El nuevo modelo penal de la seguridad ciudadana.

AutorJosé Luis Díez Ripollés
CargoUniversidad de Málaga
Páginas13-52

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I La crisis contemporánea de los modelos de intervención penal

En la interpretación de la reciente 1 evolución de la política criminal española, tan pródiga en reformas penales, procesales y penitenciarias, los penalistas, en la universidad y en la jurisdicción, muestran un cierto desconcierto a la hora de abordar su análisis crítico. Pareciera como si los acontecimientos que se están produciendo no formaran Page 14 parte del acervo de actuaciones sociales cuya posible aparición, al margen de su plausibilidad, habían sido anticipadas por los juristas. Esto genera una extendida actitud de despectivo rechazo hacia lo que se califica sumariamente como una política criminal oportunista.

Sin echar en saco roto este último calificativo, conviene, sin embargo, que nos preguntemos por las razones de esa incapacidad que los expertos de la política criminal tienen para analizar con la necesaria ecuanimidad unas decisiones y actuaciones que, por muy imprevistas que sean, no se puede negar que gozan de un generalizado respaldo popular y de un impulso político de amplio espectro ideológico. Creo que la explicación de semejante perplejidad se debe en buena medida a que los penalistas están analizando las transformaciones jurídico-penales en curso desde un modelo analítico equivocado, o, por mejor decir, en trance de superación. Me refiero al modelo penal garantista.

En efecto, conocido con diferentes denominaciones a lo largo del pasado siglo XX, este modelo se caracteriza en todo momento por desarrollar una estructura de intervención penal autolimitada, hasta el punto de que se ha llamado a sí mismo ´derecho penal mínimoª, girando en torno a unos pocos principios que, a riesgo de simplificar demasiado, podríamos enumerar como sigue:

  1. La atribución de una eficacia limitada a sus genuinos instrumentos de intervención, la norma y la sanción penales. Éstos sólo desarrollarían efectos sociales perceptibles en la medida en que se encuadraran en un contexto más amplio, el del control social en general. Sólo en tanto en cuanto el subsistema de control penal coincidiera en sus objetivos con los pretendidos por el resto de los subsistemas de control social -familia, escuela, vinculaciones comunitarias, medio laboral, relaciones sociales, opinión pública...- y en la medida en que interaccionara recíprocamente con ellos, habría garantías de que la intervención penal pudiera condicionar los comportamientos sociales. De ahí que se desconsiderara su posible uso como ariete promotor de transformaciones en los valores sociales vigentes.

  2. Deliberada reducción de su ámbito de actuación a la tutela de los presupuestos más esenciales para la convivencia. Frente a las tendencias expansivas de otros sectores del ordenamiento jurídico, singularmente del derecho administrativo, el derecho penal garantista considera una virtud, además de un signo inequívoco de una sociedad bien integrada, que su área de intervención sea la mínima imprescindible. En esa actitud ha jugado usualmente un papel importante la constatación de la naturaleza especialmente aflictiva de las sanciones que le son propias, que estima superior a la de cualquier otro medio de intervención social, lo que justificaría un empleo muy comedido de ellas2. Se convierte en lugar común que el derecho penal sólo debe Page 15 actuar frente a las infracciones más graves a los bienes más importantes, y ello sólo cuando no existan otros medios sociales más eficaces. Ello conlleva el olvido de todo tipo de pretensiones encaminadas a salvaguardar a través del derecho penal determinadas opciones morales o ideológicas en detrimento de otras.

  3. Profunda desconfianza hacia un equilibrado ejercicio del poder sancionatorio por parte de los poderes públicos. El derecho penal de este modelo se sigue declarando orgullosamente heredero del liberalismo político, y en consecuencia estima una de sus principales tareas la de defender al ciudadano, delincuente o no, de los posibles abusos y arbitrariedad del estado punitivo. De ahí que coloque la protección del delincuente, o del ciudadano potencial o presuntamente delincuente, en el mismo plano que la tutela de esos presupuestos esenciales para la convivencia acabados de aludir. Ello explicará las estrictas exigencias a satisfacer por los poderes públicos al establecer los comportamientos delictivos y las penas para ellos previstas, a la hora de verificar la concurrencia de unos y la procedencia de las otras en el caso concreto, y en el momento de la ejecución de las sanciones. El temor a un uso indebido del poder punitivo conferido al estado, que pudiera terminar afectando al conjunto de los ciudadanos, permea todo el armazón conceptual del derecho penal garantista, desde los criterios con los que se identifican los contenidos a proteger a aquellos que seleccionan las sanciones a imponer, pasando por los que se ocupan de estructurar un sistema de exigencia de responsabilidad socialmente convincente.

