Introducción. Las modificaciones estructurales de sociedades y la Ley 3/2009

AutorManuel González-Meneses - Segismundo Álvarez
Páginas13-50

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El día 4 de julio de 2009, después de tres meses de vacatio desde su publicación, entró en vigor la Ley 3/2009, de 3 de abril, sobre modificaciones estructurales de las sociedades mercantiles (en adelante, LME).

Se trata de una ley de extraordinaria importancia para nuestro derecho de sociedades. En primer lugar, por ser bastante extensa -unos 103 artículos en su cuerpo articulado-; pero, sobre todo, porque esta mate-ria de las «modificaciones estructurales» de sociedades es una cuestión de gran relevancia tanto en el plano práctico como en el teórico.

Y es así porque cuando una concreta sociedad se embarca en uno de estos procesos de modificación estructural se ponen en juego y se ven afectados de forma muy intensa intereses muy variados de un amplio elenco de sujetos: el socio o grupo de socios que es titular de la mayoría del capital social y que controla o se supone que controla la administración de la sociedad; los socios minoritarios y en su caso disidentes; los administradores sociales; los trabajadores de la empresa social; los sujetos que son contraparte en todos aquellos contratos vigentes en los que es parte la sociedad y, en general, todos los deudores y acreedores de la misma; también aquellos sujetos que no son parte de ninguna relación jurídica trabada con la sociedad en cuestión pero que, de una forma u otra, participan en un mercado en que la misma interviene y que puede verse afectado por la operación realizada (por ejemplo, por dar lugar a una situación monopolística); y por supuesto, el Fisco, en la medida en que estas operaciones pueden implicar la realización del

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hecho imponible de varios impuestos. Y todo esto multiplicado por el número de sociedades intervinientes en aquellos casos en que la operación afecta a más de una sociedad.

La adecuada composición de todos estos variados intereses concurrentes suscita una tarea muy delicada de política jurídica, que además es de carácter pluridisciplinar, por razón de la heterogénea naturaleza de esos intereses afectados. Así, la normativa sobre modificaciones estructurales constituye una peculiar encrucijada jurídica donde concurre el derecho de sociedades puro con el derecho de la competencia, el derecho de grupos, el derecho laboral, el derecho fiscal y, por supuesto -aunque parece que esto cada vez se tiende a olvidar más-, el derecho patrimonial común o civil. Esta concurrencia suele dar como resultado una regulación muy compleja, muy difícil y, al menos aparentemente, muy técnica. En definitiva, podemos decir que ésta es una materia dotada de una especial densidad jurídica, lo que da lugar a que la normativa que se ocupa de la misma tiende a convertirse en un derecho para iniciados o especialistas.

Pero este régimen de las modificaciones estructurales no solo presenta una considerable dificultad jurídica, por esa concurrencia de múltiples intereses particulares y de perspectivas jurídicas diferentes, sino que se estima que tiene una especial trascendencia macroeconómica y por tanto de política económica general. Así, la existencia de una normativa favorecedora de este tipo de operaciones (tanto en el plano fiscal como en el jurídico-sustantivo) se ha considerado algo necesario para facilitar los procesos de concentración empresarial, que a su vez se juzgaban ineludibles para que una economía nacional hasta entonces prácticamente cerrada pudiera enfrentarse en condiciones de competitividad al reto que supone un mercado de dimensiones primero europeas y ahora ya mundiales. Pero no se trata sólo de la necesidad coyuntural o episódica de redimensionar el tamaño de las empresas en un momento de apertura a nuevos mercados, sino de la necesidad constante de ir realizando ajustes y más reajustes de las estructuras empresariales en atención a las circunstancias siempre cambiantes de una economía dinámica y en permanente evolución. En definitiva, en la medida en que, en nuestro actual estado de civilización, las actividades empresariales de cierta envergadura se desarrollan mayoritariamente por medio de esas peculiares organizaciones que son las sociedades

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de capital, existen muy poderosas razones de eficiencia económica a favor de la máxima flexibilidad jurídica de aquellas operaciones que conocemos como modificaciones estructurales de las sociedades.

