Ortega y el Estado

AutorXacobe Bastida Freixedo
CargoUniversidad de Oviedo
Páginas142-163

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La filosofía política de Ortega, de la misma manera que H. Settani (1993,24) pudo decir de la de Hegel, entre otras muchas cosas que ciertamente es, es una filosofía de la unificación; más concretamente, es una filosofía del centralismo. Si para Ortega la calamitosa amenaza que se cernía sobre la patria era la presencia del particularismo nacionalista, en perfecta coherencia con su admonición previsora se incardina el desenlace centralista por él defendido. El logro de un Estado poderoso y capaz de modernizar la estructura social, en la órbita de una regeneración burguesa y capitalista, había de ser el método elegido para dar satisfacción a la reorganización global de la nación y al mismo tiempo erradicar, pues de hecho era la causa de la catástrofe, el avance del particularismo. La presencia de la articulación del nacionalismo periférico en el panorama político español en las postrimerías de la primera década del siglo constituye la realidad emergente que, a nuestro juicio, ha posibilitado la formulación teórica de Ortega que desemboca en el estatalismo. Veamos cuál ha sido la evolución que el pensamiento orteguiano ha experimentado en torno a la idea del Estado.

Ciertamente, antes de la década de los 20, Ortega, aunque desencantado con la situación política, se halla en una etapa de afirmación vitalista caracterizada por una extraña mixtura de socialismo utópico 1fruto de su relación con Maeztu, y aristocratismo nietzschiano, en la que su categorización del concepto estatal todavía no se ha desarrollado. Durante el período de 1907 a 1914 Ortega se define como socialista y «acude a sus reuniones y congresos, escribe y da conferencias para ellos y, en fin, representan los socialistas para él el partido político de mayor honestidad del momento» (E López Frías 1985, 92). «Frente a los equívocos poco elegantes de los partidos vigentes, dirá Ortega en 1908, aparece la emergencia magnífica del ideal socialista» (t. X, 38).

Ahora bien, el socialismo orteguiano no era ni mucho menos ortodoxo, menos aún partidista 2. Al lado de declaraciones entusiastas como las pronunciadas en 1910 con motivo de la elección de diputado por Madrid de Pablo Iglesias -«(...) hoy el socialismo se ha apoderado de nosotros, domina nuestros razonamientos, orienta nuestros instintos municipales, constituye el fondo de todas nuestras combinaciones ideológicas. Hoy ya quien no sea socialista se halla moralmente obligado a explicar por qué no lo es o por qué no lo es sino en parte» (t. X, 141)-se encuentran otras más acordes con la línea seguida en su posteriorPage 143trayectoria política: «yo soy socialista por amor de la aristocracia3» (t. X, 239). En cualquier caso, es importante insistir en el hecho de que en este período la adscripción orteguiana a una línea más o menos socializante -complejo híbrido de falansterio y club de oficiales- como programa que posibilitase la reforma política, dejaba de lado una toma de postura teórica acerca de la cuestión estatal. Del socialismo tomará principalmente, y en consonancia con su primera fase más regeneracionista4, sus elementos de nutriz renovación histórica y cultural5; sin embargo, rechazará de plano la concepción internacionalista 6de la sociedad, precisamente por carecer de una dimensión que hiciese posible la articulación de la reforma deseada a un nivel nacional: «El marxismo conduce fatalmente a esta fórmula: la táctica de puro internacionalismo, es decir, de pura lucha de clases, tiene que estar en razón directa de la potencia económica y moral de las naciones; o lo que es lo mismo: los partidos socialistas tienen que ser tanto más nacionales cuanto menos construidas estén sus respectivas naciones» (t. X, 206).

El socialismo elitista que encontramos en estos primeros tientos modernizadores está basado en la confianza que Ortega deposita en los trabajadores, guiados por la mano rectora de la minoría ilustrada, como fuerza capaz de aportar una coordinación al entramado organizativo nacional y erigirse en agente de modernización del país (M. Bizcarrondo 1992, 341). Desde su perspectiva de regeneración económica que caracteriza esta primera etapa «la función del socialismo consiste en incorporar el componente activo que representan los trabajadores a la construcción nacional» (Elorza 1984, 61), sin por ello profundizar en los componentes más radicales que se extraerían de sus principios: «Respetemos, compañeros intelectuales, la rudeza y el dogmatismo del naciente partido [socialista]: veamos en él nuestra mascota política. Y al aproximarnos hagámoslo con cuidado, no sea que la trepidación avente los fecundos rescoldos, según suele ocurrir con los cuerpos hechos ceniza de las ruinas de Pompeya» (t. X, 90). De hecho, para Ortega, el socialismo no es más que «la continuidad del antiguo liberalismo7» (t. X, 69).Page 144

