La «monarchia catholica» española

AutorAlberto de la Hera
Páginas661-675

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El término cristiandad, y más en concreto cristiandad europea o cristiandad romana, ha sido popularizado por las más difundidas Historias de la Iglesia1 para significar «el conjunto de pueblos que, por profesar la misma fe y pertenecer a la misma Iglesia, formaban una amplia comunidad de espíritu y cultura, por encima de la diversidad de reinos y de sus particularidades nacionales» 2.

La expresión viene referida de modo particular a un momento glorioso de la historia eclesiástica y universal, aquel -en torno al siglo XIII- en que se produjo «uno de los raros períodos de la historia de Europa en que una cultura pudo madurar y dar abundantes frutos con esa armonía y esa perfección de forma que señalan las cimas del genio humano» 3.

En tal momento, el papado aparece «en cierto modo en la cúspide de la cristiandad occidental y también, respecto a la oriental, en una actividad tal, que se puede hablar de una dirección unitaria del mundo» 4.

El dato de que esta cita hable de la «dirección unitaria del mundo» y no de la «dirección unitaria de la Iglesia» es ya de por sí bastante revelador; la cristiandad, en efecto, no es una realidad meramente religiosa, sino social, cultural y política, en la que la unidad de la fe cristiana bajo la dirección suprema del papado supone el elemento aglutinador que hermana a todos los pueblos del Occiden-Page 662te europeo, por encima de las notables y notorias diferencias de todo tipo que los separan y los diferencian.

Resultaría ingenuo pasar por alto estas diferencias, y considerar a la Edad Media de los siglos XII a XIV como un tiempo en que la unidad de la cristiandad expresa la única realidad visible del momento histórico. Por de pronto, un segundo protagonismo capital compartía con el papado, o disputaba al papado, la dirección suprema de la cristiandad; para la teoría política medieval, «la cristiandad constituía una vasta unidad, un gran organismo vivo integrador de todos los pueblos cristianos y coronado por dos autoridades supremas, el papa, titular del poder espiritual, y el emperador, que ejercía el poder temporal»5.

Siendo evidente que el ejercicio del poder temporal por parte del emperador en modo alguno pudo nunca referirse a zonas europeas pertenecientes a otros reinos no integrados en el Imperio -el Imperio como elemento detentador de una efectiva capitalidad política «had never been anything but a dream»- 6, cabría preguntarse en cambio por la realidad de la universalidad e intensidad del poder pontificio.

No hay duda de que la capitalidad de una y otra cabezas de la cristiandad fue de muy distinta naturaleza. La expresión «monarquía papal», que Colin Morris emplea para designar el período de la historia de la Iglesia occidental que corre entre 1050 y 1250 7, expresa con suma claridad cuanto hemos dicho; pero, como el propio Morris se cuida bien de señalar, con tales términos se manifiesta «a paradox, not a fact. A papal monarchy was in principie and in practice inconceivable in medieval Europe. One of the distinctive features of christianity has been a clear separation between church and state... The distinction between sacred and secular, between kingdom (regnum) and priesthood (sacerdotium) is a commonplace of Christian thinking, and it was not forgotten between 1050 and 1250» 8.

Late, pues, en toda esta realidad el germen de una contradicción que revela la debilidad íntima del sistema. No solamente la doble capitalidad que presidía a la cristiandad europea contenía en sí tensiones suficientes para desmoronar -como a la larga sucedió- el propio edificio, real y ficticio a un tiempo, de aquel populus chnstianus, sino que tales tensiones eran de tal naturaleza que muchos quieren ver, en aquel sistema, «la hora del nacimiento del mundo moderno» 9.

A este punto, precisamente, queríamos llegar. La realidad que se esconde detrás de aquel soberbio edificio de la cristiandad medieval la podemos contemplar desde muy diferentes puntos de vista.Page 663

Por un lado, entre otros posibles, desde el punto de vista del pensamiento que sostiene al sistema; se trataría de la teocracia 10, entendida como la doctrina que enseña que todo el poder divino está confiado a los papas, según una frase de Inocencio III que Morris recoge y que resulta suficientemente expresiva, tal y como este autor la traduce: «Christ left to Peter, not only the whole church but also the whole world, to govern»11. Es la confusión, a la que en otro lugar me he referido, «entre lo que Cristo ha confiado a Pedro y lo que Pedro ha recibido de la historia» 12.

Precisamente el advenimiento del mundo moderno, a partir del siglo XV, supuso -había de suponer, necesariamente- la crisis y el abandono del pensamiento teocrático, que la propia Iglesia sustituyó de forma paulatina por las tesis belarminianas que triunfan desde los comienzos del siglo XVII, y que suponen el abandono de las tesis del poder directo sobre las cuestiones temporales por parte de la jerarquía eclesiástica 13.

