La objeción de conciencia sanitaria

AutorÁngel Pelayo González-Torre
Cargo del AutorUniversidad de Cantabria
Páginas115-143

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"La libertad es el bien individual por excelencia,

La justicia es el bien social por excelencia".

Norberto Bobbio.

1. Ley y conciencia: el poder del estado y la libertad individual

La objeción de conciencia entendida como la negativa a cumplir una obligación legal por su incompatibilidad con las convicciones personales del individuo, nos plantea inmediatamente dos términos que se nos presentan en confiicto. Por un lado la obligatoriedad de la ley y el poder del Estado, y por otro la posición de la libertad individual y más en concreto de la libertad de conciencia de la persona frente al derecho.

A este respecto se puede empezar diciendo como punto de partida que consideramos que el transcurso de la historia y el desarrollo de la civilización nos permiten hablar del Estado como un logro en la historia de la convivencia social, y esto nos permite recordar que desde Hegel el Estado es visto ya de manera expresa como uno de los momentos de la eticidad, al lograr su instauración la armonización de los intereses particulares de los sujetos con el interés general1.

Artículo elaborado dentro del marco del Proyecto Consolider HURI-AGE, El tiempo de los derechos.

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Sin duda la evolución histórica ha ido depurando el papel del Estado y su legitimidad; y muy especialmente en nuestro contexto jurídico-político, el de las democracias occidentales, donde el Estado se legitima por su origen democrático, el poder que emana del derecho aparece revestido de una especial legitimidad que, a juicio de muchos autores, refuerza el deber de obedecer al derecho por parte de los ciudadanos.

Desde esta perspectiva el Estado democrático de Derecho es visto como la mejor forma de convivencia política, y resulta por lo tanto legitimado para exigir la obediencia de sus ciudadanos, una obediencia general que para algunos autores es incluso un deber moral, en la medida en que los ciudadanos estaríamos obligados a obedecer las normas que han sido establecidas por instituciones justas2.

Se superan así formas menos perfectas de legitimidad del poder, como las de corte Hobbesiano, conforme a las cuales el Estado simple-mente aporta orden frente al caos, siendo ese ya un criterio suficiente de legitimación que sirve para fundamentar el deber de obediencia3. Ahora no es sólo orden sino justicia lo que se supone que aporta el Estado a la convivencia social, una justicia que se funda sustancialmente en su elección democrática por parte de los ciudadanos (legitimidad de origen), y en su respeto a los derechos humanos de las personas como guía y a la vez límite de la actuación legislativa (legitimidad de ejercicio).

Probablemente puede decirse que desde un punto de vista externo cuanto más legítimo es un Estado más fuerza coactiva habrían de tener sus normas, aunque desde un punto de vista interno del derecho la fuerza coactiva sea siempre la misma. Esta ecuación sobre el carácter democrático del Estado en relación con la obligatoriedad de sus normas debería llevarnos a la vez y, en sentido inverso, a considerar que las normas de un Estado no democrático no nos vinculan moralmente, al menos con carácter general, estando moralmente justificada la desobediencia, y eso si no llega a considerarse como un deber moral.

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Pero volviendo a los Estados democráticos contemporáneos de nuestro entorno político, en el actual contexto del pensamiento jurídico, la idea de que como consecuencia de su carácter democrático no cabe oponer justificadamente resistencia alguna al deber de obedecer las normas, encuentra sin embargo una posible excepción cuando se alega un imperativo derivado de la conciencia individual del sujeto4.

Esta posibilidad se sostiene en la importancia de la idea de libertad individual, cuando se coloca la libertad como eje del sistema de la convivencia social y del orden jurídico y se entiende que por tanto la libertad del sujeto es un valor fundamental de la convivencia política y del orden jurídico, de manera que el Derecho ha de hacer todo lo posible por preservarla, limitándola sólo lo imprescindible en atención a la satisfacción de los intereses generales.

En apoyo de esta idea se suma el haber concedido un valor esencial en nuestro modelo jurídico a la noción de dignidad personal del sujeto, noción esencial en cuanto atributo que es presentado por el Derecho como propio y definitorio de la especie humana, con fundamentales consecuencias políticas y jurídicas. Pues bien esta noción de dignidad personal aparece estrechamente vinculada a la autonomía personal, en cuanto que una manifestación esencial de la dignidad, probablemente la más destacada, será precisamente la capacidad del sujeto de ejercer su libertad personal desarrollando sus propios planes de vida personales5. Esta relación genérica entre dignidad personal y libertad puede extenderse fácilmente a la conexión de la dignidad personal con la libertad de conciencia, como concepto ya más concretamente jurídico, y entendida como la capacidad de pensar y actuar de acuerdo con el fuero íntimo del sujeto.

