Las ordenananzas fiscales de los ayuntamientos constitucionales previas al estatuto municipal (1870-1924)

AutorA. Carlos Merchán Fernández
Páginas1355-1365

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No será nunca excesiva la importancia que se dé al estudio de los Ayuntamientos constitucionales de los siglos XIX y XX, si tenemos en cuenta que, como ha dicho algún autor, hablar de los ayuntamientos y diputaciones españoles de esta turbia y movida etapa de la historia española es hablar, también, inevitablemente, de la historia de los acontecimientos políticos más relevantes, teniendo en cuenta el evidente paralelismo existente entre los cambios políticos y sus derivaciones en el modelo de Ayuntamientos y en la propia dinámica y gestión de la Administración local.

En efecto, además de las muchas citas de las Cortes de Cádiz sobre el municipio, y dejando de lado normas o disposiciones cortas o transitorias sobre el llamado «hecho municipal», caso de la Ley de Régimen local de 3 de febrero de 1823, las Leyes municipales de 14 de julio de 1840 y 5 de julio de 1856, el Decreto-ley de 21 de octubre de 1868, entre otras, serán sin duda las Leyes municipales de 20 de agosto de 1870 y la que con posterioridad a la Constitución de 1876 modifica la anterior mediante la Ley de 2 de octubre de 1877, las que rigiendo durante más de medio siglo, concretamente hasta el llamado Estatuto Municipal de 1924, dieron un modelo estable y conformaron unas características acusadas al municipalismo español.

Atendiendo a su valor interno, ambas leyes municipales son comunmente consideradas como de las más perfectas y acabadas dentro del período que algunos denominan liberalismo doctrinario, hasta el punto de que en opinión de autores del nivel de Jordana de Pozas «en sólo 203 artículos, que nunca fueron desarrollados en Reglamentos, salvo para algunos extremos relativos a arbitrios y a funcionarios locales, quedó claramente dibujado un sistema ecléctico, lógico yPage 1356 coherente basado en la definición de Municipio como asociación legal de todas las personas que residen en un término municipal; en la necesaria concurrencia de tres elementos relativos a una población mínima de dos mil residentes, un territorio proporcionado y unos recursos suficientes, si bien se respetaba la subsistencia de todos los municipios existentes, y en una organización que comprendía el Ayuntamiento, el alcalde y la Junta Municipal»1.

Bien es cierto que los alcaldes eran aún nombrados por el rey entre concejales en las capitales de provincia, cabezas de partido y poblaciones de más de 6.000 habitantes, y que los propios concejales eran elegidos por sufragio restringido hasta 1907 y que, como ejemplo del sistema censitario vigente, la misma Junta Municipal la componían además del Ayuntamiento y un número de vocales llamados asociados igual al de concejales pero designados por sorteo entre vecinos netamente contribuyentes, pero no es menos cierto que tal vez fuese el único sistema posible en aquellas circunstancias y momentos históricos.

Recordemos que en su artículo 71 se prescribía y definía a los ayuntamientos como corporaciones económicas y administrativas, al tiempo que se indica cómo únicamente podrán «ejercer aquellas funciones que por las leyes estén encomendadas», sin perjuicio de que en los artículos 85 al 91, inclusive, se ampliasen aspectos referentes a cuestiones administrativas y económicas de los llamados «pueblos segregados», de clara alusión y referencia directa a la realidad de muchos pueblos del norte de la actual Comunidad Autónoma de Castilla y León, de pequeña población, tradición de concejo abierto, economía de montaña y de claro rechazo a medidas legalistas globalizadoras2.

En cuanto a su competencia, recordemos que esta «era exclusiva y, en parte, de obligatorio ejercicio, pero limitada a los intereses peculiares de los pueblos. Los secretarios no requerían otras cualidades más que la nacionalidad, la plena capacidad jurídica y la instrucción primaria y eran nombrados por los Ayuntamientos en virtud de concurso libre» y los acuerdos municipales «requerían la aprobación superior y con arreglo al sistema jerárquico, podían ser suspendidos por el Alcalde o la autoridad judicial», como indica el propio Jordana3.