  4. Existencia de límites trascendentes en el empleo de sanciones penales. Así, los efectos sociopersonales pretendidos con la conminación, imposición y ejecución de las penas, por muy necesarios que parezcan, en ninguna circunstancia deben superar ciertos confines. Uno de ellos es el de la humanidad de las sanciones, que viene a expresar que determinadas sanciones, o determinadas formas de ejecución de sanciones, son incompatibles con la dignidad de la persona humana, por lo que no pueden imponerse, cualquiera que sea la entidad lesiva del comportamiento o la intensidad de la responsabilidad personal. Otro de los confines a no superar es el de la proporcionalidad, en virtud del cual la pena debe ajustarse en su gravedad a la del comportamiento delictivo al que se conecta, debiendo mantener una correspondencia sustancial con él. Finalmente, la pena debe fomentar o, al menos, no cerrar el paso a la reintegración en la sociedad del delincuente, idea ésta que se configura como un derecho de todo ciudadano y se nutre tanto de una visión incluyente del orden social como del reconocimiento de la cuota de responsabilidad de la sociedad en la aparición del comportamiento delictivo.

    Pues bien, la tesis que quisiera exponer a continuación es la de que este modelo ya no nos da las claves para interpretar los recientes cambios político-criminales, por la sencilla razón de que éstos obedecen a Page 16 una nueva forma de configurar y modelar el control social penal. De ahí que las críticas que se hacen desde el garantismo a recientes decisiones legislativas penales se pierden en el vacío de la incomprensión social. No son, sin embargo, objeto de una cumplida réplica por sus promotores porque el nuevo modelo está carente todavía de una suficiente estructuración conceptual y principial, la cual terminará llegando tarde o temprano y, con ella, el modelo antagonista al del derecho penal garantista3.

    El nuevo modelo que se está asentando inició su devenir en algunos sistemas jurídicos antes que en otros, y en eso tiene mucho que ver el modelo penal de intervención del que el modelo en ciernes se va desvinculando.

    En efecto, durante los años sesenta y setenta del siglo XX ciertos ordenamientos jurídicos tomaron una decidida orientación a favor de lo que se llamó el modelo resocializador. Este modelo se implantó contundentemente en ciertos países anglosajones, de modo especial Estados Unidos y Gran Bretaña, así como en los países escandinavos, entre otros lugares. Su impulso lo recibía de la ´ideología del tratamientoª, la cual consideraba que la legitimación del derecho penal nacía de su capacidad para resocializar al delincuente, y que todo el instrumental penal debía reconducirse a esa finalidad.

    Se trataba de una idea que ya tenía una larga tradición, desde los correccionalistas españoles o positivistas italianos de la segunda mitad del XIX, pasando por las llamadas escuelas intermedias italiana y alemana de los años veinte y treinta y las teorías de la defensa social que florecieron en Italia y Francia en los años cuarenta y cincuenta, todas del último siglo. Pero lo realmente novedoso fue que el conjunto de países acabados de citar pretendieron durante más de dos décadas configurar su modelo de intervención penal de acuerdo a esa idea de la resocialización del delincuente. Ello implicaba una serie de decisiones significativas, entre las que se pueden destacar las siguientes:

  5. La pauta de actuación es, en efecto, la búsqueda de la reintegración en la sociedad del delincuente, objetivo al que han de acomodarse todos los demás. Eso conlleva que los otros efectos sociopersonales pretendidos tradicionalmente por la pena quedaran en un segundo plano o sufrieran un descrédito sin paliativos. Éste era, sin duda, el caso de los dirigidos hacia el conjunto de la población, a saber, los encaminados a lograr una prevención general de los delitos mediante el aprovechamiento de los efectos intimidatorio, corrector de socializaciones defectuosas, o reforzador de la adhesión a los valores sociales, que se suscitan en los ciudadanos que perciben la reac- Page 17ción...

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