Moralidad y objeción de conciencia

AutorCarlos Bardavío Antón
Cargo del AutorDoctor en Derecho (sobresaliente cum laude) por la Universidad de Sevilla
Páginas35-98
CAPÍTULO I
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Moralidad y objeción de conciencia
I. Planteamiento
En la obra cumbre del Marqués de S Justine o los infort unios de la virtud,
el autor relata la historia catastróca de la joven Justine, quien a pesar de seguir
elmente los mandatos de la moral más pulcra e inocente, sufre en un sinfín de
situaciones las desdichas de la convicción de los demás con la más pura maldad. En
una de tantas ocasiones en que Justine fue raptada para el uso más cruel contra un ser
humano (torturas, violación) sus captores discuten sobre la justicación del asesina-
to, la utilidad del mal y de la organización criminal contra la ley:
- «En verdad no valía la pena cometer tres asesinatos por una suma tan pequeña.
- Despacio, amigos míos, respondió la Dubois, si os he aconsejado que no tengáis piedad de nin-
guno de esos viajeros no es por la suma, sino sólo por nuestra seguridad. Es la ley quien tiene la
culpa de estos crímenes y no nosotros: mientras quiten la vida tanto los ladrones como a los ase-
sinos los robos no se cometerán nunca sin asesinatos. Ambos delitos se castigan de igual manera
¿por qué renunciar al segundo si sirve para encubrir el primero? ¿Y de dónde sacáis que doscien-
tos luises no valgan tres muertes?... Siempre hay que calcular las cosas a través de la relación que
tengan con nuestros intereses. La cesación de la existencia de cada uno de esos sacricios no nos
afecta para nada. A buen seguro que no daríamos ni un céntimo porque esos individuos estuvie-
sen vivos o en la tumba. Por consiguiente si tenemos el más mínimo interés en alguna de estas
dos alternativas, debemos determinarla sin ningún remordimiento pre ferentemente a nuestro
favor. Porque tratándose de algo completamente indiferente, si somos sensatos y dominamos la
situación, tenemos indudablemente que hacerlo tornar del lado que nos resulte más favorable,
abstracción hecha de todo lo que pueda perder el adversario. Porque no existe ninguna propor-
ción razonable entre aquello que nos afecta a los demás. Lo primero lo sentimos físicamente y lo
otro sólo llega moralmente hasta nosotros y las sensaciones morales son engañosas. Lo único real
son las sensaciones físicas (…) Lo que detiene a los tontos en la carrera del crimen es la debilidad
de nuestros órganos, la falta de reexión, los malditos prejuicios en que nos han educado y los
vanos terrores de la religión o de las leyes, eso es lo que les impide lanzarse. (…)
- ¡Oh! Señora, dije a Dubois, pidiéndole permiso para responder a sus execrables sosmas, ¿No
sentís que vuestra condena está escrita en lo que acabáis de proferir? Solamente a una persona
LAS SECTAS EN DERECHO PENAL ESTUDIO DOGMÁTICO DE LOS DELITOS SECTARIOS
Carlos Bardavío Antón
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lo bastante poderosa como para no temer nada de los demás podrían convenir semejantes prin-
cipios. Pero nosotros, señora, que continuamente estamos temiendo la humillación, proscritos
por todas las gentes de bien, condenados por todas las leyes ¿debemos admitir unos sistemas que
solamente pueden aguzar contra nosotros la espada suspendida sobre nuestras cabezas? (…)
¿No está autorizada la sociedad a no tolerar en su seno a quien se declare en su contra? ¿Y puede
el individuo que se aísla luchar contra todos? ¿Puede alardear de ser feliz y estar tranquilo si, al
no aceptar el pacto social, no consiente en ceder un poco de su felicidad para garantizar el resto?
La sociedad sólo se sostiene por perpetuos intercambios de bondades, esos son los lazos que la
cimentan. Quien en lugar de esas bondades solamente ofrezca crímenes, al tener que ser temido
desde ese momento, será necesariamente atacado si es el más fuer te y sacricado por el prime r
ofendido si es el más débil, pero, en uno u otro caso, destruido por la poderosa razón que empuja
al hombre a buscar su reposo y a eliminar a aquellos que quieren estorbarlo. Esta es la razón
que hace imposible la duración de esas asociaciones criminales…
- Los verdaderos sosmas son los que nos oponéis Teresa, dijo Corazón-de-hierro, y no lo que
había dicho Dubois. No es la virtud la que sostiene nuest ras asociaciones criminales: es el in-
terés, el egoísmo (…) Luego la persona verdaderamente sensata es aquella que, afrontando el
riesgo de restablecer el estado de guer ra que reinaba antes del pacto, se declara su irrevocable
enemigo, lo viola cuantas veces puede, seguro de que lo que retire de estas lesiones será siempre
superior a lo que podría perder si resultara ser el más débil. Porque igualmente lo era respetando
el pacto: violándolo puede convertirse en el más fuerte y si las leyes le vuelven a colocar en la
clase de la que ha pretendido salir lo peor que puede pasarle es que pierda la vida lo que es una
desgracia innitamente menor que la de existir en medio del oprobio y la miseria. Esas son
nuestras alternativas: o el crimen que nos hace felices o el cadalso que nos impide ser desdicha-
dos. ¿Y pregunto, es necesaria la comparación, bella Teresa, podrá vuestro ingenio encontrar un
argumento capaz de vencer a éste?»1.
