momentos se defendió ardorosamente el "matrimonio sin papeles", frente al matrimonio tradicional que se consideraba esclerótico, asfixiante para la convivencia y, en definitiva, aniquilador de ésta. Sin embargo, la ruptura de la convivencia extramatrimonial ponía de relieve que los problemas que se planteaban en aquel trance eran los mismos que se originaban en la ruptura de un matrimonio convencional: atribución de la vivienda, reparto, en su caso, de bienes adquiridos durante la convivencia, medios de vida futuros, acaso existencia de hijos, etc. La falta de acuerdo de los miembros de la pareja rota en relación con estos temas daba lugar a pretensiones planteadas judicialmente. La situación no dejaba de resultar paradójica y fue muy bien descrita por DÍEZ-PICAZO, cuando afirmó que "aquellos que buscaron un sistema de vida familiar libre de ataduras jurídicas terminan recurriendo al Derecho para sostener unas pretensiones que probablemente son muchas veces justas".

La verdad de esta última frase -probablemente son muchas veces justas- justificó la atención doctrinal que esta materia originó en los años ochenta. La problemática se presentaba con perfiles atractivos porque, al contrario que en el supuesto de que mediase matrimonio, "institución que conlleva sus propios mecanismos correctores", la pareja de facto que se deshace sólo parecía encontrar ante sí un absoluto vacío legal. Sin embargo, la justicia de las pretensiones mantenidas obligó, ya en aquella época, a buscar soluciones dentro del Derecho. Se adoptó, para ello, como punto de

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partida, el amplio concepto de familia que la Constitución reconoce y ampara (art. 39.1), prescindiendo del matrimonio como origen exclusivo de la misma. Además, en aquellos primeros momentos el modelo convivencial que se tuvo primordialmente en cuenta era el llamado more uxorio, es decir, quel tan directamente inspirado en el matrimonio que venía a constituir una suerte de réplica informal de aquel, lo que comportaba la reproducción de sus caracteres más típicos: un mínimo de estabilidad y, desde luego, la monogamia y la heterosexualidad. Sólo este último carácter se ha desvanecido en la actualidad, pero no sólo respecto a la convivencia, sino también en relación con el propio matrimonio (art. 44, párrafo segundo, a partir de la Ley 13/2005, de 1 de julio).

Otra idea que se impuso sin excesivo esfuerzo fue la de que los pactos que los conviventes realizasen para organizar sus intereses patrimoniales no podían ser calificados de nulos por ilicitud de la causa. Puede que esto pareciese en aquellos momentos un atrevido paso adelante en el arraigo jurídico de las situaciones convivenciales, pero la verdad es que había un notable precedente judicial que apuntaba en la dirección seguida muchos años después. Me refiero a la muy conocida Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de octubre de 1932, que consideró lícitos los pactos de carácter patrimonial entre conviventes si no constituían una retribución de servicios sexuales, lo que ocurrió en el caso resuelto por la sentencia en donde el compromiso tuvo lugar después de la ruptura de la pareja y para atender a las necesidades de la mujer y de la prole habida con ella.

Todo aquello pudo además defenderse entonces porque se inscribía sin esfuerzo en el imparable proceso de contractualización de la materia jurídico-familiar experimentado a raíz de la transición, que alcanzaba también a la llamada familia de hecho. Consecuencia directa de este fenómeno ha sido la expansión del principio de auto-nomía privada hacia estos ámbitos anteriormente más restringidos.

Ahora bien; en un principio, la existencia de pactos reguladores era excepcional, tanto si versaban sobre los aspectos patrimoniales de la propia convivencia, como sobre las consecuencias de su extinción. De esta manera, las pretensiones planteadas volvían a encontrarse frente a un vacío legal. Y, además, los litigios comenzaron a proliferar.

La sede más típica para su planteamiento fue, en principio, la jurisdicción laboral en un ámbito ya clásico: la pensión de viudedad "que exige el vínculo matrimonial preexistente" y las indemnizaciones debidas por accidente laboral "que sólo exigían la dependencia y la existencia de un daño moral o patrimonial", lo que propició en el orden laboral dos corrientes jurisprudenciales coherentes y consolidadas, pero de signo contrario: negativa la referente a la viudedad -hasta la Ley 40/2007- y positiva la otra.

