Nuevas retóricas para la exclusión social

AutorRoberto Bergalli
Páginas1-23

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1. El cuento multicultural

Una catarata de materiales y escenarios —libros, artículos, folletos, cursillos, másters, postgrados, jornadas, seminarios, conferencias...— ha acudido en tropel al festín que supone para el sistema de producción y distribución de discursos —y en concreto para su rama «inmigración y diversidad cultural»— un paisaje social que, en las sociedades de capitalismo avanzado, ha visto proliferar en los últimos tiempos todo tipo de accidentes o excepciones «culturales». Tal sobreabundacia de ofertas relativas a una creciente pluralidad cultural —y la consecuente profesionalización de sus correspondientes expertos o especialistas— responde a un presupuesto que cada vez se generaliza y asume más como incontestable por todo el mundo: aquel que interpreta como problemática esa intensificación de la diversidad cultural, en gran medida intensificada como consecuencia de los flujos migratorios, y establece la necesidad de reaccionar ante tal circunstancia de una u otra forma.

Ese presupuesto reactivo, que entiende que la heterogeneidad incontrolada es una anomalía cuyos efectos perversos urge desactivar, suscita actitudes que, de manera grosera, podríamos tipificar integrándolas en dos grandes bloques. Uno de ellos está constituido por los nostálgicos de una uniformidad cultural que sólo ha existido alguna vez en su imaginación, que, angustiados, urgen actuaciones que limiten el ejercicio del derecho a sentir, pensar, hablar, concebir el universo, rezar, bailar, cocinar, comer, defecar, copular, etc., como cada cual crea adecuado, de acuerdo

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con adhesiones culturales que se supone que —excepto aquellas que pudieran resultar flagrantemente ilegales— un sistema democrático debería no sólo respetar, sino incluso proteger. Frente a esta posición que, desmintiendo y escamoteando el derecho de cada cual a ser quien cree que es —sólo o en compañía de otros—, exige ver disminuidos los niveles de pluralidad ambiental, en nombre de la restauración de una fantástica unidad cultural perdida, damos con otra postura que vindica la tolerancia y el respeto hacia quienes no son como la mayoría y a los que se aplica todo tipo de denominaciones de origen especiales que, en el fondo, confirman la situación de excepcionalidad en la que se les presupone atrapados: «minorías étnicas», «inmigrantes», «gente de otras culturas»..., es decir personas a las que se aplica una marca de «diferentes» que los distingue del resto de seres humanos, etiquetados como «no diferentes» o «normales». Esta actitud puede incluso potenciar determinadas cualidades mostradas como positivas, distinguiendo entre una diversidad asilvestrada que se multiplica o divide en desorden, que cuestiona las obviedades en que se funda el orden social y demuestra que otros mundos no sólo son posibles, sino también reales ya, y otra diversidad domesticada, bien temperada, amable y constituida no por un calidoscopio en movimiento, como la anterior, sino por parcelas perfectamente distinguibles en que cada grupo humano inventariado debería permanecer enclaustrado.

Esas dos posturas —la «intolerante» y la «tolerante»— no son demasiado diferentes, y ambas coinciden en que lo que importa es considerar la diversidad cultural no como lo que en última instancia es —un hecho y basta—, sino como una fuente de graves problemas que requieren una respuesta adecuada y enérgica. La posición intolerante es la que han mantenido siempre las ideologías explícitamente racistas, ya sean fieles al modelo clásico del racismo biológico, ya sea bajo las nuevas modalidades basadas en el uso excluyente del término «cultura». La otra actitud, la «tolerante», es la que han hecho suya las instituciones, los medios de comunicación y las mayorías sociales debidamente adiestradas en un lenguaje políticamente correcto. Esta postura, que proclama las virtudes de la comprensión y la apertura a un «otro» previamente alterizado, ha acabado colocándose en la base discursiva de la mayoría de movimientos y organizaciones antirracistas, cuanto menos las afines y sostenidas desde las instituciones políticas. Se trata de esa pseudoideología que