Ni que decir tiene que esta presión a favor de la flexibilidad jurídica por razones de eficiencia económica no puede dejar de provocar una cierta tensión o estrés en los sistemas jurídicos afectados. Y ello precisamente por lo que estas operaciones tienen de por sí de fenómeno jurídicamente excepcional. Como después expondremos con más detalle, el planteamiento básico de estas operaciones (la posibilidad de que, sin necesidad de un consentimiento individual del socio, resulte radicalmente alterado el vínculo que le une con una determinada sociedad o la consistencia jurídica o patrimonial de ésta, y, de cara a los terceros, el radical efecto de la sucesión universal) supone algo anómalo o exorbitante desde el punto de vista del derecho de contratos o del derecho patrimonial común. Partiendo de esta idea, todo aquello que implique incrementar el nivel de flexibilidad del procedimiento o de sus presupuestos o ámbito de aplicación supondrá también, lógicamente, un incremento de la tensión que se ejerce sobre el conjunto del sistema jurídico afectado.

Al respecto, es fundamental tener en cuenta que todo subsistema jurídico -y como tal podemos considerar perfectamente la normativa sobre modificaciones estructurales, en particular, cuando la misma pasa a ser el objeto de un cuerpo legal especial con pretensiones de integridad y suficiencia como lo es la LME- tiene sus propios equilibrios, su peculiar juego de pesos y contrapesos. Así, la flexibilidad que respecto del derecho común suponen estas operaciones de modificación estructural viene acompañada y compensada por unas específicas garantías (una intensificación de la información que se debe poner a disposición de los socios y otros sujetos afectados, una verificación pericial independiente de los presupuestos económicos de la operación, el derecho de oposición de los acreedores, etc.). En atención a ello, un rediseño de este subsistema que altere y descompense su específico equilibrio jurídico en aras de razones de exclusiva eficiencia económica puede llevar consigo consecuencias muy inconvenientes desde el punto de vista de la lógica jurídica, que no es una lógica simplemente formal, sino algo que tiene que ver en definitiva con la justicia. Y esta justicia a la que aspira todo orden jurídico no es, como tantas veces se quiere

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interesadamente presentar, un obstáculo para la eficiencia económica, para el buen funcionamiento de los mercados, sino más bien todo lo contrario, el último fundamento de la transparencia y la confianza, que son la base de la economía. Precisamente, si algo debería enseñarnos la actual crisis financiera y económica es cómo el abandono de ciertos rigores jurídicos y sobre todo morales en la persecución de una mal entendida eficiencia económica a corto plazo ha terminado destruyendo los propios mercados y causando la máxima ineficiencia económica.

Esta referencia a la crisis económica no la consideramos en absoluto impertinente en relación con esta materia de las modificaciones estructurales de las sociedades, porque al tiempo que las mismas son -como todo el derecho de sociedades- un instrumento al servicio del desarrollo empresarial y de las necesidades de la economía real, también se prestan y mucho, por su propia naturaleza, a servir de cauce a maniobras que no tienen nada que ver con la eficiencia empresarial. Así, la vigencia de una concepción absolutamente formalista del derecho de sociedades de capital, que es a su vez la consecuencia de un régimen extraordinariamente liberal de creación de estructuras societarias personificadas, junto con la flexibilidad de rediseño de estas estructuras que permiten las operaciones de transformación, fusión, escisión y demás, vienen a potenciar ese fenómeno que se suele conocer como «ingeniería societaria»: la instrumentalización y manipulación de las sociedades de capital como «vehículos» para fines ajenos a aquellos que se supone justifican el derecho de sociedades (así, special purpose vehicule o SPV se llama hoy sin ningún rubor en la jerga de los iniciados a muchas sociedades que intervienen instrumentalmente en las más variadas combinaciones negociales).

Precisamente, algunas de las operaciones político-empresariales más escandalosas acaecidas en las últimas dos décadas en nuestro país y en otros de nuestro entorno han tenido relación con alguna especie de modificación estructural de sociedades. Y, muy en particular, cierto tipo de negocios en cuyo diseño han primado los intereses de una economía financiera a corto plazo sobre la racionalidad económica empresarial y que no han sido nada ajenos al desencadenamiento de la crisis, las compras sobre-apalancadas de empresas (lo que en la jerga se conoce como leveraged buy-outs o LBO), se han venido sirviendo sistemáticamente de un tipo de modificación estructural (la fusión de la sociedad

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target con la sociedad spv compradora que ha recibido la financiación bancaria) como instrumento para llegar a un resultado -la empresa vendida financia su propia compra- que se supone que nuestro orden jurídico rechaza en términos generales.

El espectáculo que ofrecen muchas de las empresas objeto de estas flamantes LBO ahora en sonados concursos de acreedores debería quizá hacernos recapacitar sobre lo justificado de ciertos rigores y sobre cómo la ingeniería societaria y las modificaciones estructurales se han instrumentalizado en ocasiones por la peor ingeniería financiera -aquella que convierte...

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