La paradoja del perfeccionamiento moral de la función judicial

AutorLaura Miraut Martín
CargoUniversidad de Las Palmas de Gran Canaria
Páginas58-78

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I El marco teórico de la ética judicial

La doctrina científica muestra en los últimos tiempos un interés indiscutible por las cuestiones de ética judicial. Ese interés se explica en gran parte por el cambio de modelo de juez vigente. Las tesis del silogismo que veían en la función judicial una actividad mecánica de enlazamiento automático entre los hechos sometidos al juez y las consecuencias legales dispuestas para ellos no pueden reflejar el proceso complejo que culmina en la sentencia. En realidad, es un modelo que nunca ha podido realizarse plenamente. La naturaleza humana, los sentimientos, valores y caracteres personales del juez no han dejado de influir nunca en el contenido de sus decisiones. Aunque esa influencia le haya quedado ocultada al mismo juez en un contexto doctrinal de sacralización de la ley positiva como respuesta omnipotente a cualquier problema de la vida social. Lo que ha cambiado no es la función del juez, que siempre ha dejado su huella personal en su actuar profesional, sino la percepción de esa misma función. No es lo que hace el juez sino lo que los juristas en general, y él mismo en particular, entienden que hace el juez. La decadencia de las doctrinas realistas no ha impedido una cierta pervivencia, matizada evidentemente en sus aspectos más radicales, de algunas de las consideraciones expresadas por las tesis del escepticismo de los hechos y de las normas jurídicas.

La insuficiencia del método tradicional resulta particularmente evidente en una sociedad en continua transformación en la que la hiperactividad del legislador no puede ni mucho menos dar una solución ad hoc a cada uno de los nuevos problemas planteados. El juez se ve obligado continuamente a justificar su decisión con argumentos que van más allá de la letra de la ley, tomando un protagonismo directo Page 59 en las distintas respuestas jurídicas. La positivación constitucional de los valores y principios que se entiende que han de dirigir su actuación le ofrece un motivo perfecto para entender ajustada a derecho su decisión, pero no le libra de la necesidad de dotar de significado en su aplicación individualizada a los valores y principios reconocidos. En esa labor resulta particularmente evidente la función creadora del juez. La diversidad social e ideológica de los miembros de la carrera judicial1 hace tanto más imprevisible el sentido final de la decisión afianzando la necesidad de mecanismos de control que garanticen una cierta seguridad, que sólo puede ser probabilista, a los destinatarios del derecho2. Puede decirse que en este sentido la Constitución extiende el «acta de defunción» del modelo de juez tradicional3.

Los planteamientos de ética judicial en el modelo tradicional no tenían prácticamente sentido. El único deber que tenía el juez era aplicar la ley, que se entendía que reflejaba el ideal superior de justicia. Era indiferente el juez que fuera llamado a resolver una cuestión. El carácter despersonalizado de su intervención en el proceso que conduce a la sentencia le convertía en un «sujeto realmente fungible»4. Preguntarnos por los rasgos particulares que debiera tener la personalidad del juez para que éste pueda llevar a cabo de mejor manera su función es absurdo si la personalidad no se vierte de ningún modo y en ninguna medida en la sentencia judicial.

Al juez le basta el conocimiento del derecho para asegurar su aplicación a unos casos que se entienden perfectamente contemplados en la ley. No hay excusas para la inaplicación de la ley porque nada hay por encima de ella. Sólo su aplicación puntual garantiza la solución justa del caso. La responsabilidad del juez se agota en el acto mismo de la traslación de la consecuencia prevista en la ley al supuesto que se trata de decidir, sin espacio ninguno a reservas ni reparos de conciencia. La prudencia está de más ante el cumplimiento estricto del deber. Los desajustes del sistema tendrán un carácter excepcional por la misma dificultad de eludir el órgano judicial la aplicación de un ordenamiento jurídico absolutamente transparente y previsible en sus consecuencias. Page 60

La superación del modelo tradicional de juez va a provocar una muy diferente situación. Asumir un inevitable margen de discrecionalidad judicial supone reconocerle también un campo de acción al juez para el posible uso ilegítimo de su poder. La discrecionalidad no tiene por qué degenerar en arbitrariedad, pero es también cierto que «cuando más amplios son los poderes discrecionales mayor es el peligro de arbitrariedades»5. Evidentemente, el buen juez tendrá que ejercitar su poder discrecional en el modo que garantice la solución jurídica más adecuada teniendo siempre presente el deber de resolver las cuestiones conforme a derecho. Hay que prevenirse por ello ante la posibilidad de que el juez utilice su propio poder como vía de escape del sometimiento a la ley que ha de regir su solución.