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denunciara ya hace años Pierre-André Taguieff y que consiste en proclamaciones bienintencionadas contra una amenaza racista reducida a la actividad de los partidos o grupos acusables de xenófobos, pero que raras veces señala con el dedo los mecanismos sociales de dominación vigentes. Ese antirracismo bien-pensante y sentimental se traduce en grandes galas mediáticas contra la xenofobia, hiperactividad denunciadora —que suele reproducir la retórica estigmatizadora de ese mismo racismo que cree desenmascarar—, profesionalización de la lucha contra la discriminación, proliferación de clubes de fans del multiculturalismo, etc. Ni que decir tiene que repite la lógica del racismo, y lo peor es que lo legitima y garantiza su eficacia.1Ambas posturas —la intolerante y la tolerante— coinciden del todo a la hora de concebir determinados conflictos como consecuencia de posiciones civilizatorias incompatibles o mal ajustadas, conflictos que —sostienen los partidarios de la comprensión y el amor mutuo— quedarían cuanto menos aliviados si los actores sociales aumentasen sus niveles de empatía e intensificasen su comunicación. Por descontado que unos y otros se ponen de acuerdo en considerar la «cultura» asignada a cada uno de los segmentos sociales mal avenidos —o alguno de sus aspectos— como el origen de sus contenciosos, evitando cualquier explicación social, económica o política en el diagnóstico de las diferentes situaciones de choque. Son las identidades, y no los intereses, lo que concurre en la vida social —se repite— y, por tanto, la causa de lo que sucede pasa a ser ubicada no en desavenencias derivadas de todo tipo de injusticias y prácticas marginadoras, sino en malentendidos culturales resolubles o aliviables a través del dialogo y la reconciliación entre las partes.

Y es entonces cuando vemos entrar en juego las invocaciones al «multiculturalismo», a la «interculturalidad» y a otros derivados de una concepción apolítica, aeconómica, asocial y ahistórica de la cultura. También de tal principio depende la irrupción en escena de todo tipo de expertos en resolución de conflictos que aparecen bajo el epígrafe de «mediadores culturales», una nueva profesión que vuelve a poner de manifiesto la bondad de la inmigración en orden a generar puestos de trabajo especializados

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entre la población autóctona. Nunca se deja de sostener que la cultura y los conflictos derivados de la concepción del mundo de cada uno de los sectores presentes con intereses específicos en la vida social son lo que nos ha de preocupar y lo que ha de motivar movilizaciones promocionadas institucionalmente —fiestas de la diversidad, semanas de la tolerancia, jornadas interculturales, fórums de las culturas— que estimulan las buenas vibraciones del público, al mismo tiempo que el sistema escolar convierte este buenismo en líneas pedagógicas destinadas a hacer aceptable, con paciencia y amor, la presencia de extraños culturales en las aulas. Todo por entender y dar a entender que la sociedad es diversa, pero que esta diversidad, desprovista de cualquier concomitancia política, social o económica, la podemos digerir como un espectáculo amable y ejemplarizador, una permanente lección ética de cómo se administra el conflicto haciéndolo callar.

Y eso no es lo peor. Lo peor es contemplar cómo casi todos los partidos y organizaciones que se autoproclaman progresistas —y que cabría ver comprometidos en la propaganda y el ejercicio del odio, del resentimiento ante lo injusto— se encuentran abandonados, en nombre de esa misma retórica hueca de los derechos humanos, al más detestable de los sentimentalismos pseudocristianos basados en el amor y la comprensión recíprocas, que se concretan luego en vaporosas proclamaciones en favor de los buenos sentimientos y el diálogo. Los estragos de ese virtuosismo de izquierdas se hacen notar por doquier y entre ellos destaca el de haber desactivado en buena medida la capacidad de los desposeídos y los vejados para la desobediencia y la lucha. Tras esas expresiones mayúsculas de hipocresía, lo que hay es ese espejismo que hace creer que los derechos tienen existencia autónoma, que pueden vivir alimentándose de la pura «virtud».

Al elogio puramente estético de la «diversidad cultural» y de las bondades éticas del multiculturalismo —entendido como simple folklorización de singularidades debidamente caricaturizadas—, se le añaden otros ingredientes discursivos de eso que, siguiendo a Sandro Mezzadra, podríamos llamar el «círculo virtuoso» en materia de inmigración.2Uno de ellos es el énfasis en el valor de la tolerancia; el otro, la denuncia de actitudes y prácticas tildadas de «racistas». Por lo que hace al primero

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de esos elementos de las nuevas retóricas al servicio de la exclusión social —cuya característica es la sutileza y su habilidad a la hora de pasar por lo contrario de lo que son—, no se percibe hasta qué punto la «tolerancia» es, de por sí, un concepto que ya presupone la descalificación del y de lo tolerado. En efecto, «ser tolerante» implica una disposición a no impedir algo que está prohibido o resulta inaceptable, entendiendo que la intervención restrictiva sería peor en sus consecuencias o implicaciones que la acción censurable. Por descontado que sólo puede tolerar —omitir el cumplimiento de un acto ajeno contrario a una norma o ley— aquel que se halla en situación de superioridad y competencia a la hora de decidir si actúa o no sobre quien merecería ser reprobado o reprimido por sus acciones. Con mucha frecuencia, las alabadas actitudes tolerantes pueden producirse respecto de actuaciones humanas que son perfectamente legales, pero cuya impertinencia se da por presupuesta, como...

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