La monarquía, los poderes civiles y la inquisición, un arbitraje difícil

AutorAntonio Domínguez Ortiz
Páginas1587-1599

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La Monarquía absoluta, origen del Estado de Derecho europeo, fundaba su legitimidad y asentaba su popularidad en el desempeño de dos funciones: de un lado, garantizar la seguridad física y jurídica de las personas; de otro, asegurar el buen funcionamiento de los órganos administrativos en sus múltiples escalones e instancias, asignando a cada uno su cometido, vigilando su funcionamiento y el enlace entre ellos y resolviendo los múltiples roces y conflictos jurisdiccionales que se derivaban del ejercicio de sus competencias. Fijémonos de momento sólo en este último aspecto: hasta finales del Antiguo Régimen las competencias directas de la Administración central eran muy limitadas, como lo demuestra el examen de los presupuestos del Estado1: al comenzar el siglo XIX las partidas integrantes eran las mismas que a comienzos del XVI: Casa Real, Diplomacia, altos organismos administrativos (Consejos, Chancillerías), gastos militares y servicio de la Deuda pública. No había más. Todas las atenciones de beneficencia, sanidad, cultura, orden público, abastos, obras públicas, etc., estaban a cargo de los poderes intermedios, fundamentalmente los municipios y, en menor grado, la Iglesia, los señores y las fundaciones privadas. Sobre todas estas instituciones el Estado ejercía un poder de control y vigilancia y un arbitraje para delimitar campos y resolver conflictos de competencia, muy agudos en una época en la que no se litigaba sólo por el huevo sino por el fuero, procurando que no quedase lastimado el susceptible honor de los contendientes.Page 1588

Al ejercer esta función de arbitro el monarca debía mostrarse como el supremo dispensador de la justicia, otra de las fuentes de la veneración que se tributaba a la persona real, la que más se alababa y recordaba tanto por los vasallos como por los propios reyes; recordemos uno entre infinitos ejemplos: la proposición real, leída en la sesión de apertura de las Cortes el 6 de abril de 1623: «La justicia es el principal fundamento en que estriba el ser, substancia y conservación de las monarquías... Hoy en todos estos reinos se goza, a Dios gracias, de seguridad y quietud, sin turbación ni confusión, con igualdad, sin diferencia de estados y personas, sin que por autoridad y mano propia se obre en beneficio de unos y en perjuicio de otros, sin que el favor, dignidad, poder o diferencia de estados cause vejación ni violencia» 2. Notables palabras en las que se resume la teoría de una justicia real que aseguraba a cada uno su derecho sin perjuicio de las diferencias legales propias de una sociedad estamental.

Resolver diferencias y competencias de jurisdicción era no sólo un mecanismo gobernativo sino una obligación de esta autoridad justiciera; cuando el rey tenía que decidir si una causa criminal contra un militar o un caballero de hábito se veía por la autoridad civil o por la de su fuero respectivo estaba prejuzgando el resultado de la causa, porque si el rey hacia gala de imparcialidad los tribunales no gozaban de la misma reputación; todos huían de la justicia ordinaria y querían acogerse a fueros privilegiados, de los que esperaban mejor tratamiento: en una gran ciudad como Sevilla tenían tribunales y cárceles especiales el Arzobispado, la Santa Hermandad, la Inquisición, la Casa de Contratación, la Fábrica de Tabacos, la Universidad y otros varios organismos. Había jueces conservadores para sectores privilegiados; en los tratados internacionales se garantizaba la seguridad jurídica de los representantes y de los mercaderes de las potencias extranjeras. Uno de los alicientes para alistarse en las milicias era gozar de fuero militar, semillero de discordias y de injusticias. Se alardeaba, incluso, de esas ventajas y de las injusticias que acarreaban. Elena Postigo, en su magnífico estudio sobre las Órdenes Militares, cita casos que indignan y estremecen: «Todas las veces que el caballero de Orden delinquiera, si no es en caso que desautorice a su religión y fama, debe ser amparado del Consejo de las Órdenes con grande demostración y castigado con gran misericordia. La milicia no pena duramente si no es en casos feos»3. Los ejemplos que alega la autora demuestran que con harta frecuencia la misericordia hacia el caballero culpable llegaba hasta la más escandalosa impunidad. De esta forma los privilegios legales que en materia judicial disfrutaba la nobleza se ampliaban, y muchos plebeyos, ya acogiéndose a jurisdicciones especiales, ya a los universales privilegiosPage 1589 que confiere el dinero, reforzaron el descrédito de la justicia y el sentimiento de desamparo de los humildes.

