El nuevo panorama de la paz y la seguridad internacionales y su reglamentación jurídica

AutorJavier Roldán Barbero
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales. Universidad de Granada
Páginas13-38

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1. Nuevas amenazas, nuevos conflictos

En los últimos años, la diplomacia1 y la doctrina2 se han ocupado intensamente del nuevo contexto de seguridad que ofrece el escenario internacional. El miedo es un componente inherente a las nuevas relaciones internacionales, y la raíz de la violencia. ¿Quién puede objetar que vivimos tiempos convulsos, inquietantes?3 El informe de Amnistía Internacional correspondiente a 2006, aparecido en 2007, hace hincapié en que la agenda mundial está dictada por el miedo, y en que este miedo genera inseguridad, intolerancia y menoscabo de los derechos humanos en nombre de la seguridad. Los derechos fundamentales resultan, pues, doblemente penalizados. En primer lugar, y esencialmente, a consecuencia del azote terrorista; en segundo lugar, como respuesta a ese azote en nombre de la seguridad.

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Sin embargo, bien pensado, ¿quién puede identificar unos tiempos que no hayan estado caracterizados por el miedo? La antropóloga Joanna Bourke ha escrito una historia cultural del miedo en la que sostiene que hoy tenemos tanto miedo, por ejemplo, como en la Edad Media, aunque algo menos que en el siglo XIX.4 Ciertamente, lo objetivo se funde con lo subjetivo en este ámbito porque, con independencia de los datos reales y contrastados, el miedo es libre y personal, y depende de nuestros genes y serotonina, y de nuestra educación, información y experiencia.

Evidentemente, también la inquietud está vinculada a nuestra ubicación geográfica, estratégica; a nuestra posición en el mundo, en suma. España se ha convertido en un país moderno y modélico por muchos conceptos. Un país del que se puede decir que ha superado la lacerante «cuestión militar» de antaño y que dispone de unas Fuerzas Armadas modernas, profesionales y muy abiertas al exterior, donde procuran extender valores constitucionales y humanitarios, con riesgo cierto para sus vidas. Sin embargo, esta circunstancia no hace escapar al país de la inseguridad reinante. Antes al contrario, nuestro occidentalismo, fuente de nuestras libertades y prosperidad, nos sitúa en primer plano de la amenaza terrorista externa. Además de amenazas y conflictos tradicionales y de un terrorismo sangrante de origen más interno, el terrorismo de raigambre internacional, de alta o baja intensidad, que nos azota, particularmente el yihadista, pretende asustarnos a todos con sus métodos crueles, indiscriminados, suicidas, y con su ideología fanatizada y totalitaria, que últimamente ha rescatado, como factor amenazante, el mito de la recuperación de Al-Andalus envuelto en despropósitos teológicos. Es indudable que la psicología, individual o colectiva, juega un papel relevante ante este fenómeno. La propia etiología, la raíz profunda, de esta «guerra santa» es objeto de polémica doctrinal.5

Entre los conflictos que nos sacuden hay algunos de longa data, como el árabe-israelí, que irradian inestabilidad más allá de territorio concreto en litigio. En general, menudean los conflictos permeables, que actúan como vasos comunicantes (pensemos en el Irak, Afganistán y Pakistán actuales). Cuando se habla de nuevas amenazas se suele comparar al gran enemigo de Occidente durante la Guerra Fría, la Unión Soviética y sus países satélites, con el gran enemigo actual, el fundamen-Page 15talismo islamista violento. En los últimos tiempos, algunos excesos y exabruptos de la administración rusa, y algunos episodios como el escudo antimisiles proyectado por Estados Unidos en Polonia y la República Checa o las tensiones en torno a los tratados de desarme, han hecho reaparecer el fantasma de la Guerra Fría, de un nuevo período de hostilidades entre Rusia y el bloque occidental, de una nueva división de Europa. Es de confiar que el distanciamiento sea episódico, más económico que político y sin mayor trascendencia. En realidad, la Europa occidental, entre sus amenazas actuales, no conoce la que definió el mundo de la Guerra Fría: el ataque exterior proveniente de una tercera potencia.

Lo cierto es que no faltan quienes añoran los antiguos tiempos, las antiguas certezas, cuando el rival estaba plenamente identificado, localizado, era más previsible y, como el tiempo se encargó de demostrar, vencible. El enemigo actual, por el contrario, está más privatizado y atomizado, hasta el punto que la marca «Al Qaeda» ha servido, sin precisión, para referirse a él cuando se desconocen la verdadera estructura, las ramificaciones y el grado de descentralización y autonomía de esta red terrorista. El antiamericanismo visceral y el antibushismo racional hacen que muchos, aun en el marco occidental —es decir, entre nosotros mismos—, teman más a los Estados Unidos que a sus oponentes islámicos. Craso error, aunque desde luego se puede temer más al remedio que a la enfermedad; esto es, sentir más miedo por la «guerra contra el terror», que inflama el terror precedente, que por el terror en sí mismo considerado. Es indudable que no hay mal que por bien no venga y que la plaga terrorista sirve de argumento para manipular y capitalizar la realidad internacional, aunque sólo sea con vistas al electorado interno.