Sin perjuicio de que es obvio que el sistema bien pronto degeneró en un abierto caciquismo oligárquico y corrupto, no hay duda en otro orden de cosasPage 1357 que respecto a su vigencia debe de hablarse de un punto de inflexión que coincide con la pérdida de las colonias; para muchos el caciquismo se genera y configura antes del desastre colonial, siendo después del mismo cuando se inicia la etapa crítica hacia el pésimo funcionamiento del sistema, de las instituciones y de la vida política en general.

Justamente el período coincidirá en toda España con una reacción regeneracionista que llevaron a cabo autores como Macías Picavea y otros, en un momento en que la pérdida de las colonias origina la primera gran crisis económica nacional y no sólo en la esfera del grano y similares, como veremos.

De poco sirvieron los proyectos de reformas locales de 1884 por Romero, en 1891 por Sánchez de Toca, en 1903 por Maura, en 1906 por el conde de Romamones, en 1907 por La Cierva o el de 1918 por todo el Gobierno de la nación sobre las haciendas municipales, ya que con los acontecimientos políticos y sociales (sobre todo el importante proyecto de Maura arrastrado por la llamada semana trágica de Barcelona) ya que no llegaron nunca a entrar en vigor, sin perjuicio de que parte de su contenido fuese posteriormente valorado en sus justos términos y parcialmente incluido en el Estatuto Municipal de 1924 por Calvo Sotelo.

Fue precisamente el proyecto de Maura de 1907 el que en lo tocante a Hacienda y exacciones locales fue parcialmente asumido en las Cortes de 1918, aunque también en este sentido sea observable mayor autonomía municipal en los proyectos posteriores y de forma particular en el Estatuto Municipal de 1924. Pero ello no debe sorprendernos, pues algo similar ocurriría con los proyectos al respecto de Canalejas de 1912 o el de la que se llamó Comisión extraordinaria de 1919 y otros que no citaremos aquí, todos más o menos inspirados en la Ley municipal citada de 1877 4.

Así lo reconocerá el legislador de 1924 cuando reconoce respecto a estos avances citados sobre las haciendas locales al decir que «ninguna otra manifestación de nuestra vida pública acusa, en efecto, en estos últimos años tan positivos y rápidos avances como ésta de la Hacienda municipal. Corrido ya el primer lustro del presente siglo, todavía la Hacienda municipal española descansaba enteramente en los recargos sobre el impuesto de consumos, del que obtenía inmensaPage 1358 parte de sus recursos. Aparte de las consecuencias que en orden a la justicia tributaria se derivan necesariamente de tal régimen, convertido, en manos del caciquismo, en el arma más poderosa de subversión de la vida política, aquel estado de cosas hacía imposible a los Ayuntamietos abordar los problemas que les planteaba el desenvolvimiento de la vida urbana», como literalmente se cita en el propio Estatuto Municipal5.

Tal cuestión era fundamental habida cuenta de que las leyes desamortizadoras de Madoz y Mendizábal fundamentalmente habían originado la enajenación de no pocos patrimonios locales, incluidos bienes de propios, dehesas comunales, etc., que desde siglos habían constituido la principal fuente de ingresos y mantenimiento global básico de concejos y vecinos 6.

Probablemente fue el mayor error de entre todas las reformas emprendidas por el liberalismo doctrinario decimonónico, toda vez que Ayuntamientos y particulares quedaron desde entonces empobrecidos y al albur de neoburgueses ahora terratenientes por las compras de tierras, aunque siempre desarraigados del mundo rural, ya que la mayoría seguiría viviendo en las ciudades.

Para empeorar aún más las cosas, al menos sociológicamente hablando para la mentalidad de la época, los ingresos locales se verán casi reducidos a los llamados «Consumos» que gravaban directamente a la vecindad.

Definitivamente, el sistema impositivo local venía a...

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