Del pactismo y de otra forma de escribir la historia

AutorAquilino Iglesia Ferreirós
Páginas643-659

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  1. Dado que he tenido ya ocasión de rendir el debido tributo en otro lugar1, puedo entrar directamente en el asunto central de las presentes líneas. Retomando una afirmación incidental sobre parte de la obra de Tomás y Valiente, la única forma posible en este momento de cumplir con el compromiso adquirido es tratar de escribir una suerte de parábola. Si los límites objetivos del presente homenaje, propios de todo homenaje, y los condicionamientos subjetivos actuales no me permiten hacer otra cosa, quede, al menos, el testimonio del deseo de recordar, de la manera más digna posible, al amigo.

  2. El historiador, al contemplar el pasado, está siempre expuesto a dos riesgos, íntimamente ligados entre sí, aunque de signo opuesto. El presente puede resultar demasiado agobiante e inducirle a contemplar el pasado de su propia nación o bien como algo peculiar, sin reflejo en ninguna otra, o bien como algo común a todas las naciones, como consecuencia de valorar la condición humana como una naturaleza inmutable. Ambas posiciones coinciden, paradójicamente, porque niegan el carácter histórico del hombre, al atribuirle, a la manera tacitiana, un carácter inmutable.

    Cuando Vico reclamaba una historia cíclica en espiral, resaltaba ese aparente carácter repetitivo de la historia, pero subrayaba ya, dentro de los límites de su planteamiento, que las soluciones encontradas por las distintas generaciones respondían, sin embargo, a creencias diferentes. Si se reconoce que el hombre no tiene naturaleza, sino historia, se da un paso adelante y se tiene que admitir que cada generación tiene que escribir su propia historia, respondiendo ese aparentePage 644 repetirse de la historia no a un proceso real, sino a un proceso intelectual, a la capacidad -o a la incapacidad- del hombre de presentar el pasado con los trazos del presente.

    En un presente actual, marcado por unas pretendidas aspiraciones europeístas, la tentación de presentar el pasado de los países que forman la actual Comunidad europea bajo un signo unitario es grande; se puede intentar resistir a esta tentación, si se reconoce que esa unidad europea es una aspiración que no puede encontrar confirmación en el pasado. Si esa unidad europea se coloca como la meta urgente a alcanzar, se tiene que reconocer que es una solución nueva que no encuentra su origen en el pasado; al máximo, dentro de la posición de Vico, podrá admitirse que alcanzada en una época anterior, tuvo que ser abandonada, pretendiéndose, ahora, reinstaurarla de nuevo, aunque necesariamente desde una nueva altura de los tiempos, para retomar la formulación orteguiana.

    Si la situación actual posibilita pensar una historia de la humanidad, ésta ha vivido, en el pasado, historias diferentes e independientes. Una de estas historias es la que han logrado construir los antiguos ciudadanos romanos del Imperio de Occidente tras su desaparición. La capacidad de abstracción del hombre y la necesidad del discurso llevan a hablar de una historia de esos antiguos ciudadanos, aunque esa historia también se diversifica en historias diferentes, si bien todas ellas arranquen de ese momento inicial que, por comodidad, se simplifica en la caída de Roma, caput mundi.

    El papel de la ciudad de Roma había sufrido ya grandes transformaciones a lo largo de su historia, pero la desaparición de ese mundo del cual era capital -el imperio romano- provoca que a partir de ese momento el pensamiento aristotélico, que veía en la ciudad la culminación de las comunidades naturales -familia y aldea- sufra un giro importante. La ciudad pierde su condición de comunidad política perfecta, siendo sustituida en ese papel por el reino que deviene la comunidad política perfecta, donde se resumían las comunidades inferiores naturales.

    De esta manera, una herencia común será desarrollada de forma autónoma por distintos grupos humanos, huérfanos tras su desaparición del Imperio, algunos de los cuales terminaron configurándose en la nueva organización política que la Edad Media contempló como la unidad de convivencia política perfecta, el reino.

    La historia de estos reinos presenta, pues, unos rasgos comunes, pero la vida posterior de cada uno de ellos la ha precisado de forma distinta. En este proceso de transformación ha jugado un papel importante la pérdida de la creencia aristotélica en el carácter natural de la comunidad política. Perdido su derecho natural a existir, en la conocida formulación de Arquilliére, el reino se presenta como una construcción artificial, un recurso al cual acude la Iglesia para hacer triunfar sobre la tierra la palabra de Dios. Cuando la persuasión dePage 645 los sacerdotes no es suficiente, debe recurrirse al terror. Dios ha colocado al frente de los pueblos y de las gentes a reyes, quienes por medio del terror imponen a sus subditos el cumplimiento de sus leyes, las cuales deben actuar la justicia cristiana.

