Naturaleza teológico-jurídica del suicidio

AutorVictoria Sandoval Parra
Páginas71-146

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1. El suicidio, pecado mortal contra la caridad

Evidentemente, la injuria contra el Derecho divino y natural, y contra la república, que el suicidio significa jurídicamente, en su institucionalización civil y canónica, supone en teología dogmática que el suicidio es un pecado mortal. Y porque se trata de un pecado mortal el suicidio es un crimen, y un crimen, en cuanto cualificado a partir del homicidio, clasificable como atroz. El suicidio es un pecado contrario a la caridad y contrario a la justicia. Es contrario a la caridad que ordena el amor al prójimo, aunque el suicidio directo atenta a la caridad no sólo respecto del prójimo, sino también, obviamente, respecto de la propia persona; y es contrario a la justicia estrictamente respecto de Dios, porque es un siervo Suyo el que opta por matarse, pero también en relación con la república, cuyo miembro se priva de su tierra1.

La naturaleza pecaminosa del suicidio deriva, ciertamente, del hecho de que el suicidio sea contrario a la caridad, entendida ésta como la virtud por la cual se ama a Dios sobre todas las cosas, a lo que se une la obligación que tiene el ser humano de amar al prójimo tanto como a sí mismo. Todo este razonamiento parte, por consiguiente, de una interpretación y cumplimiento de los preceptos sagrados de Dios, que la literatura jurídica —fundamentalmente la renacentista— trata de

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explicar y esclarecer. La caridad, como expone Giovanni Battista Zile-tti, tiene como presupuesto del amor a los demás el amor a sí mismo que ha de observar todo cristiano, porque sin este amor propio el amor al prójimo resultaría imposible2. El suicidio, en consecuencia, ataca a la base misma, a la fundamentación misma de la caridad. Si un sujeto es incapaz de apreciar su propia vida estará incapacitado también para el amor y el respeto a quienes forman parte con él de la sociedad humana, y en definitiva será inviable que prenda en él la virtud necesaria de la caridad. El suicidio es un pecado mortal contra la virtud teologal de la caridad. El suicidio atenta al fundamento de la caridad porque demuestra una falta de amor de sí que implica la imposibilidad de valorar la vida que Dios da y de desarrollar el amor hacia los otros. En este sentido Pedro de Aragón insiste en que el hombre, en la medida en la que nace con la virtud inherente de la caridad, implícita y consustancial a su ser, al disponerse al acto del suicidio tiene que vencer malévolamente una tendencia a la perfección que le resulta propia. No se trata de que el suicida carezca de la virtud de la caridad, ni tampoco de que la haya podido perder como consecuencia de una desesperación por distintas causas posibles; lo que sucede antes bien es que en el suicidio hay un acto voluntario, necesario para la obligación moral y jurídica derivada de la comisión del pecado mortal y del crimen atroz, que consiste en la contravención deliberada del precepto de la caridad3.

La desesperación puede ser una causa del suicidio, pero no es la razón justificadora y caracterizadora en esencia del suicidio. Ni el suicida manifiesta por defecto, en la causa de su comportamiento, una razón de incapacidad, porque nada hay en su naturaleza que le conduzca al desamor de sí y del prójimo. Las circunstancias, evidentemente muy complejas, que pueden provocar su angustia, están presentes sólo en el trasfondo, pero no en la causa, de su pensamiento pecaminoso. La decisión de matarse es para el suicida tal vez el resultado de un declive psicológico, de un trauma motivado por contratiempos crueles que le hacen perder toda motivación por la vida, pero esta desesperación no es una causa o razón de su comportamiento, porque el suicida, aun desesperado, tiene al fin que tomar una decisión activa contra la vida propia, o cuando menos ahonda definitivamente contra el gozo, la paz y la misericordia características de la

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caridad, y este impulso final y definitivo hacia la muerte es el impulso deliberadamente anticaritativo que define en verdad la esencia de su conducta4. Esto no es contradictorio con que pueda decirse, como hace Damhouder, que el suicida ha sido engañado. La desesperación le ha llevado a un acto propio a modo de consecuencia de un engaño en el sentido de que se ha apartado de la verdad, y desde este punto de vista ha fracasado su capacidad racional; si ha decidido al fin matarse, no lo ha hecho por haber sido perturbada su razón por la desesperación, sino porque su razón libremente desencaminada ha optado por pecar, por ir contra la virtud de la caridad, y por eso hay en su acto una sumisión inexcusable ante la tentación del demonio, ante el enga-