¿Cómo se compaginaba esta situación con el principio tantas veces repetido de asegurar a cada uno su derecho, con especial atención las «personas pobres y miserables»? Aquí habría amplio lugar para investigar los hechos y meditar sobre las causas; en descargo de los monarcas puede decirse que su competencia universal era un principio teórico, inalcanzable en la práctica. Incluso un rey tan vigilante y desconfiado como Felipe II tardó bastantes años en darse cuenta de que Antonio Pérez le engañaba y era un ministro corrupto. El rey dependía de los avisos y consejos de los que le rodeaban, y hay que confesar que, salvo algún que otro presidente celoso y algún eclesiástico de estrecha conciencia, como fray Juan Martínez, el confesor dominico de Felipe IV, muy pocos entre los cortesanos y la alta burocracia tomaban decididamente partido por los más débiles. Si el consejo de Castilla consiguió no pocas veces hacer prevalecer el principio de la estricta justicia sobre el de privilegios abusivos que defendían otras altas instancias, era, sobre todo, porque un sentimiento de orgullo corporativo le impulsaba a defender su posición preeminente, como representante máximo de la autoridad real sobre las pretensiones de la Iglesia y las de otros consejos que recababan trato de favor para sus subordinados. Y en este sentido hay que decir que el Consejo Real se apuntó algunos triunfos señalados, como cuando obligó a los inquisidores de Sevilla a ir a la Corte a recibir una reprensión por haber turbado las exequias de Felipe II en la catedral por una cuestión de etiqueta con los magistrados de la Audiencia; pero estos casos eran excepcionales, por lo regular se procuraba no humillar a una de las partes en litigio, evitar una decisión directa del rey y hacer recaer la responsabilidad sobre una junta formada por miembros de los dos Consejos implicados que dirimiese amigablemente la competencia.

Varios factores concurrían para que la tarea de arbitro que competía al monarca fuera especialmente ardua cuando una de las partes en litigio era la Suprema Inquisición: esta institución no era civil, sino eclesiástica, con una dependencia respecto a la Santa Sede que le permitía jugar en dos paños, el real y el pontificio, procurando esquivar una dependencia estricta de uno y otro. Concernía indirectamente a las relaciones exteriores del Estado por las atribuciones que tenía sobre extranjeros residentes, censura de libros, visita de navios, etc. En el interior, el ensoberbecimiento y los abusivos privilegios de la Inquisición motivaba continuos roces, agravios y quejas, y como su red de ministros y dependientes abarcaba todo el territorio nacional los choques se verificaban a todos los niveles desde las Cortes de los reinos forales hasta modestas villas en las que había un comisario o unos familiares. En estos casos, la parte civil reclamaba, en última instancia, el amparo del Consejo de Castilla, pero también había encuentros entre la Inquisición y otros Consejos; por eso una investigación en profundidad de la Inquisición española no puede basarse sólo en las fuentes inquisitoriales: las consultas delPage 1590 Consejo de Castilla, los archivos municipales, los eclesiásticos (los conflictos con obispos y Cabildos eran frecuentes) deben ser también tenidos en cuenta. Don Francisco Tomás y Valiente tuvo clara conciencia del importante papel que la Inquisición, tribunal eclesiástico muy implicado en asuntos políticos, tuvo en la vida española y las enseñanzas que pueden extraerse en el ámbito de los estudios jurídicos. A su memoria dedico estas breves páginas, en las que, mediante el examen de algunos casos concretos, vemos cómo los reyes de España trataron de armonizar y encajar dentro de la Administración aquella pieza singular, fuente para ellos de mucho poder, pero también de graves responsabilidades, conflictos y problemas de conciencia, que fue la Inquisición española 4.

La imagen bifronte de un soberano que estaba revestido de poderes espirituales y temporales era reflejo de una sociedad en la que lo sagrado y lo profano se mezclaban; nunca se llegó a la identificación entre ambos dominios que se aprecia (con nefastas consecuencias) en el Islam; el poder civil siempre mantuvo su autonomía en la cristiandad, pero la línea divisoria no se percibía con claridad; no sólo había intromisiones eclesiásticas en la vida civil; el caso opuesto era frecuentísimo, tanto en las más altas instancias como en las más bajas; si, por ejemplo, los «capítulos de corregidores» les encargaban el castigo de los pecados públicos, había ordenanzas municipales en las que pueden leerse disposiciones realmente pintorescas; en plena Ilustración (1785) las ordenanzas de Fiñana, un pueblecito de Almería, disponían que sus vecinos no sólo guardasen los mandamientos de la ley de Dios sino que defendiesen el misterio de la Inmaculada Concepción (que aún tardaría muchos años en ser objeto de definición dogmática), «y si alguno creyese lo contrario y fuese pertinaz y endurecido incurra en las penas establecidas por las leyes que tratan de los herejes». Esta advertencia es necesaria para comprender lo que sigue: el sentimiento antiinquisitorial, que en amplios sectores llegó a ser muy fuerte, no tenía ningún componente...

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