Ortega ve en el socialismo -en su caricatura- el único movimiento capaz de generar la capacitación y adecuación para las exigencias políticas que reclama de la sociedad. La existencia de esta visión de regeneración nacional aderezada con dijes de socialismo (Ortega hablaba de una España reconstituida mediante un «Pueblo de trabajadores») cerraba por completo el paso a una reflexión teórica sobre el Estado como línea vertebradora de la modernización. De otra parte, la orientación utopista que Ortega desarrolla en su formulación de una modernización integradora e integral estaba demasiado inserta en una alternativa de futuro conciliador y urgente reconstrucción nacional como para plantearse otro tipo de salida a la crisis que no fuera la de la refundición social a través de la unidad cultural y económica: «La España futura, señores, ha de ser esto: comunidad, o no será 8. Un pueblo es una comunión de todos los instantes en el trabajo, en la cultura; un pueblo es un orden de trabajadores y una tarea. Un pueblo es un cuerpo innumerable dotado de una única alma».

La esperanza que Ortega había depositado en esa comunión social española para que fundase las bases de la regeneración pronto se ve truncado por la evolución continuista que adopta el sistema político y económico del país y propicia el abandono de anteriores creencias 9-pues el socialismo fue en Ortega no una ideología política, sino eso, una creencia 10- al hilo que despunta con más vigor que nunca soluciones elitistas que antes estaban tan sólo en esbozo: «yo ahora no hablo a las masas; me dirijo a los nuevos hombres privilegiados de la injusta sociedad -a los médicos e ingenieros, profesores y comerciantes, industriales y técnicos-; me dirijo a ellos y les pido colaboración» (t. 1, 286); «para nosotros, por tanto, es lo primero fomentar la organización de una minoría encargada de la educación política de las masas. No cabe empujar a España hacia ninguna mejora apreciable mientras el obrero en la urbe, el labriego enPage 145 el campo (...) no hayan aprendido a imponer la voluntad áspera de sus propios deseos, por una parte; a desear un porvenir claro, concreto y serio, por otra» (t. 1, 302).

Después del asesinato de Canalejas en noviembre de 1912, los dos últimos gobiernos anteriores a la Primera Guerra Mundial estuvieron formados por lo que quedaba de los viejos partidos de turno: el conde de Romanones entre los liberales y Dato con los conservadores anti-mauristas. Ambos fueron blanco de los ataques despiadados de un Ortega: «el partido conservador es un peligro nacional; el liberal es un estorba», -decía- que ensayaba ya por aquel entonces una crítica no tanto regeneracionista como deliberadamente antiparlamentaria. Resulta curioso observar el hecho de que incluso ante la apertura hacia la izquierda que experimentó el gobierno de Romanones cuando ingresa en su gabinete Santiago Alba, político de tradición regeneracionista en la más clásica línea de Costa 11, la actitud de Ortega, y la del resto de republicanos no socialistas, continúa siendo adversa (Carr 1983, 115). La reforma general en la agricultura y en la industria que pretendía Alba, y que en su época «socialista» posiblemente hubiera suscrito el mismo Ortega 12, pasaba por una financiación basada en la reducción del aparato burocrático y en el endurecimiento del sistema tributario. Este programa de realizaciones será una proposición poco atractiva para la burguesía media en la que Ortega depositaba, ahora ya desde una perspectiva genuinamente liberalista, las esperanzas de cambio. No es pues de extrañar el acercamiento de Ortega al recién fundado partido reformista del abogado asturiano Melquíades Álvarez 13, en el que Ortega cifraba sus esperanzas de cambiar los partidos monstruosos que representan a la España oficial, «inmenso esqueleto de un organismo evaporado, desvanecido, que queda en pie por el equilibrio material de su mole, como dicen que después de muertos continúan en pie los elefantes» (t. 1, 272). Desde la creación del partido reformista hasta 1923 hay toda una serie de esfuerzos llevados a cabo por el sector de la burguesía al que representa Ortega con el intento de desplazar a la oligar-Page 146 quía y tomar el poder asumiendo la hegemonía nacional, presentando como identificados los intereses nacionales y los de la gran burguesía emprendedora, dispuesta a romper con el bloque oligárquico. A partir de este momento «la obra y la actividad orteguiana se inscriben dentro de la tentativa de legitimación del indeciso movimiento de la burguesía liberal española en busca del espacio social, económico y político en que desarrollar su hegemonía» (ft Ariel del Val 1984, 32).

Posiblemente sea 1914 el año que marca la definitiva ruptura de Ortega con sus antiguos ideales socializantes y su adscripción a postulados más bien emparentados con el liberalismo 14que lo llevarán a apartarse definitivamente tanto del Partido Socialista 15como del Reformista de Melquíades Álvarez16. Cuando Ortega y Azaña crean laPage 147 Liga de Educación política -que no dura ni dos años, al haber sido absorbidos sus miembros por socialistas...

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