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ño de Satanás contra el don de Dios que es la vida, y por eso supone un acto imperdonable, un pecado mortal: nunca el suicida será llamado por el Señor porque, reo de sí mismo a partir de la desesperación como instrumento diabólico de engaño, ha preferido el fraude demoníaco de un alivio del sufrimiento contra la caridad. El suicida se aparta de Cristo como el resto de los criminales, premeditadamente en la atrocidad de su acción, y en este punto se desvanece la importancia de los motivos de su desespero vital5. Desde esta perspectiva tiene mucho sentido la consideración del suicidio como el crimen de Judas, no sólo porque quien se suicida sigue el modelo de comportamiento del traidor por definición, incapaz de asumir su culpa, sino también porque Judas fue el discípulo que se apartó de Cristo engañado por la tentación de Satanás, que en vez de enfrentar su naturaleza imperfecta aproximándose a Cristo buscó el alejamiento absoluto y así perdió la oportunidad futura de acercamiento a Dios. El suicida lleva así, como Judas, en su mismo pecado irremisible, la penitencia.

Se trata de una valoración moral pesimista del suicida como la que se encuentra en la argumentación de Jacobo de Simancas. Precisamente si el suicidio consiste en un pecado mortal y crimen premeditado contrario a la caridad, por tanto consistente en un alejamiento de Dios y del prójimo a partir del atentado contra sí mismo, puede dudarse del grado de firmeza que ha tenido originalmente la creencia en Dios del suicida. Porque es difícil aceptar que la creencia en Dios no resulte victoriosa sobre cualquier tentación demoníaca cuando aquella resulta sólida. Quien mantiene firmemente la creencia en Dios, nunca habrá de matarse a sí mismo precisamente en la medida en la que Dios es su fuente de inspiración, su más acertado consejo, que nunca podrá inspirarle la inclinación de perecer por sus propias manos. Si no ha sido así y el suicidio se ha consumado es porque el suicida carecía de esa firmeza, de manera que su debilidad y cobardía procedían ya de un apartamiento de Dios, de una falta de confianza en Dios, lo que vino a ser confirmado al haber optado por transitar el camino del mal6. El suicida se aparta de Dios con su deliberada muerte porque en realidad ya estaba apartado, porque ya resultaba incapaz de escuchar lo que el Señor, fuente especial de justicia por ley, le transmitía. Y entonces puede pensarse también que su desesperación no constituía la

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desesperación de un sujeto formada por contratiempos y adversidades, no era sólo un catálogo de desgracias y funestos acontecimientos, ni una mera depresión psicológica o sentimental; por muy duros que fueran los motivos de la desesperación, la desesperación estaba ya activa y residía sustancialmente en una razón más honda: el alejamiento de Dios. La ausencia de creencia y de firmeza en la fe avivó el pecado mortal contra la caridad, y el suicidio es la consumación final de esta decisión premeditada contra la presencia próxima de Dios. Así, Emanuel Concepción se pregunta al hablar del suicidio directo si aquél que no se suicidó por odio acaso no peca contra la caridad, respondiendo que, en general y aun sin la existencia de odio en su interior, el suicida no sólo peca contra la propia caridad, es decir, no sólo acomete la más grave de las injurias contra sí, sino que también daña la caridad del prójimo en función de una acción nociva y perjudicial en todos sus sentidos7.

Ahora bien, el suicida no sólo atenta contra la caridad. El que a sí mismo se mata peca contra las siete virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza). Desde luego, el suicidio es un acto contrario a la fe, porque el suicida no quiere ver el alcance formal definitivo del pecado: ni se deja convencer por la contrición, ni se acoge al arrepentimiento para afligirse con la venia de la penitencia. Excluye, pues, una saludable penitencia que reduce la expectativa derivada de su no creencia a la definitiva pena del infierno. Peca también contra la esperanza ya que cegado por su desesperación y falsamente guiado por el demonio, únicamente cree ver la luz en una especie de huida respecto del cuerpo y el alma: el suicida cree huir de la cárcel de su cuerpo al librarse de los vínculos naturales cuyo compromiso se niega a aceptar, cuando en realidad se hunde en un escenario tenebroso que le envolverá perpetuamente bajo el sonido de estridentes gemidos y chirridos de dientes. Y peca además directamente contra la caridad, sostiene Amescua apoyándose en Baldo, pues «quilibet sibi ipsi est initium charitatis, & amoris primum vinculum, & inmoderata spiritus retinendi dulcedo»8.

El desesperado peca contra la prudencia, pues opta por el peor de los remedios y comete la mayor de las imprudencias: busca el alivio

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en su muerte sin caer en la cuenta de que su comportamiento no es más que un grave desatino que nunca le librará del Infierno, porque su pecado jamás le será perdonado; con la metáfora de Egessipo, el suicida es el que gobernando la nave de la propia vida se arroja a un naufragio voluntario.

Por supuesto, sabido es que peca también el suicida contra la justicia: contra la justicia de Dios...

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