El relato de los infortunios de Justine muestra algo que seguramente todos
concluyamos que es despiadado y merece la máxima repulsa por la Sociedad. Los
argumentos que justican las desgracias de los terceros llaman la atención de cual-
quier ciudadano pero no podemos obviar que efectivamente suceden en cualquier
sociedad. Pero tenemos otros relatos que muy tempranamente en la historia ponen
en duda ciertas conductas que eran recalcitrantes en su tiempo. S narró la
conducta ilegal de la hija de Edipo, Antígona, cuando enterró a uno de sus hermanos
en contra de lo establecido por un decreto de Creonte. Antígona consideraba que su
hermano Polinices debía ser enterrado aun a pesar de la prohibición de una disposi-
ción legal. Antígona se justica así ante Creonte:
«No creía que tus órdenes tuviesen una autor idad tal que un mortal pudiere permitirse
transgredir las leyes no escritas, pero imprescriptibles de los dioses. Pues estas leyes
1 S, Justine o los infortunios de la virtud, trad. Pilar Calvo, 5ª ed., Espiral, 2000, pp. 55 a 60.
CAPÍTULO I | MORALIDAD Y OBJECCIÓN DE CONCIENCIA 37
no están en vigor de hoy ni de ayer, sino desde siempre, y nadie sabe cuándo fueron
promulgadas»2.
Y de otra parte, la casuística y los estudios de los últimos años respecto a las
sectas criminales y a la fenomenología de la persuasión coercitiva, relata los testimonios
de muchos adeptos que suelen manifestar que si hubiesen sabido lo que realmente
llegaron a hacer, incluso atentar contra la vida de sus propios hijos, nunca hubieran
entrado en ese tipo de grupos. El caso de la secta El Templo del Pueblo acaecido en
Guyana con centenares de muertos es muy signicativo. El líder convenció a sus
adeptos para que se suicidaran junto con sus hijos menores. Representa un caso muy
signicativo del sometimiento ciego a la autoridad, y son especialmente interesantes las
manifestaciones de alguno de los supervivientes:
«Vi cómo uno a uno iban muriendo, convencidos de que Jones les devolvería la vida
después de que pasara el peligro del ataque enemigo»; «(l)a mayoría creía en las palabras
del “predicador”, estaba convencida de que esa era una muerte transitoria y de que más
allá estaba el paraíso que los enemigos de Jones no les habían dejado construir allí», «(t)
odos caeremos (…), pero Él nos devolverá la vida mañana»; «(l)a vida en Jonestown (…)
se había vuelto tan miserable, y el dolor físico y el cansancio eran tan grandes, que el
momento no fue traumático para mí. Yo ya había llegado a estar indiferente a la vida o
a la muerte».
Pues bien, tras este breve relato de la obra Justine, el mito de Antígona, y la
casuística de los suicidios-asesinatos de las sectas criminales, la presente investigación
tratará de deslindar aquellas conductas que, si bien injustas, pertenecen a la Sociedad
y al estado de paz, de aquellas que hacen peligrar dicho estado, unas veces por con-
vicción, otras por una clara enemistad. De aquí que no todas las conductas criminales
supongan dicha enemistad ni convicción de lucha, sino más bien conductas que la
Sociedad puede permitir, aunque no sin sanción, pero que las da por supuestas y las ha
tenido en cuenta en su funcionalidad. Las otras irrogan el riesgo de la destrucción de
la Sociedad porque contradicen su propia operatividad. La Sociedad las excluye. Para
esta exclusión crea un sistema al objeto de combatir las conductas que hacen peligrar
su existencia como si de una isla remota se tratara, mientras que aquellas con las que
sabe que puede funcionar las sanciona o en ocasiones las comprende. La línea entre
unas y otras conductas, entre las conductas de los raptores de Justine, la de Antígona
y la del líder de El Templo del Pueblo y sus adeptos, es tan delgada que precisa de una
investigación comparativa y confrontada, pero que alcanza su máxima expresión en
las sectas criminales.
2 S, Antígona, Edipo rey, Electra, Círculo de Lectores, Barcelona, 1995, p. 19.

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