El primer frente que debe abordar la ética judicial es la misma identificación de las conductas corruptas que pueden llevar a cabo los órganos judiciales. Cuando se dispone de un poder de actuación el riesgo de uso indebido del poder en beneficio propio está presente siempre. No es que en la sociedad en la que regía el modelo de juez tradicional no existiera ese riesgo. Todo lo contrario, la representación artificial de la vida jurídica como un mecanismo de aplicación automática de consecuencias previstas de antemano lo que hacía era favorecer la impunidad del juez corrupto. La apariencia de la imposibilidad de escapar a esa misma aplicación automática dificultaba la percepción del uso indebido de lo que siempre era un poder de decisión. Y la impunidad del uso indebido del poder era el mejor estímulo para su realización. Pero la falta de percepción del problema, que se entendía que, por lo transparente que resultaba en caso de producirse, siempre podía resolverse con un uso adecuado de medidas represivas, evitaba su mismo planteamiento. O en el mejor de los casos provocaba un planteamiento simplificador, que no podía atender toda su complejidad. Sólo cuando se toma conciencia del carácter en gran medida abierto de los cuerpos legales a los que ha de someterse el juez se comprende el alcance exacto de la situación. El juez puede hacer un uso indebido en beneficio propio de su poder amparándose en la norma misma que decide conscientemente vulnerar. La discrecionalidad judicial constituye así un presupuesto favorecedor de la corrupción. Como también la conciencia de esa misma discrecionalidad lo es del planteamiento adecuado del problema.

La comprensión del problema exige no obstante tener en cuenta las circunstancias que pueden en la actualidad incentivar o desalentar las prácticas corruptas del juez. Jorge Malem ha identificado en el monopolio del poder judicial y en el carácter corporativo de la profesión incentivos adicionales a lo que significa el mismo poder discrecional Page 61 que encarna la decisión judicial6. Evidentemente, el acaparamiento de la capacidad de decisión en relación a un determinado problema hace que los interesados en él vean al juez como el elemento determinante para la consecución de sus objetivos. La eliminación del mercado de la corrupción no hace sino favorecer la posición de poder del juez a la hora de negociar los beneficios que pudiera obtener por su actuación ilegítima. Y cuanto más elevados sean esos beneficios mayor es el acicate que encuentra el juez para su realización. Por otro lado, es cierto también que una profesión cerrada como es la judicatura, reconocida comúnmente por el prestigio que le da la impartición de la justicia, la capacidad de resolución desde el pedestal del derecho de los conflictos de convivencia, tiende en general a preservar el crédito que le proporciona su posición social. Un crédito al que contribuye además el distanciamiento con que el ciudadano medio observa a quien a la hora de la verdad resuelve sus contiendas y determina los derechos y obligaciones que le corresponden. Los jueces serían entonces los primeros interesados en ocultar las acciones corruptas de sus compañeros. O, por lo menos, en relativizar el alcance real de los supuestos de corrupción judicial. Se trataría de evitar que la imagen de la «manzana podrida» pudiera degenerar en una deslegitimación general del sistema, perjudicando la confianza social depositada en la institución y el prestigio personal de los distintos miembros de la profesión judicial7.

Contribuye también a nuestro entender a incentivar la corrupción judicial la misma complejidad de la regulación legal. En el afán de proporcionar una respuesta adecuada a los nuevos problemas y necesidades que genera el ritmo acelerado de los cambios sociales y de los progresos científicos y tecnológicos de nuestro tiempo el legislador ha poblado el ordenamiento jurídico de un sinfín de disposiciones que hacen prácticamente inaccesible el conocimiento real de la producción jurídica. Disposiciones que no sólo resultan muchas veces contradictorias en su tenor literal sino también en ocasiones en su espíritu, poniendo en jaque la racionalidad general del sistema. En esa complejidad encuentra el abogado el mejor argumento para hacer valer su pericia profesional, su capacidad para instrumentalizar las piezas legales que benefician a sus intereses. Pero también el juez es consciente de las posibilidades que se le ofrecen para asumir uno u otro punto de vista legal. Puede así fácilmente encontrar amparo legal para decisiones que sin embargo entienda él mismo incorrectas por vulnerar el sentido general del sistema jurídico. La interpretación sistemática del derecho es un imperativo judicial que sin embargo no siempre lleva incorporada la solución de los problemas. La tentación que puede sobrevenir al juez de...

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