Orden concejil versus orden señorial

AutorDavid Torres Sanz
Páginas615-631

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Francisco Tomás y Valiente en uno de sus últimos escritos1 insistía en su convencimiento de que «los conflictos, las luchas de unos ordenamientos por imponerse sobre otros, las pugnas entre poderes...» son datos, realidades, circunstancias que, de no tenerse en cuenta, debilitan sin remedio cualquier prospección histórico-jurídica. Desde ese mismo convencimiento, que desde luego no todos pero sí afortunadamente bastantes historiadores del derecho suscriben y comparten, y que opera en toda investigación o exposición histórico-jurídica (e histórica a secas) como esencial, y por tanto indispensable, elemento vivificador que permite comprender en su profundidad radical cualquier orden social pretérito (y presente y se supone que futuro), desde ese mismo convencimiento se va a tratar de abordar el tema de la sociedad medieval y su derecho en la esperanza de contribuir, aunque sea al mero nivel de sugerencia, a su mayor y mejor entendimiento con algunas modestas matizaciones, perspectivas, enfoques, que buscan enriquecer su comprensión, ya de por sí muy avanzada al día de la fecha por obra de una nutrida y acumulada historiografía que en algunas ocasiones alcanza cotas magistrales.

Se trata en este caso simplemente de discurrir sobre el ordenamiento jurídico medieval propio del espacio geográfico y humano castellano-leonés a partir de la contraposición dialéctica que da título a estas escuetas páginas, es decir, entre lo que puede, y a nuestro juicio debe, llamarse orden concejil o urbano y lo que, por guardar cierta simetría, puede y debe denominarse orden señorial, en cuanto realidades histórico-jurídicas diferenciables y, en muchos aspectos, contrapuestas a pesar de su confluencia al menos parcialmente temporal, las cuales acabarán sub-sumidas, tras una oportuna remodelación, en una síntesis superior representadaPage 616 por lo que puede calificarse, prosiguiendo con dicha simetría terminológica, de orden regio o real, entendiendo por tal el que emerge desde la Baja Edad Media bajo la dirección efectiva de la nueva monarquía, y que, a grandes rasgos viene definido por la construcción del llamado Antiguo Régimen, caracterizado, desde la óptica histórico-jurídica, por la aceptación e implantación genéricas de los planteamientos, soluciones y principios del Derecho común, la configuración progresiva de un derecho general para toda la comunidad política y el correspondiente decantamiento, también progresivo, de una monarquía absoluta o, en expresión ni pacífica ni por todos admitida, Estado moderno.

Una aclaración conceptual antes de pasar adelante: la utilización preferente del término orden en lugar del término derecho, que habitualmente en nuestro contexto se reclaman sinónimos, no es caprichosa ni meramente literaria; por el contrario, se intenta aprovechar, en razón de resultar más expresivos, la indudable carga semántica diferencial que dos conceptos en principio intercambiables tienen: derecho hace referencia primariamente a normas y secundariamente a instituciones; orden, además, a principios, valores y realidades de potencialidad y operatividad jurídicas que rebasan con frecuencia la pura positividad encerrada en el término derecho, pero cuya atención es indispensable para la correcta comprensión de los fenómenos histórico-jurídicos.

Como punto de partida y apoyo no sorprenderá que se utilice el ya clásico y magnífico trabajo de Iglesia Ferreirós titulado «Derecho municipal, derecho señorial y derecho regio»2, que ostensiblemente ha inspirado la ecuación conceptual y terminológica que aquí se maneja, en el que traza una penetrante visión de conjunto del Derecho medieval hispánico y sobre todo castellano-leonés, perfectamente asumible en su conjunto aunque susceptible de matizaciones y enfoques complementarios. Reconocida la no pequeña deuda se impone continuar.

De la destrucción de la formación política hispanovisigoda, heredera directa de la realidad sociocultural tardorromana, se salvaron para la inmediata posteridad, desde el punto de vista jurídico e institucional, dos elementos de desigual importancia incidental para los territorios cristianos norteños: un texto normativo de carácter general promulgado a mediados del siglo VII y un orden social que, si aún no había alcanzado su plenitud histórica, es indudable que estaba en camino de conseguirlo.

El Líber iudiciorum, que, como agudamente se ha señalado, en el momento de su promulgación ya apareció con toda seguridad desfasado de la realidad social que aspiraba a regular3, no era más (ni menos) que un derecho inmovilizado en un texto, un conjunto normativo civil, penal y procesal, aunque estuvieraPage 617 en algunos, quizá en muchos, aspectos enraizado en la práctica y venerado como una normativa legendaria, cuya vigencia y aplicación se reclamaba a veces puntualmente según nos demuestran los documentos medievales. Sin embargo, los que llamaríamos sus elementos jurídicos constitucionales, es decir, aquellos que configuran un orden social en sus principios y valores fundamentales, y que de preferencia se agrupaban en su título preliminar, en el libro I y, en parte, en el II, es evidente que no pudieron resistir el paso del tiempo, ni operar con un mínimo de eficacia sobre las sociedades cristianas peninsulares nacidas a lo largo del siglo VIII, las cuales, en consecuencia, se vieron abocadas a generar un orden jurídico adaptado a sus propias circunstancias y realidades que sólo parcial y deficientemente podían cubrir las prescripciones del Líber4.