Pero, como indicábamos, la cristiandad puede ser analizada también desde otros puntos de vista. Podemos entenderla como un gran manto, ciertamente muy brillante, que cubre al menos cuatro planos de la realidad; y soy consciente de que la idea de manto supone la de dignidad y grandeza, pero también la de apariencia que oculta una realidad distinta.

Sería el primero de ellos el plano de los particularismos locales, notoriamente intensos en el medievo, tiempo en el que el hombre europeo posee una escasísima movilidad y vive, del nacimiento a la muerte, inmerso en un territorio físico y cultural muy concreto y muy determinado; el feudalismo puede ser entendido como la expresión política de este plano, si bien por supuesto no lo agota.

Consideramos como el segundo plano el de las monarquías en formación, que tratan de dar vida a las nuevas nacionalidades. Son ellas las que crean el Estado propio de la Edad Moderna, superando las limitaciones particularistas mediante la atribución a determinados pueblos de una conciencia común, que se apoyará en la lengua, la geografía, la raza, la cultura, y que desarrollará un juego político de fronteras, ejércitos e intereses, hasta dotar a las naciones modernas de una singularidad que caracteriza a cada una por encima del mosaico de los pueblos singulares que llegan a componerlas.

Prescindiendo de momento del tercer plano, el cuarto plano es el de la propia idea de universalidad que se ha considerado característica de la imagen de laPage 664 Cristiandad: la comunidad de fe, que une a todos los pueblos del Occidente europeo por encima de cualquier particularidad, y que supone la presencia en todos ellos de una poderosa y misma realidad, la Iglesia, que unifica con sus leyes morales, con su liturgia, con su lengua que es la del saber, a todos los pueblos cristianos, y que -apoyada en la poderosa máquina de su derecho- 14 penetra con sus jerarcas en el tejido social hasta extremos muy difíciles de imaginar para los profanos en el conocimiento de la historia.

El tercer plano -tercero en el orden lógico del análisis, aunque por razones que van a ser evidentes lo hayamos dejado para el final- sería el que Koenigs-berger denominó en 1975 como los «composite state» 15, expresión de la que partió John Elliot para referirse a las «composite monarchies» 16. Una realidad para la que, traduciéndola al castellano, prefiero optar no por la literalidad -poco expresiva tal vez- de «monarquías compuestas», sino por la más precisa expresión de «monarquías múltiples», versión que podemos apoyar en la ofrecida por Conrad Russell cuando habla de los «múltiple kingdoms» 17.

También al ocuparnos de este tercer plano, en el que se desenvolvió la sociedad a partir de la Baja Edad Media durante toda la Edad Moderna, volvemos a encontrarnos de nuevo con una paradoja. «The concept of Europa -en efecto, y como escribe Elliot- implies unity», pero «The reality of Europe, especially as it has developed over the past five hundred years or so, reveals a marked degree of disunity, deriving from the establishment of what has come to be regarded as the characteristic feature of European political organization as against that of other civilizations: a competitive system of sovereign, territorial, nation states» 18.

Entre las citadas cuatro realidades, y en el marco de la superior entre todas ellas, la suprema idea de cristiandad, de la Iglesia se ha escrito asimismo que «had to admit that the defense of the individual state took precedence over the liberties of the Church or the claims of the Christian commonwealth. Loyalty to the state was stronger than any other loyalty» 19. Y, de hecho, el poder de los príncipes sobre obispos y abades, y la concepción de que los bienes de la Iglesia pertenecen al monarca en la medida en que precise de ellos, está difundida por todos los países europeos medievales 20.Page 665

Siendo esto así, habían de resultar a la larga los otros tres planos los verdaderos protagonistas de la historia moderna de Europa, una historia apoyada en los particularismos de cada territorio, la agrupación de éstos en monarquías y la unión de no pocas de éstas en monarquías múltiples, aquéllas en que varios reinos, diferentes entre sí, coexisten bajo la soberanía de un mismo monarca, como es el caso español bajo los reyes de la Casa de Habsburgo.

Pero si la idea de cristiandad no supera en toda su pureza la barrera del paso entre las dos Edades Media y Moderna, sería falso suponer desaparecida en algún momento la realidad que aquélla representa. Al iniciarse la modernidad, la fe cristiana impera sin excepciones en todo el Occidente europeo; el papado preside con una autoridad prácticamente indiscutida el edificio de la Iglesia única y común, y la propia Iglesia penetra a través de una amplísima red de vasos capilares hasta lo más profundo del tejido social21. La vida entera está teñida de religiosidad, y la dimensión sobrenatural del hombre resulta ser la más visible y palpable de las realidades 22.

En...

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