El nombre de Germán Arciniegas

AutorAdolfo Castañón
Páginas42-44

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Se transmite de generación en generación por los vastos espacios de América, de padres a hijos, de boca en boca, como una contraseña iniciática. Así fue en el caso de mi tribu. Don Jesús Castañón Rodríguez, mi padre, tenía varios libros suyos en casa que habían sobrevivido a mudanzas y préstamos. La caudalosa Biografía del Caribe (1945), por ejemplo, no estaba ahí, pues él la había ido prestando y prestando hasta que, un día, el libro desapareció junto con el falso amigo, a pesar de que era uno de las obras que él solía citar. Había otras más, como El estudiante de la mesa redonda (1932), ese relato novelado de la revuelta estudiantil que tuvo lugar en Córdoba, Argentina en 1918 y que, como un temblor, tuvo varias réplicas por el cuerpo desmembrado de América. También estaba una edición de la biografía de Américo Vespucci, el polémico libro Entre la libertad y el miedo (1952), publicado por Cuadernos Americanos, en México. Precisamente, en esa revista de lomo multicolor fundada por Jesús Silva Herzog y en sus inicios animados por León-Felipe, Juan Larrea y Alfonso Reyes vi primera vez ese nombre de Arciniegas que se le hacía miel en los labios a don Jesús Castañón. Nada de esto hubiese tenido mayor resonancia en mis días si no hubiese aflorado un tejido de casualidades que llegó, poco a poco, a realzar la figura de don Germán, su obra y persona en mi vida y letras.

Los arcos de las coincidencias brotantes en torno a Germán Arciniegas provienen de dos fuentes: ambas de rostro homérico. Una, la de don Jaime García Terrés -helenista, poeta y editor- me recordaba a Agamennón; la otra, la del francés Louis Panabière me hacía pensar en el Ulises que regresa a Ítaca; este profesor supo discernir en la fosforescente urdimbre tejida por Germán Arciniegas una idea: la de que América abría su cráter innumerable al Caribe -el único país verdadero del continente y, paradójicamente, el único carente de moneda, ayuno de bandera, exento de himno y privado de lengua única, aunque marcado por una profunda, insondable unidad de siete colores.

La primera guía de mi enredadera fue la de don Jaime -ese amigo de Colombia a través del gran Álvaro Mutis, del frondoso García Márquez, del agudo Hugo Latorre Cabral-; García Terrés era hacia fines de los años setenta subdirector del Fondo de Cultura Económica y, si bien había leído a Germán Arciniegas por propia curiosidad, también lo había practicado al socaire entusiasta de su maestro, tutor intelectual y...

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