Una primera solución a este dilema que se nos ha planteado entre norma y libertad de conciencia es la de considerar que las normas jurídicas emanadas de un Estado democrático de Derecho, en la medida en

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que ese Estado es un Estado esencialmente legítimo, en la medida en que las normas son aprobadas por la representación de los ciudadanos y están además destinadas a la satisfacción del interés general, han de ser obedecidas en todo caso.

La legitimidad democrática del Estado, junto con serias razones de efectividad del orden jurídico, y de seguridad jurídica, van a avalar esta solución, que no permitiría dejar pendiente la aplicación de las leyes de una posible objeción de conciencia de los individuos.

Bajo esta perspectiva, que es jurídica pero a la vez también ideológica, en esta disyuntiva entre la norma y la conciencia, la prioridad estará a favor de la eficacia del Derecho. En el terreno moral cada uno puede pensar lo que considere oportuno, e incluso actuar de la manera que crea más conveniente de acuerdo con sus convicciones, pero si se pretende entrar en el plano jurídico se habrá de estar a lo que diga el Derecho, sometiéndose la persona, después de actuar libremente, a las consecuencias legales de su desobediencia.

Pero sentada esta posición de principio, otra cuestión es que ya desde dentro del propio Derecho se llegue a admitir la excepción al cumplimiento de un mandato legal cuando se opone a tal mandato una convicción personal anclada en la conciencia íntima del sujeto.

En este caso el principal argumento consiste en poner de manifiesto el peso de la libertad personal como esencia del sistema político demo-crático, y la idea de que un régimen legal y democrático es tanto más legítimo cuanto más respeta las libertades individuales. A partir de ahí se intenta compatibilizar la eficacia del orden jurídico y el fin público que el derecho pretende conseguir con el respeto a las creencias personales de los sujetos, permitiendo no cumplir determinados mandatos jurídicos bajo ciertas circunstancias.

Creo que es importante señalar a este respecto que hay pocas dudas de que la idea de libertad ha sido ha sido desde la Ilustración el valor político-jurídico que más se ha desarrollado en la historia contemporánea dentro de nuestro contexto jurídico-cultural. La autonomía de la voluntad; la dignidad personal entendida en gran medida en términos de la posibilidad de realizar los propios planes de vida; todo el desarrollo, primero de los derechos subjetivos y luego de los derechos humanos, en gran medida destinados a hacer posible que el sujeto actúe y manifieste libremente su personalidad; son los hitos más relevantes en el devenir

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jurídico de los dos últimos siglos, que cabe leer sobre todo en clave de expansión de la idea de libertad6.

Si la idea de libertad o autonomía de la voluntad se despliega en el s. XIX mediante los contratos, que permiten traducir jurídicamente la libre actividad del individuo y su iniciativa propia, durante el siglo XX serán los derechos humanos los que permitirán desarrollar con libertad la personalidad del sujeto en las más variadas manifestaciones, incluida la libertad de conciencia.

Por otro lado al ser considerado el pluralismo, entendido en el sentido más amplio -político, religioso, social-, como aceptación de las más diversas formas de vida, como un valor social, político y jurídico, esta posición de principio tiene como efecto el que el Estado deba respetar distintas concepciones sobre lo bueno o lo justo, dificultando la posibilidad de imponer a las personas formas de vida o conductas sobre la base de una moral social mayoritaria. El pensamiento de la unidad, que caracteriza los totalitarismos y que considera la homogeneidad como valor, es sustituido por el pensamiento de la diversidad, que considera por el contrario que lo socialmente valioso radica precisamente en respetar, o incluso en ocasiones en fomentar, la diversidad, ya que la diversidad es buena para el orden social.

El Estado, que es un Estado aconfesional, que respeta la pluralidad de creencias religiosas, no debe socializar una moral totalizadora, sino que ha de hacer compatible sus juicios de valor morales con el respeto a la libertad de creencias de los ciudadanos, en la medida en que lo permita el intento de lograr sus fines públicos.

Según esto un Estado democrático debería intentar compatibilizar el cumplimiento de la ley y el logro de los objetivos públicos con la libertad personal de los sujetos, intentando interferir esta lo menos posible,

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o intentando compatibilizar el cumplimiento de la ley con el respeto a la libertad del individuo, especialmente a su libertad de conciencia, siempre que esto sea posible.

Creo que puede ser...

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