En el orden civil, la problemática vino planteándose con un carácter puntual que impedía la fijación de criterios generales para solucionar los conflictos. El año 1992 marcó un punto de inflexión en el desconcierto existente hasta entonces. Anteriormente, pueden citarse tres decisiones importantes, pero aisladas: la Sentencia del Tribunal Supremo de 3 de julio de 1984, la de la Audiencia Provincial de Córdoba de de 21 de abril de 1986 y la de la Territorial de Valencia de 3 de julio de 1987. La primera

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consideró común un piso a nombre de uno solo de los conviventes porque el otro pudo probar que había aportado para su adquisición una cantidad similar; la segunda aplicó el régimen de gananciales para resolver el problema patrimonial creado a la conclusión de la convivencia por entender que se había pactado expresamente; y la tercera aplicó el régimen de gananciales por analogía, aunque no había pacto alguno.

Fue, como acabo de decir, el año 1992 el que vino a marcar la pauta seguida posteriormente por la jurisprudencia hasta hoy. Tres Sentencias del Tribunal Supremo nucleares sentaron las bases: las de 18 de mayo, 21 de octubre y 11 de diciembre. La primera, confirmando la de instancia, procedente de Granada, declaró la existencia de una comunidad de bienes sobre el patrimonio generado durante la convivencia porque uno de los conviventes colaboró activamente en las actividades negociales del otro con lo que "se creó una comunal vida, de intereses y fines, en el núcleo de un mismo hogar". La segunda, en cambio, desestimó la demanda porque la reclamante sobreviviente no pudo acreditar "ni siquiera por vía de presunciones" que los conviventes hubieran pactado hacer comunes los bienes adquiridos a título oneroso por ellos. La tercera desestimó la pretensión de que se declarase existente una sociedad universal de ganancias entre los conviventes, pero reconoció el derecho de la reclamante a ser indemnizada con catorce millones de pesetas fundándose en la doctrina del enriquecimiento sin causa.

La doctrina de las sentencias mencionadas partía de una base innegable: la unión extramatrimonial no es equivalente al matrimonio y, por tanto, no pueden aplicarse a ellas por analogía las normas reguladoras del matrimonio. Pero también añadían que el problema que se hubiese suscitado no podía quedar sin solucionar, aunque a la solución había que llegar manejando categorías jurídico patrimoniales y no matrimoniales. Consecuentemente, tales soluciones debían ser casuísticas porque dependían de la prueba en cada litigio de la existencia de una voluntad común de adquirir para ambos o del consentimiento negocial "incluso tácito" exigible en cada caso. En conclusión, la doctrina de las sentencias referidas podía ser resumida del siguiente modo: 1º. Los pactos que los conviventes realicen son lícitos si no remuneran servicios sexuales; 2º. Tales pactos reconducen a las categorías patrimoniales seleccionadas por éstos, con sus límites normales (básicamente, el art. 1255 del CC).; 3º. Están sujetos al principio de libertad de forma (art. 1278 del CC), por lo que la ausencia de forma no implica su inexistencia; 4º. La prueba de una voluntad de adquisición común conduce, en tesis general, a considerar existente una comunidad de bienes ordinaria; 5º. La falta de prueba de voluntad común determina el fracaso de la reclamación a través de la vía de la comunidad de bienes; 6º. Ello no obstante, en defecto de voluntad común o cuando la prueba de la misma es imposible o muy difícil, es posible acudir al ejercicio de la acción de enriquecimiento sin causa, siempre y cuando concurran en el supuesto todos los requisitos que la configuran de acuerdo con su régimen general.

Las sentencias citadas han constituido, sin duda alguna, leading cases de la jurisprudencia posterior. Ésta ha sido cada vez más abundante y, desde luego, enriquecedora de los criterios originarios. Y, además, y esto es muy importante, esa jurisprudencia,

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dictada en ausencia de normas específicas reguladoras de las uniones extramatrimoniales, sigue teniendo hoy validez y vigencia por dos razones: la primera, porque es la que debe resolver aquellos litigios surgidos entre conviventes que, por la razones que sean -y veremos cuáles son éstas-, no se han introducido en el ámbito de aplicación de las numerosas leyes autonómicas dictadas para regular esta materia; la segunda, porque el panorama jurisprudencial actual arranca del cuerpo doctrinal que acaba de mencionarse. Lo veremos con mayor detalle en el epígrafe número 4.

8.2. La explosión legislativa

Hace algo más de una década se inició un acelerado proceso de regulación...

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