Las ocupaciones irregulares

AutorPablo Feu Fontaiña
CargoAbogado
1 - El origen del problema

Uno de los efectos de la grave crisis económica y financiera que se inició en el año 2008 fue la multiplicación exponencial del número de procesos de ejecución hipotecaria. Así, según las fuentes estadísticas, los desahucios experimentaron un crecimiento exponencial en todo el Estado entre los años 2008 (inicio de la crisis financiera) y 2016, debido a la cantidad de lanzamientos que trajeron a causa de la multiplicación de los procesos de ejecución hipotecaria. Concretamente, se pasó de 25943 procesos de ejecución hipotecaria en 2007 a 58686 (más del doble) en el año siguiente (2008). Este crecimiento continuó hasta llegar a los 93319 en 2009 y se mantuvo en el año 2010, con 93636 ejecuciones hipotecarias tramitadas. El año 2011, el número bajó a 77874, pero en el año siguiente (2012) se volvió a incrementar, con 91622, equiparándose al número de los procesos tramitados en los años 2009 y 20101.

La situación de alarma generada por este crecimiento repentino y sostenido, comportó la aparición de las primeras medidas públicas de contención que se plasmaron con una profusión normativa (de urgencia en su mayoría)2 dirigida a poner freno al vaciado masivo de viviendas y a la generación correlativa de situaciones de emergencia habitacional que desbordaron la capacidad de respuesta efectiva de las administraciones públicas. A partir de entonces, el número de ejecuciones hipotecarias inició un lento decrecimiento (82688 en 2013, 80785 en 2014, 68165 en 2015, 48410, en 2016 y 30094, en 2017) y hasta el año 2018 no se llegó a un número de ejecuciones hipotecarias similar al del año 2007 (año inmediatamente anterior al inicio de la crisis), con 27404 de procesos hipotecarios tramitados3.

La reacción normativa de los poderes públicos para poner remedio al nuevo fenómeno de vaciado masivo de las viviendas que antes habían tenido habitantes habituales llegó cuando habían pasado 5 años ininterrumpidos de crecimiento exponencial de procesos de ejecución hipotecaria y no permitió devolver a la situación inicial de inmediato, sino hasta transcurridos 10 años del inicio del fenómeno.

En realidad, la normativa de contención de los efectos de los procesos de ejecución hipotecaria que el Estado elaboró no resolvió el problema de los desahucios. El hecho determinante que sirvió por la ralentización del ritmo de crecimiento exponencial de los desahucios a causa de las ejecuciones hipotecarias fueron las consecuencias de la propia crisis económica y financiera. Concretamente, la drástica reducción de las ofertas de financiación de las entidades bancarias a eventuales adquirentes de inmuebles a partir del colapso financiero, que redujo drásticamente el número de hipotecas concedidas y, con esto, la morosidad hipotecaria en la misma proporción. Y con menos morosidad, se fueron tramitando menos procesos de ejecución hipotecaria, hecho que, después de 10 años, condujo a la normalización del número de ejecuciones hipotecarias tramitadas.

Pero para entonces, se había producido una proliferación masiva de viviendas vacías y en mal estado de conservación.

En 10 años, la situación del parque de viviendas cambió diametralmente, generando en masa nuevas anomalías que antes no existían y que, por primera vez, tenían que afrontar las administraciones públicas locales, sin ningún antecedente previo, con una normativa en materia de vivienda muy nueva y poco o nada aplicada, con escasos protocolos administrativos capaces de reaccionar frente a una nueva realidad tan impactante, con poca capacidad presupuestaria y con prácticamente nula capacidad normativa.

En efecto, el resultado de las masivas ejecuciones hipotecarias durante los casi 10 años que se tardaron en recuperar las cifras de desahucios por ejecuciones hipotecarias anteriores a la crisis económica y financiera (entre los años 2008 y 2018), comportó que las viviendas quedaran retenidas en masa en pocas manos: las de las entidades bancarias que las habían adquirido en reclamación de los créditos hipotecarios que tales viviendas garantizaban. Muchas de estas viviendas tenían escasas o nulas posibilidades de reingresar en el mercado, atendida la dificultad de ser vendidas (especialmente las que se encontraban en peor estado) a causa de dos factores: por un lado, la bajada de valor de los inmuebles (hecho que impedía a las entidades bancarias recuperar la totalidad del importe del préstamo concedido en garantía de la vivienda adquirida, por el hecho de ser menor el valor del bien que el importe del préstamo que ese bien garantizaba) y, por otro lado, la dificultad de los eventuales compradores de obtener financiación para adquirirlas.

Esto comportó que una masiva cantidad de viviendas quedaran desocupadas, retenidas en manos de las entidades bancarias. Se denominaron bienes "dañados” o "tóxicos” y fueron objeto de un tratamiento normativo, pero estrictamente desde la vertiente económica y mercantil para paliar los efectos de la crisis financiera, olvidando los poderes públicos, su tratamiento normativo desde la vertiente administrativa para el fomento de esos mismos bienes como mecanismo por paliar los efectos de la correlativa crisis habitacional generada. Ese descuido es lo que ha originado la mayor parte de los problemas en materia de vivienda que, actualmente, desbordan la capacidad de actuación de las entidades locales.

Así el Estado decidió crear, por Ley, una entidad de reestructuración bancària4, a la que las entidades financieras, especialmente las que tenían mayor riesgo de quiebra, pudieran ceder los bienes inmuebles de escaso valor y nulo interés para el mercado, adquiridos en masa en ejecución de los procedimientos hipotecarios. Paralelamente, para evitar las consecuencias de la quiebra de estas entidades con mayor riesgo, el Estado decidió pagar lo que se denominó el "Apoyo Financiero público extraordinario5, consistente en una dotación económica proveniente de fondos públicos (sobre todo europeos) para evitar la pérdida de los depósitos bancarios. Pero el Estado no elaboró ni una sola previsión normativa para fomentar la movilización de las viviendas cedidas. Al contrario, otorgó un largo plazo de 15 años para devolver estas viviendas al tráfico jurídico, fomentado así su retención. No previó ningún mecanismo de fomento para cumplir con la indelegable función social de su propiedad ni ninguno para evitar la multiplicación exponencial de los previsibles problemas que este incumplimiento acabaría generando a las administraciones públicas locales: las desocupaciones permanentes, y la falta de conservación que son el nicho de oportunidad idóneo de las ocupaciones irregulares.

En efecto, el Estado no previó que la entidad de reestructuración bancaria a la que las entidades financieras con problemas le cedieron un inmenso parque de viviendas de baja calidad tenía pocas, o nulas, posibilidades reales de movilizarlo, a causa de la millonaria inversión que requería su reingreso en el mercado. Una inversión imposible de afrontar por una única entidad propietaria y menos cuando las únicas premisas de movilización reguladas eran de carácter económico-mercantil, es decir, basadas en la obtención del mayor beneficio posible durante los 15 años que normativamente se le dieron por la alienación del bien inmueble cedido.

La imposibilidad de gestión de todo este inmenso parque de viviendas provocó una situación de retención masiva por parte de la entidad de reestructuración bancaria de casi todos estos pisos desocupados y en deficiente estado de conservación, en espera de una coyuntura de mercado idónea para su alienación, en estrictos términos económicos. Este hecho abocó a un nuevo...

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