    La nueva unidad política perfecta se identifica por la sumisión de sus miembros a un rey. De la misma manera que el rey recibe su nombre de regir rectamente a sus pueblos y a sus gentes, el reino recibe el suyo por haber colocado la divinidad al frente del mismo un rey. La simbología cristiana aplicada a las relaciones entre Cristo y la Iglesia puede extenderse al mundo político y, de esta manera, el reino puede configurarse como una persona, cuya cabeza es el rey, encargado de dirigir a sus subditos, el cuerpo o los miembros. Si los subditos aparecen unificados en cuanto sometidos a la cabeza, sin embargo no tienen todos la misma condición. El mismo Dios ha querido las diferencias existentes entre los subditos, porque unos son señores y otros son siervos.

    Esta construcción teórica que aparece recogida en las leyes y en los escritores visigodos planteaba dos problemas a resolver. El carácter divino del poder da una primera respuesta, ya que es Dios quien pone al frente de los pueblos y de las gentes a los reyes. Dios, contento, dará buenos reyes a los pueblos, mientras que, airado, les dará malos reyes.

    Si como recuerda Jonás de Orleáns los reyes lo son, porque Dios lo ha querido, sin embargo Dios no determina la forma a través de la cual realiza su elección. La Iglesia visigoda intervino para acabar con la violencia, excluyendo del número de reyes legítimos a quienes alcanzaban el poder por medio de la fuerza. De esta manera se ponían las primeras piedras para alcanzar una solución al segundo problema. El poder tenía un origen divino y se transmitía por la sangre. El criterio dinástico, con titubeos, se difundía.

    Las afirmaciones paulinas que condenaban a quienes se resistían a la potestad del rey como resistentes a la potestad divina tuvieron que ser también traducidas a una realidad humana, siendo la idea de fidelidad la elegida. La fidelidad recíproca entre la cabeza y sus miembros implica una vinculación personal y refleja perfectamente la sociedad desigualitaria del momento. Son los señores, de forma genérica, los miembros de los grupos privilegiados, identificados en estos momentos con la nobleza, eclesiástica y laica, quienes se vinculan directamente con el monarca.

    Estas características de esa nueva sociedad que suele conocerse con el nombre de res publica christiana se acentúan con el paso del tiempo por razones diversas que facilitan soluciones diferentes, aunque todas ellas se caractericen por la inexistencia de un poder decisivo dentro de las sociedades políticas.

    De esta manera, esta reciprocidad sirve también para testimoniar la posición de debilidad en la que se encontraban los reyes peninsulares. Desaparecido elPage 646 reino visigodo, la ley había dejado de ser obra del rey. El orden divino de la creación marcaba la vida de los hombres y todos, desde el rey al último subdito, debían de respetar ese derecho impreso por Dios en las mismas cosas. Si los hombres estaban situados dentro de ese orden en una situación distinta, también sus derechos debían ser necesariamente distintos, porque emanaban de esa misma situación en la que Dios los había querido colocar. Por esta misma razón, los hombres estaban obligados a defender sus derechos, porque esa defensa implicaba la defensa del orden divino.

    En estos momentos, cuando el derecho se identifica con lo que posteriormente los juristas identificarán con la equidad ruda, su respeto dependía de la fuerza de la que disponen sus titulares para hacerlo cumplir. Si el rey era quien estaba en mejor situación para hacer cumplir el derecho, sin embargo necesitaba contar con los restantes miembros privilegiados del reino. El pacto se convertía en una necesidad, en unos momentos en los que cuando un monarca pretende recordar a un conde quién le había nombrado, recibe como contestación la misma pregunta.

    La herencia que la Alta Edad Media ha dejado a la Baja ha sido una serie de documentos, donde se fijan las relaciones entre el monarca y los grupos privilegiados. Uno de estos documentos, los Usatges, ilustra de forma precisa esa situación. El condado de Barcelona, la unidad política equiparable al reino, se identifica con una persona, cuya cabeza, el conde, es el encargado de su defensa frente al enemigo exterior y de mantener la justicia y de juzgar per directum al pueblo que Dios le ha encomendado, de abrir su casa y su mesa tanto a los nobles como a los ignobles, pero de distribuir sus riquezas entre sus nobles (Us. 124). La necesidad de mantener la justicia juzgando por derecho encontraba su fundamento en la idea de que un príncipe sin verdad y sin justicia arruinaba su tierra y destruía a sus habitantes; todos debían, en consecuencia, ayudar al príncipe a mantener la fidelidad y la palabra dada (Us. 66).

    Este recurso a la divinidad encontraba su expresión máxima a la hora de determinar lo que era justo para acabar con los conflictos. Si la tarea de decidir lo que es conforme con la aequitas rudis no es de nadie, sino que todos deben realizarla en sus corazones y defender por la fuerza la solución encontrada, sólo Dios podía decir la última...

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