De otro lado, lo que se conformó a partir de la octava centuria fue una realidad social que, sin dejar de ser tributaria en muchos sentidos de la época anterior, se vio ahora impulsada y favorecida en su evolución por la extrema debilidad de un poder regio que, incapaz de imponerse en una sociedad orientada resueltamente hacia su feudalización, mantuvo poco más que su apariencia simbólica. Esta realidad, de raíces bajoimperiales y progresión continuada durante el período visigodo, que se fue haciendo rápidamente omnipresente desde el siglo VIII en adelante, cristalizó en lo que se conceptúa como orden señorial. De lo que debe inferirse que tal orden señorial no significa otra cosa sino el mundo medieval visto en su conjunto desde la perspectiva jurídica e institucional, orden totalizador hasta el siglo XI, aproximadamente, momento en que según todos los indicios alcanza su apogeo histórico, pero momento también en el que paulatinamente va perdiendo su monopolio ordenador y su pureza ante el surgimiento y difusión de otras realidades sociales, cuya regulación alumbraría un orden jurídico competidor, el orden urbano o concejil según la terminología propuesta.

Georges Duby, con inquisitiva mirada de historiador esencial, lo describe así: «Al desconcharse el barniz de la civilización urbana y mercantil [propia del mundo romano] dejaba al descubierto el sustrato precolonial, señorial y rústico, en el cual los grandes dominios y las clientelas vinculadas a los jefes de aldea constituían el marco de las relaciones sociales»5. Y en otro pasaje: «... la verdadera realidad... no era el reino del cielo ni el de la tierra, sino el señorío, nudo de poderes enraizado en el suelo campesino, ajustado a la estrechez de una civilización absolutamente rural, que nadie podía dirigir de lejos. El desmembramiento del poder real permitió a los señores de territorios y bosques dominar cada vez más profundamente a los hombres... De este modo se precisan los contornos de dos verdaderas clases: la de los señores por un lado, la de los campesinos porPage 618 otro» 6. Y prosigue así discurriendo sobre la confluencia de tres modos de dominación: la económica de los señores sobre los campesinos, la política de los guerreros sobre los hombres desarmados, y la espiritual de la Iglesia sobre los laicos 7. Este cuadro que el historiador francés traza atendiendo, claro está, a la realidad medieval de los espacios europeos centrales antes que a los periféricos, nos parece no obstante, en lo esencial y sustantivo, perfectamente aplicable al espacio hispánico, sin que la historiografía a éste referida pueda aportar a estas alturas sólidas pruebas en contrario. Y eso a pesar de los esfuerzos desarrollados en este sentido por una parte en absoluto desdeñable de la misma, entre la que cabe con toda justicia destacar a la gran figura de Sánchez Albornoz, empeñado en inferir, incluso en contra de algunas de sus más perspicaces investigaciones, una diferencia sustancial en el medievo hispánico y, particularmente, en el castellano-leonés, que, en resumidas cuentas, consistiría en una monarquía «gobernada por el rey, adornado de autoridad ilimitada, el cual hacía llegar su poderío a todas las provincias del Estado mediante delegaciones temporales de parte de su soberanía en gobernadores de distrito, y cesiones perpetuas a buen número de propietarios eclesiásticos y laicos, de las mismas funciones que aquéllos ejercían en las circunscripciones que gobernaban. Mientras ésta era la situación del reino continuador de la monarquía visigoda, en los Estados que fundaron francos, anglosajones, lombardos y demás pueblos germánicos, las circunstancias eran muy diferentes. En ellos el patronato, el beneficio y la inmunidad habían evolucionado hacia el feudalismo, que ya en el siglo XI se manifestaba poderoso»8. A lo que habría que añadir la conocida tesis del maestro abulense de la masa de pequeños propietarios libres, surgida a partir sobre todo de la repoblación del valle del Duero.

De este planteamiento, intangible en lo esencial para gran parte de la historiografía, cabe deducir que la diferencia castellano-leonesa respecto del occidente europeo, e incluso respecto de otros territorios hispánicos, estribaba en una organización política basada en una poderosa monarquía y en una estructura social caracterizada por la existencia de vigorosos grupos independientes intermedios entre la nobleza laica y eclesiástica y el campesinado...

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