En este orden de ideas, es habitual contraponer la libertad a la seguridad, como si fueran dos valores antinómicos, incompatibles. En realidad, ambas cosas son complementarias. Ya dijo Montesquieu en su «Espíritu de las Leyes» que la libertad era «la sensación que cada uno tiene de su propia seguridad». Con buen criterio, la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea proclama, en su artículo 6, que «Toda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad». Se teme, con fundamento, que la guerra contra el terror, de duración indefinida, nos conduzca a un estado de excepción permanente, a un mundo no necesariamente más seguro y sí menos libre. A este respecto, es común preguntarse en nuestros días si más de seis años después del 11 de septiembre de 2001 estamos mejor o peor defendidos frente al azote fanático: la respuesta, probablemente, es desalentadora: el terrorismo de raíz islámica está más extendido y es más letal que nunca (en especial, entrePage 16 los propios países musulmanes). Desde luego, las nuevas amenazas conducen a restringir derechos y libertades en las democracias pluralistas; pero hay que abominar de los episodios, de hecho o de derecho, que violan, frontal e inexcusablemente, derechos humanos elementales en aras de una mal entendida seguridad, prostituyendo el bien público más preciado para nosotros y más odiado por nuestros detractores: un régimen de libertades. Es de temer, asimismo, que el ánimo de no ofender y de aquietar creencias ajenas nos lleve a una autocensura para nuestra libertad de expresión. Tampoco, ciertamente, queda acreditada ni mucho menos la viabilidad de una democracia de rostro occidental en países musulmanes, especialmente en los árabes. Además, las convocatorias electorales en estos países, cuando verdaderamente son libres, y no fraudulentas, suelen deparar resultados perversos para el afianzamiento de las libertades públicas y favorables para una concepción teocrática de la vida política, concepción que siega la democracia incipiente y causa desequilibrios en la región. La religión, concebida como vehículo de consuelo y esperanza, se torna en vector de la tiranía y la intolerancia. El fracaso de la guerra en Irak pone de relieve, por su parte, los límites del intervencionismo liberal; es decir, del recurso a la fuerza armada para imponer una democracia pluripartidista allá donde se carece de la estructura y la cultura necesarias. Estos conflictos de civilizaciones (según el título y tesis famosos de S. Huntington) pueden fortalecer la identidad cultural de Occidente frente a sus adversarios, pese a desencuentros ocasionales entre los Estados Unidos y la Unión Europea. Al fin y al cabo, nosotros contamos con la ventaja de reconocer y amparar el pluralismo; que Occidente sea, como se ha escrito, la única civilización que duda y se cuestiona a sí misma.6 De todos modos, los tiempos exigen un progreso de la política exterior europea para hacer de la Unión un verdadero actor político internacional y un contrapeso frente a los excesos y errores unilaterales de los Estados Unidos. El alineamiento y alianza con los Estados Unidos no debe implicar alienación ni sumisión. Los tiempos actuales precisan más y mejor Europa (justamente un problema funcional del presente es articular un sistema efectivo y global de seguridad en el Viejo Continente cuando algunas materias vinculadas a la seguridad son de titularidad comunitaria mientras otras permanecen en poder de los Estados miembros).

Lo cierto es que el perfil de la seguridad en nuestro tiempo, y en los venideros, se está transfigurando. El concepto «seguridad» adquiere un sentido polisémico, holístico (se habla de seguridad alimentaria, sanitaria, medioambiental, económica, energética, humana...). Por lo pronto,Page 17 la seguridad interna y la externa se entremezclan (el concepto de «delincuencia organizada transnacional» funde ambas vertientes),7 y lo mismo ocurre con la seguridad personal y la nacional. La competencia personal y la territorial del Estado cambian de naturaleza por la existencia de grandes contingentes de nacionales en el extranjero y por el hecho de que la seguridad nacional se puede dirimir muy lejos del propio territorio soberano. Como es sólito decir en nuestros días, la primera línea de la seguridad europea se encuentra en Afganistán, Irak o Pakistán. Naturalmente, a un habitante de Guatemala, más que el terrorismo yihadista le preocupa la miseria y los altos índices de violencia que arroja su país, convertido en un país armado. En general, América Latina, una zona más tranquila en términos geoestratégicos, se ve en cambio azotada por la delincuencia callejera, por el crimen organizado, que hace de esa región la más castigada por los...

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